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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (6 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—¡Flanquea la tormenta sin adentrarse en ella! —instruyó Maquesta a Berem. El timonel asintió despacio, pero la abstraída expresión de su rostro hacía difícil adivinar si la había oído.

Al parecer sí se había enterado, pues el
Perechon
se acercó a la perpetua tempestad que envolvía el Mar Sangriento jalonando la blanca espuma de las olas y aprovechando el viento brumoso de la borrasca.

La maniobra era temeraria, y Maq lo sabía. Si una sola verga se torcía, se quebraba un cabo o se rasgaba una vela, quedarían indefensos. Pero había que correr ese riesgo.

—Es inútil—comentó Raistlin con frialdad—. Nunca dejaremos atrás a los dragones, fijaos cuán raudos acortan la distancia. Te han seguido, semielfo —añadió volviéndose hacia Tanis—. Te mantuvieron vigilado desde que abandonaste el campamento, o bien —su voz se tornó sibilante— los has guiado hasta aquí.

—¡No! ¡Lo juro! —protestó Tanis.

¡El draconiano ebrio! Cerró los ojos, sumido en la desesperación y maldiciéndose a sí mismo. Por supuesto Kit hizo que lo espiaran, no iba a confiar más en él que en los otros hombres que compartían su lecho. Se había comportado como un necio engreído al creer que significaba algo especial para aquella mujer y al suponer que lo amaba. Kitiara no quería a nadie, era incapaz de semejante emoción.

—¡Me han seguido, no cabe duda! —exclamó con los dientes apretados—. Debéis confiar en mí. Quizá haya sido un estúpido, pero no un traidor. No imaginé que fueran tras mis pasos en la tormenta.

—Tranquilízate Tanis, te creemos —declaró Goldmoon acercándose a él, mientras lanzaba a Raistlin una enfurecida mirada de soslayo.

El mago no despegó los labios, que se retorcieron en una mueca burlona. Tanis evitaba los ojos, y prefirió concentrarse en los dragones que se dibujaban ya con total nitidez. Todos a bordo podían ver sus enormes alas extendidas, las largas colas agitándose en el viento, las afiladas garras que mantenían abiertas bajo sus descomunales cuerpos azulados.

—Uno transporta a un jinete —informó Maquesta desalentada, sin apartar el ojo del catalejo—. Un jinete que oculta su rostro tras una máscara astada.

—Un Señor del Dragón —confirmó Caramon sin necesidad, pues todos sabían qué significaba aquella descripción. El fornido guerrero dirigió a Tanis una mirada sombría— . Será mejor que nos expliques qué está ocurriendo, semielfo. Si ese Señor del Dragón creyó que eras uno de los oficiales a sus órdenes, ¿por qué se tomó la molestia de hacerte espiar y seguirte hasta aquí?

Tanis empezó a hablar, pero sofocó sus quebradas palabras un rugido agónico, inarticulado, un rugido en el que se entremezclaban el terror y la ira de un modo tan sobrenatural que todos los presentes alejaron a los dragones de su pensamiento. Provenía el extraño alarido del timón de la nave, y los compañeros se volvieron hacia él con las armas equilibradas. Los miembros de la tripulación interrumpieron su enloquecido faenar, a la vez que Koraf se quedaba inmóvil, contraída su faz animal en una mueca de asombro en medio de aquellos rugidos que sonaban a cada instante más desgarrados.

Sólo Maq mantuvo la calma, y empezó a cruzar la cubierta en pos del piloto.

—Berem —lo llamó, adentrándose en la mente de aquel hombre merced a la afinidad de sus sentimientos. Lo que leyó le produjo terror y, aunque saltó sobre él, llegó demasiado tarde.

Con una expresión de incontrolable pánico dibujada en el rostro, Berem se sumió en el silencio y contempló a los ya próximos dragones. De pronto volvió a rugir, manifestando esta vez su miedo con un aullido que heló la sangre de todos los presentes, incluso del minotauro. Por encima de su cabeza las velas ondeaban al viento y los aparejos se extendían rígidos. La embarcación, navegando con toda la celeridad que era capaz de asumir, parecía saltar sobre las olas y dejaba tras de sí una estela de alba espuma. Sin embargo, los dragones ganaban terreno.

Cuando Maquesta casi le había dado alcance, el timonel agitó la cabeza como un animal herido e hizo girar la rueda.

—¡No, Berem! —gritó la capitana.

El brusco movimiento del piloto hizo que la embarcación virase, con tal velocidad que casi volcó. El palo de mesana se partió en dos a causa de la presión del viento, de tal modo que los aparejos, obenques, velas y hombres se desmoronaron sobre la cubierta o cayeron al Mar Sangriento.

Asiendo a Maq por el brazo, Koraf logró apartarla de la maltrecha verga. Caramon estrechó a Raistlin contra su cuerpo, arrojándose sobre la cubierta y protegiendo así el frágil cuerpo del mago con el suyo en el instante en que la maraña de cabos sueltos y madera astillada se estrellaba a escasa distancia. Los marineros, mientras, se desplomaban o bien se asestaban fuertes golpes contra los mamparos. Todos podían oír cómo la carga salía despedida en la bodega, pero nadie tenía tiempo de bajar a amarrarla de nuevo. Los compañeros se sujetaban a los cabos o a cualquier objeto al que podían aferrarse, afianzándose en un desesperado intento de salvar sus vidas, pese a presentir que Berem acabaría por hundir la nave. Las velas se batían como as alas de un ave moribunda, a la vez que se aflojaban los nudos y la nave zozobraba hacia un inminente final.

Pero el diestro piloto, aunque aparentemente enloquecido por el pánico, seguía siendo un experto navegante. En una reacción instintiva sostenía la rueda con firmeza cuando la veía a punto de girar libre y mortífera y, despacio, condujo de nuevo el barco hacia el viento con el mismo cuidado con que una madre acunaría a su hijo enfermo. El
Perechon
acabó por enderezarse y, al sentir la caricia de la brisa, se hincharon las velas muertas hasta hallar un nuevo rumbo.

Fue en ese momento cuando todos pensaron que hundirse' en el mar habría sido una muerte más rápida y fácil que la que ahora les aguardaba, pues un grisáceo manto de agitada bruma envolvió la nave en una densa penumbra.

—¡Se ha vuelto loco! Nos lleva irremediablemente hacia la tempestad del Mar Sangriento —constató Maquesta con una voz quebrada, apenas audible, mientras luchaba para recuperar el equilibrio. Koraf empezó a avanzar hacia Berem, retorcido su rostro en una mueca agresiva y con una cabilla de maniobras en la mano.

—¡No, Koraf! —ordenó Maquesta sin resuello, agarrándolo para detenerlo—. Quizá Berem tenga razón y ésta sea nuestra única oportunidad de salvamos. Los dragones no osarán seguimos hacia el corazón de la tempestad. Berem nos ha metido en este embrollo, y no tenemos otro timonel capaz de sacamos de él. Si logra mantenerse en el borde del remolino...

Un inesperado relámpago rasgó la plomiza cortina y la niebla se partió, revelando una ominosa escena. Un cúmulo de negras nubes se agitaba en el rugiente viento, y un rayo verdoso hendió el firmamento impregnando el aire del olor acre del azufre. Las rojizas aguas se rizaron en peligrosos vaivenes, lanzando chorros burbujeantes como los espumarajos de un epiléptico. Durante unos momentos nadie acertó a moverse, no podían sino contemplar el espectáculo sintiendo su propia insignificancia frente a las desencadenadas fuerzas de la naturaleza. El viento azotaba sus rostros y la nave se balanceaba en violentos bandazos, arrastrada por el mástil roto. Se desató de pronto un aguacero, entremezclado con piedras de granizo que repiqueteaban sin cesar sobre la entarimada cubierta, en el mismo instante en que la grisácea cortina volvía a cernirse sobre ellos.

Por orden de Maquesta algunos marineros se encaramaron a los obenques para arriar las velas restantes, mientras otro grupo se esforzaba en apartar la verga partida que se agitaba si ningún control. Acometieron esta tarea con hachas, que utilizaron para cortar los cabos y lograr así que el palo cayera a las sanguinolentas aguas. Libre al fin del peso muerto que la arrastraba, la nave se enderezó de nuevo. Aunque el viento continuaba zarandeándola, el
Perechon
parecía capaz de vencer a la tormenta incluso con un mástil menos.

El riesgo inmediato había hecho que los tripulantes se olvidasen de los dragones. Ahora que su vida prometía prolongarse unos minutos, los compañeros alzaron sus cabezas para escudriñar el aire a través de la brumosa lluvia.

—¿Creéis que los hemos confundido? —preguntó Caramon, quien sangraba por un ancho tajo abierto en su testa. Sus empañados ojos delataban el dolor que le infligía su herida, pero aún estaba más preocupado por su hermano. Raistlin se bamboleaba a su lado, ileso, mas presa de un virulento ataque de tos que apenas le permitía sostenerse en pie.

Tanis meneó la cabeza en actitud sombría. Tras dar un rápido vistazo a su alrededor para cerciorarse de que todos estaban bien, les hizo señal de acercarse. Uno por uno, los compañeros avanzaron a trompicones bajo la lluvia, aferrándose a los cabos que encontraban a su paso hasta congregarse en torno al semielfo. Ninguno de ellos conseguía apartar la mirada de las alturas.

Al principio no vieron nada, incluso resultaba difícil distinguir la proa de la nave a través de la lluvia y del revuelto mar. Los marineros se apresuraron a cantar victoria, convencidos de que habían perdido de vista a las bestias.

Pero Tanis, con la mirada fija en el oeste, sabía que sólo la muerte detendría a la Señora del Dragón en su empeño. Inevitablemente los vítores de los tripulantes se trocaron por gritos de terror cuando la cabeza de un Dragón Azul se asomó, de pronto, entre los nubarrones, con la boca abierta para exhibir sus amenazadores colmillos y sus flamígeros ojos resplandecientes de odio.

El Dragón voló hasta ellos, extendidas las alas pese a la fuerza de los vientos, la lluvia y el granizo. Un Señor del Dragón se erguía sobre su azulado lomo, y Tanis vio apesadumbrado que no portaba armas. No las necesitaba para capturar a Berem y hacer que su cabalgadura destruyera al resto. El semielfo inclinó la cabeza, atenazado por el presentimiento de lo que se avecinaba y por la amarga punzada de la culpabilidad.

Sin embargo, no tardó en alzar de nuevo la vista al pensar que existía una posibilidad. Quizá
ella
no reconocería a Berem, y se resistiría a aniquilar a los otros por miedo a lastimarle. Giró la cabeza hacia el timonel, pero su momentánea esperanza se disipó casi antes de nacer. Se diría que los dioses se habían confabulado contra ellos.

El viento había abierto la camisa de Berem. A través de la cortina que formaba la lluvia el semielfo distinguió la piedra verde incrustada en el pecho de aquel extraño humano; irradiaba destellos más brillantes que los del relámpago, cual un terrible faro que orientase a los buques en la tormenta. Berem no se había percatado, ni siquiera parecía ver al Dragón. Sus ojos acechaban la tempestad mientras conducía la nave hacia el centro del Mar Sangriento de Istar.

Sólo dos de los presentes percibieron la refulgente gema. Todos los demás estaban pendientes de la fiera, atrapados en un hipnótico trance que les impedía apartar la mirada de la enorme criatura azul que les sobrevolaba. Tanis estudiaba la joya que tanto lo había sorprendido meses atrás, y también la Señora del Dragón la había visto. Sus ojos, camuflados por la máscara metálica, estaban prendidos de los verdes destellos, aunque, pasado el primer momento de atracción, la insaciable mujer desvió el rostro hacia el semielfo que permanecía inmóvil en la azotada cubierta.

Una repentina ráfaga de viento sacudió al Dragón Azul, obligándolo a virar ligeramente, pero la mirada de la Señora del Dragón no sufrió ni el más leve parpadeo. Tanis vio un espantoso futuro en aquellos ojos castaños: el Dragón se lanzaría en picado sobre ellos y atraparía a Berem en sus garras, mientras su dueña se regocijaría en su victoria durante unos instantes agónicos para luego ordenarle que los destruyera a todos...

Tanis vio esta escena con la misma claridad con que había leído la pasión en el rostro de la mujer unos días antes, cuando la estrechaba en sus brazos.

Sin apartar los ojos de él, la Señora del Dragón alzó su enguantada mano. Quizá era una señal de ataque dirigida a su animal, quizá una despedida destinada a Tanis. Nunca lo sabría, pues en aquel momento una voz desgarrada se elevó por encima del rugido de la tormenta con un poder indescriptible.

—¡Kitiara! —exclamó Raistlin.

Liberándose de Caramon, el mago emprendió carrera hacia el Dragón sin cesar de resbalar sobre la empapada cubierta y con la túnica roja agitada en violentos remolinos por el creciente viento. Una ráfaga arrancó de forma súbita la capucha de su cabeza y la lluvia empezó a chorrear resplandeciente por su metálica tez, haciendo que sus ojos como relojes de arena lanzasen áureos destellos a través de la oscuridad de la tormenta.

La Señora del Dragón aferró su montura por la erizada crin que jalonaba su cuello azulado, obligándola a detenerse con tal brusquedad que Skie lanzó un grito de protesta. El cuerpo de la mujer adquirió una extraña rigidez, y sus ojos casi se salieron de sus órbitas al contemplar al frágil hermanastro que había criado desde la infancia. Su mirada se desvió hacia Caramon en el instante en que el guerrero se situaba junto a su gemelo.

—¿Kitiara? —susurró Caramon con un hilo de voz, lívido su rostro al observar al Dragón que permanecía suspendido sobre ellos desafiando al temporal.

La Señora del Dragón giró de nuevo su enmascarada cabeza hacia Tanis, antes de posar la mirada en Berem. El semielfo contuvo el resuello, viendo cómo el torbellino de su alma se reflejaba en aquellos ojos oscuros.

Para alcanzar a Berem tendría que matar al hermano menor que había aprendido cuanto sabía sobre las artes marciales de su propia mano. Tendría que matar a su frágil gemelo... y también al hombre que amó en un tiempo remoto. Tanis advirtió que su mirada recuperaba su habitual frialdad, y meneó la cabeza sumido en la desesperanza. No importaba, mataría a sus hermanastros y le mataría a él. En aquel momento recordó sus palabras: «Captura a Berem y tendremos todo Krynn a nuestros pies. La Reina Oscura nos recompensará con dones que nunca acertaríamos ni siquiera a soñar .»

Kitiara señaló a Berem con el índice y aflojó las invisibles riendas del Dragón. Con un cruel graznido Skie se aprestó a realizar su rapiña, pero el instante de vacilación de Kitiara resultó desastroso. Haciendo un esfuerzo para ignorarla, el timonel había virado la nave hacia el seno mismo de la tormenta entre los amenazadores aullidos del viento, que azotaba el velamen. Las olas rompían contra la cubierta, la lluvia los traspasaba convertida en punzantes agujas y el granizo empezó a acumularse en la cubierta, cubriéndola de una capa de escarcha.

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