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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (10 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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Pero sabía que ahora no sobreviviría. La transformación mágica que había sufrido debilitó demasiado su frágil organismo. Había vencido, pero ¡a qué precio!

Los Estetas lo encontraron arrebujado en su túnica roja vomitando sangre sobre la escalinata. Había logrado pronunciar el nombre de Astinus y el suyo propio cuando se lo preguntaron, para al instante perder el conocimiento. Al despertar estaba en aquella gélida y angosta celda conventual, y no tardó en comprender su condición de moribundo. Le había exigido a su cuerpo más de lo que podía dar. El Orbe de los Dragones lo había salvado, pero no poseía fuerza suficiente para invocar su magia. Las frases que debía pronunciar a fin de avivar su encantamiento se habían evaporado de su recuerdo.

«De todos modos estoy demasiado débil para controlar su tremendo poder comprendió—. Si adivinara tan sólo, que he perdido mi fuerza me devoraría.»

Se le ofrecía una única alternativa: los libros de la gran biblioteca. El Orbe de los Dragones le había prometido que aquellos volúmenes encerraban los secretos de los antiguos hechiceros, magos poderosos sin parangón en el nuevo mundo de Kyrnn. Quizá hallaría los medios para alargar su vida. ¡Tenía que hablar con Astinus! Era imprescindible que el historiador le concediera el acceso a la gran biblioteca, tal como había vociferado frente a los complacientes Estetas. Pero ellos se habían limitado a asentir en silencio.

—Astinus te recibirá —le anunciaron al fin— esta tarde, si tiene tiempo.

«¡Si tiene tiempo!», se repetía Raistlin presa de una incontrolable ira. ¡Era él quien no lo tenía! Sentía como la arena de su vida se escabullía entre sus dedos y, por mucho que intentara detenerla, sabía que no lo conseguiría.

Contemplándolo con inmensa compasión, impotentes para ayudarle, los Estetas le sirvieron comida. Pero Raistlin no podía engullir ni siquiera las amargas hierbas medicinales que aliviaban su tos. Enfurecido, expulsó de su lado a aquellos necios y se recostó sobre su dura almohada para observar el desplazamiento de la luz solar por la celda. Haciendo un denodado esfuerzo que le permitiera retener la vida, el mago se exhortó a descansar a sabiendas de que su ira febril acabaría de consumirlo. Su pensamiento voló entonces hacia su hermano.

Tras cerrar sus agotados párpados, Raistlin imaginó a Caramon sentado junto a él. Casi podía sentir sus brazos en tomo a su talle, levantándolo para que respirara con más facilidad. Incluso olía los familiares efluvios del hombretón, mezcla de sudor, acero y piel curtida. Caramon lo cuidaría, impediría su muerte...

«No. Caramon está muerto. Todos han muerto, hatajo de idiotas. Debo apoyarme en mis propias fuerzas», pensó Raistlin en una inquietante ensoñación. Advirtió en ese instante que estaba a punto de desmayarse y luchó desesperadamente con la vehemencia que adopta el vencido. Haciendo un supremo esfuerzo, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su túnica. Sus dedos acariciaron el Orbe de los Dragones, reducido ahora al tamaño de una canica, unos segundos antes de sumirse en la penumbra.

Lo despertaron unos ecos de voces y la sensación de que había alguien con él en la celda. Tras librar una ardua batalla para abrirse paso entre las densas capas de oscuridad, Raistlin asomó a la superficie de su conciencia y abrió los ojos.

Había caído la tarde. La luz rojiza de Lunitari se filtraba a través de la ventana, formando una ondulante mancha de sangre en el muro. Una vela ardía junto al lecho y, bajo su luz, vio dos hombres inclinados sobre él. Reconoció al más próximo como el Esteta que lo había descubierto. Pero ¿quién era el otro? Su rostro se le antojaba familiar.

—Ya despierta, Maestro —anunció el Esteta.

—Eso parece —corroboró, imperturbable, el interpelado. Se acercó al joven mago para examinar su rostro y esbozó una sonrisa de asentimiento, como si hubiera llegado alguien a quien aguardaba desde hacía tiempo. Su expresión era lo bastante peculiar para no pasar desapercibida ni a Raistlin ni al Esteta.

—Soy Astinus —se presentó—. Y tú eres Raistlin de Solace.

—En efecto —acertó a responder el mago formando las palabras con sus labios más que pronunciándolas. Al alzar la mirada hacia el cronista su ira renació, pues no pudo por menos que recordar el comentario insensible que había hecho al ser informado de su presencia: «Le veré, si tengo tiempo». Cuando posó los ojos en los de aquel hombre, un frío paralizador recorrió sus venas. Nunca antes había visto un semblante tan indiferente, tan desprovisto de emociones y pasiones humanas. Ni siquiera el tiempo se había atrevido a surcarlo.

Casi sin resuello, el mago se incorporó ayudado por el Esteta para observar mejor a Astinus.

Al advertir la reacción de Raistlin, el cronista comentó: —Me miras de un modo extraño, joven hechicero. ¿Qué ven esos relojes de arena que tienes por ojos?

—Veo a un hombre... inmortal. —Raistlin sólo lograba hablar entre dolorosos jadeos.

—Por supuesto. ¿Qué esperabas?—bromeó el Esteta, acomodando con suavidad al moribundo contra la almohada de su lecho—. El Maestro estaba aquí para atestiguar el nacimiento del primer habitante de Krynn, y seguirá en su puesto hasta haber dejado constancia del fin del último. Así nos lo enseña Gilean, dios del Gran Libro.

—¿Es eso cierto? —susurró Raistlin.

—Mi historia personal no tiene la menor importancia comparada con el devenir del mundo —respondió Astinus encogiéndose de hombros—. y ahora habla, Raistlin de Solace. ¿Qué quieres de mí? Estoy pasando por alto información que llenaría volúmenes enteros mientras pierdo el tiempo en esta fútil cháchara.

—Quiero pedirte... suplicarte un favor. —Las palabras parecían ser arrancadas de las entrañas del mago, pues brotaban entre esputos sanguinolentos—. Mi vida se mide por horas. Permite que la pase sumido en el estudio... en la gran biblioteca.

Bertrem chasqueó la lengua contra el paladar, perplejo ante semejante osadía. Lanzando una temerosa mirada a Astinus, el Esteta esperó la severa negativa que, estaba seguro, haría que la frágil piel del joven se desprendiera a tiras de sus huesos.

Transcurrieron unos inacabables minutos de silencio, roto tan sólo por la fatigosa respiración de Raistlin. El rostro de Astinus permaneció imperturbable cuando declaró con su habitual frialdad:

—Haz lo que desees.

Ignorando la atónita expresión de Bertrem, Astinus dio media vuelta y empezó a alejarse en pos de la puerta.

—Aguarda —exclamó Raistlin en un esfuerzo sobrehumano. Su áspero ruego hizo que el cronista se detuviera para que el mago, extendiendo una trémula mano, añadiese—: Me has preguntado qué veía al mirarte, y ahora quiero que respondas tú a esa misma pregunta. He percibido la expresión de tu rostro cuando te has inclinado sobre mí. ¡Me has reconocido! Sabes quién soy, y necesito que me lo reveles. ¿Qué ves en mis ojos?

Astinus giró la cabeza y exhibió una faz tan gélida, anodina e inconmovible como el mármol.

—Has afirmado ver a un hombre inmortal —dijo el historiador con voz queda y, tras un instante de vacilación, se encogió de hombros y concluyó—: Yo veo a un moribundo.

Pronunciadas estas palabras, volvió a girarse y abandonó la estancia.

«Se da por supuesto que tú, que sostienes este Libro en tus manos, has superado con éxito las Pruebas en una de las Torres de la Alta Hechicería y que has demostrado tu habilidad para ejercer control sobre un Orbe de los Dragones u otro Artefacto Mágico reconocido (véase Apéndice C), además de haber invocado con probada capacidad los Hechizos aprendidos...»

—Sí, sí —farfulló Raistlin descifrando apresuradamente las runas que se desplazaban como arañas por la página. Tras leer con impaciencia la lista de encantamientos, llegó al fin a la conclusión.

«Cumplidas estas exigencias con plena satisfacción de tus maestros, sometemos a tu estudio este Libro de Hechicería. Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»

Con un inarticulado grito de cólera, Raistlin apartó a un lado el volumen encuadernado en azul cobalto y surcado de runas argenteas. Su mano temblaba cuando la alargó en pos del siguiente libro de idénticas características que yacía en la enorme pila formada por él mismo. Un acceso de tos le obligó a detenerse y, al luchar con denuedo para recobrar el aliento, temió no poder seguir adelante.

El dolor se hacía insufrible, hasta tal punto que en ocasiones deseaba hundirse en el olvido y atajar así la tortura.. con la que tenía que convivir un día tras otro. Débil y mareado, reclinó la cabeza sobre el escritorio para que reposara entre sus brazos. Descanso, dulce e indoloro descanso. Se dibujó en su mente la imagen de Caramon erguido en la vida de ultratumba, aguardando a su enteco hermano. Raistlin vio la mirada triste y leal de su gemelo, sintió su compasión.

El mago lanzó un jadeante suspiro que le dio fuerzas para, incorporarse. —«Encontrarme con Caramon! Estoy empezando a perder la cabeza. ¡Qué absurdo!», —se mofó de si mismo.

Humedeciendo con agua sus labios teñidos de sangre, el mago asió el siguiente libro de hechizos encuadernado también en azul cobalto y lo atrajo hacia su persona. Sus runas plateadas destellaron bajo la luz de las velas y vio que su cubierta, gélida al tacto, era idéntica a la de todos los otros ejemplares que se hallaban amontonados a su alrededor. También era igual a la del tomo arcano que ya obraba en su poder, el libro que se sabía de memoria y que perteneciera al mejor hechicero de todos los tiempos: Fistandantilus.

Sin poder contener el temblor de sus manos, Raistlin abrió la cubierta. Sus febriles ojos devoraron la página donde figuraban las consabidas exigencias: tan sólo los magos, que habían alcanzado un alto grado en la Orden estaban dotados de la experiencia y control necesarios para estudiar los encantamientos contenidos en su interior. Aquéllos que intentaran leerlos sin poseer estos conocimientos no verían sino indescifrables garabatos.

El debilitado mago respondía a todas las condiciones requeridas. Sin duda era el único hechicero de Túnica Roja e incluso Blanca de Krynn, con la posible excepción de Par-Salian. No obstante, al estudiar la escritura encerrada en el volumen no vio más que un confuso amasijo de símbolos.

«Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»

Raistlin emitió un alarido, un desgarrado lamento que fue interrumpido por un débil sollozo. Presa de la ira y la frustración se arrojó sobre la mesa, esparciendo los libros por el suelo, antes de lacerar el aire con sus manos y gritar de nuevo. La magia, que su fragilidad le había impedido invocar, surgió ahora envuelta en cólera.

Los Estetas, que en aquel momento pasaban junto a la puerta de la gran biblioteca, intercambiaron miradas de desconcierto al oír tan espantosas voces. Percibieron entonces otro ruido, una crepitación sucedida por un fragor de trueno. Se detuvieron, alarmados, sin osar moverse hasta que uno más resuelto accionó el picaporte. Fue inútil, Raistlin había cerrado con pestillo. Otro señaló el suelo y todos retrocedieron cuando vislumbraron una fantasmagórica luz que centelleaba a través del dintel. Surgió de la biblioteca un intenso olor a azufre, que sólo dispersó una ráfaga de viento que pareció partir la puerta en dos, dada la fuerza con la que zarandeó. De nuevo oyeron los Estetas aquel alarido de furia, y se alejaron de forma precipitada por el marmóreo corredor en busca de Astinus.

Astinus acudió presto a la llamada de angustia de los Estetas, para encontrar la puerta de la gran biblioteca atrancada mediante la magia. No le sorprendió esta circunstancia y, lanzando un suspiro de resignación, extrajo un opúsculo del bolsillo de su túnica, se sentó en una silla y empezó a hacer anotaciones con su ágil y clara escritura. Los demás se arracimaron a su alrededor, espantados por los extraños sonidos que surgían de la cerrada estancia.

La inexplicable tormenta seguía atronando, presta a socavar los cimientos de la biblioteca. La luz destellaba en el contorno de la puerta con tal frecuencia que podría haber sido de día en la sala en lugar de ser la más negra hora nocturna. El ululante aullido de un vendaval se confundía con los vociferantes gritos del mago, orlados por una retahíla de golpes secos pero contundentes, así como por los crujidos de fajos enteros de papel que parecían arremolinarse en una tempestad sin nombre. Las lenguas de fuego lamían la crepitante madera de la puerta.

—¡Maestro! —exclamó aterrorizado uno de los Estetas, señalando las llamas—. ¡Está destruyendo los libros!

Astinus meneó la cabeza, mas no cejó en su tarea.

Sobrevino, de pronto, el silencio, al mismo tiempo que la luz, que se escapaba a través del quicio, se extinguía como engullida por la oscuridad. Los Estetas se acercaron a la puerta en actitud vacilante, aplicando el oído. Ningún ruido brotaba del interior de la biblioteca, salvo un quedo murmullo. Bertrem colocó la mano en el picaporte, que cedió a su ligera presión.

—Maestro, la puerta se abre —anunció.

Astinus se levantó y ordenó a los Estetas:

—Volved a vuestros estudios, no hay nada que podáis hacer aquí.

Con una muda inclinación de cabeza los monjes lanzaron a la aún oculta estancia una última e inquieta mirada, y desaparecieron por el resonante pasillo dejando solo al cronista. Éste aguardó unos instantes hasta asegurarse de que se habían ido, y abrió la puerta de la gran biblioteca.

Los plateados y rojizos rayos lunares se vertían por los ventanucos, sin acertar a iluminar las ordenadas estanterías que contenían millares de libros encuadernados ni los nichos abiertos en los muros donde se apilaban valiosos pergaminos. Su brillo se concentraba en una mesa, cuya superficie yacía enterrada bajo un montículo de papeles. Una agotada vela ardía en el centro de la tabla, junto a un volumen azul cobalto que recibía en sus páginas de color marfil el influjo de las lunas. Otros tomos similares se hallaban esparcidos por el suelo.

Astinus frunció el ceño al estudiar su entorno. Unas franjas negras festoneaban los muros, mientras que el olor a azufre y fuego conservaba aún toda su intensidad en los fragmentos de papel que revoloteaban por el aire, cayendo cual hojas muertas en una tormenta otoñal sobre un cuerpo postrado e inmóvil.

Una vez hubo entrado en la estancia, el cronista cerró la puerta con pestillo antes de acercarse a la inerte figura sorteando los pergaminos que yacían diseminados por todos los rincones. Nada dijo, ni tampoco se encorvó para ayudar al joven mago. Se detuvo junto a él y lo contempló en actitud reflexiva.

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