No obstante, ahora debía actuar con mucha más cautela que antes y ya no podía hacer ostentación de su influencia, pero sobre todo debía procurar por todos los medios que su amante no acabara encontrándose a gusto con su mujer. En el peor de los casos, tendría que deshacerse de Ermengilda mediante una rápida puñalada.
Sumido en sus pensamientos, Hildiger no se percató de que se encontraba ante Roland hasta el momento que este le dirigió la palabra.
—El rey tiene un encargo para ti. Cabalgarás a Asturias y le recordarás al rey Silo su alianza con el rey Carlos. Le dirás que lo aguardamos a él y a su leva en Zaragoza y le informarás que será mejor para él que acuda, y provisto de una cantidad suficiente de víveres. Puedes decirle al astur que, a las buenas, nuestro rey es muy magnánimo, pero que si se enfada, a Silo le costará la corona.
Hildiger clavó la mirada en el prefecto de Cenomania y se preguntó si Roland pretendía enviarlo a una misión suicida, puesto que indudablemente Silo no era alguien a quien uno podía dirigirse de manera semejante. Si le llevaba dicho mensaje, era posible que el astur lo encerrara en un calabozo o incluso lo hiciera ejecutar.
La expresión de Hildiger revelaba sus dudas y provocó una mueca desdeñosa en Roland, a quien le resultaba indiferente lo que dos hombres hicieran entre ellos: para él lo único que contaba era que demostraran su destreza y valentía como soldados. Pero el propio Eward era un pusilánime que había escogido un amante aún más cobarde que él.
—¡Espero que hayas comprendido lo que he dicho! Para que Silo comprenda que hablamos en serio, el rey Carlos te hará acompañar por quinientos guerreros. Supongo que bastarán para proteger tu valioso pellejo. Konrad de Birkenhof cabalgó a Asturias con menos de treinta hombres y regresó sano y salvo —dijo Roland en un tono que rezumaba ironía, pero Hildiger ni siquiera se ofendió, puesto que lo único que le importaba en ese momento era que lo acompañara un pequeño ejército.
Desde luego, dejar a Eward solo en esa fase tan delicada no entraba en sus planes, pero negarse a ir a Asturias suponía ofrecerle a Carlos la oportunidad de degradarlo a esclavo por desobedecer o incluso hacerlo ajusticiar, en cuyo caso Eward ya no podría ayudarle. Así que no le quedó más remedio que confiar en la lealtad de su amante mientras él aprovechaba la oportunidad para demostrar su valía al rey.
Hizo una reverencia ante Roland y se esforzó por hablar en tono amable.
—Cabalgaré a Asturias, prefecto, y regresaré con las huestes del rey Silo, junto con las cuales derrotaremos a los sarracenos.
Roland lo miró de arriba abajo.
—Los francos acabaremos con los sarracenos sin ayuda de nadie. Solo hemos de impedir que Silo nos ataque por la espalda y se apodere de las tierras que pretendemos quedarnos. ¡Y ahora vete! Tengo cosas que hacer.
Hildiger se tragó la cólera causada por la descortés despedida y abandonó la tienda en silencio. Poco después, cuando quiso reunirse con Eward para despedirse de él, varios guerreros de la guardia real le cerraron el paso.
—Los caballos se encuentran en otra dirección, Hildiger. Has de encaminarte hacia allí. ¡Date prisa, que tu escolta ya te aguarda!
Hildiger apretó los labios y se tragó una segunda maldición. Mientras se dirigía con expresión iracunda hacia el lugar donde los guerreros de su grupo ya habían montado, se juró a sí mismo que se vengaría de Roland por el trato que le había dispensado.
Pese a lo que Ermengilda había temido, la orden de servirla supuso una liberación para Maite. Ya no soportaba más a las otras muchachas vasconas, sobre todo porque en compañía de ellas había descubierto lo que suponía el aburrimiento. Cuando apareció en la tienda de Eward cargando con sus escasas pertenencias, se encontró con una Ermengilda silenciosa y deprimida.
Sin embargo, al verla, la joven astur procuró sonreír.
—Me alegro de que hayas accedido a venir conmigo, Maite. Espero que no te hayas enfadado por haberte propuesto como mi criada. No lo hice por maldad, sino… —vaciló, al tiempo que le dirigía una mirada triste— porque eres la única persona en la que puedo confiar.
Esas palabras sinceras conmovieron a Maite. Si bien en el fondo ambas eran enemigas, el destino las había convertido en prisioneras de los francos; a Ermengilda a través del matrimonio y a la vascona como rehén. En realidad, su situación era mejor, porque podía albergar la esperanza de que pronto recuperaría la libertad, pero a Ermengilda la habían atado a Eward con cadenas más fuertes que el hierro.
—Te echaré una mano con mucho gusto, más que nada para no tener que soportar las estupideces que no paran de soltar esas. —Maite miró en derredor para comprobar si había algo que hacer y vio un arcón abierto lleno de ropa. Ermengilda lo señaló.
—Me dijeron que hoy darían la orden de abandonar Pamplona. El rey quiere dirigirse al sur y someter todas las tierras de aquí al Ebro. Puede que el ejército incluso marche hasta Zaragoza, así que hemos de hacer el equipaje y prepararnos para la partida. El arcón ya contiene algunos de mis vestidos y también las telas para confeccionar los tuyos. Ello nos mantendrá ocupadas durante la marcha.
Maite se sorprendió al comprobar que Ermengilda parecía alegrarse de que por fin siguieran viaje, pero ignoraba el motivo.
La astur no quería decirle que esperaba que durante el itinerario Eward la dejara tranquila. Como su primera experiencia con él había resultado dolorosa, no tenía ninguna prisa por regresar a su lecho.
Maite la hubiese comprendido, puesto que ya se había formado una opinión sobre Eward: en comparación con Philibert y Konrad, era un individuo lamentable con quien se alegraba de no tener nada que ver.
Ambas se arrodillaron junto al arcón y Maite la ayudó a elegir los vestidos que quería llevar consigo. Ermengilda le regaló dos de ellos, que aún estaban en bastante buen estado. Maite los acortaría y ensancharía la cintura y las caderas con la tela sobrante. Pese a ello, estaba convencida de que nunca había poseído vestidos tan bonitos como esos.
Todo ello le suscitó el amargo recuerdo de los años vividos en la casa de Okin. Aunque no tenía ningún derecho a hacerlo, su tío no solo la había despojado de todos los bienes de su padre sino que, junto con su tía, había procurado que solo llevara túnicas de las más sencillas, como si fuera la hija de unos menesterosos. Antes eso no la había molestado, pero en ese momento, al admirar los vestidos de Ermengilda, la ira por el hombre que se aprovechó de la muerte de su padre y le arrebató a ella todos sus derechos aumentó de manera considerable. Debido al trato que le habían dispensado Okin y Estinne, ella no pudo llevar la vida de una joven despreocupada entre sus compañeras. Cuando regresó del castillo de Rodrigo, ambos la mantuvieron alejada de otros niños y así la convirtieron en una extraña en su propia tribu. Ahora debía alegrarse de que Ermengilda se ocupara de ella, aunque de pronto tuviera que ser su criada.
Sonrió a la astur y señaló uno de los vestidos.
—Creo que con ese estarías muy bonita.
—Preferiría ser tan fea como la noche —contestó Ermengilda en voz baja.
—Pues serías la única mujer del mundo en desear eso —dijo Maite, sacudiendo la cabeza.
Ermengilda se puso de pie con un movimiento ágil.
—Si fuera fea, no entristecería a dos hombres valientes que me aprecian de verdad.
—Todos los hombres son iguales —respondió Maite sin conceder la menor importancia al asunto—. Puedes escoger a diez de ellos y ninguno tendrá dos dedos de frente. En cambio a las chicas no nos queda más remedio que aguantarnos. A veces tienes un poco de suerte, pero eso casi nunca ocurre.
—Veo que hablas como si estuvieras al cabo de la calle… dime, ¿cuántas veces te has casado para saberlo todo? —preguntó Ermengilda.
El reproche divirtió a Maite.
—Ni una sola, claro está. Pero solo he de contemplar a los hombres que se cruzan en mi camino: si pudiera, los vendería a todos por un denario.
—Yo me conformaría con vender a uno solo, pero eso es precisamente lo que no puedo hacer. Únicamente me queda aguantar lo que el destino me ha deparado.
Ermengilda suspiró y cerró el arcón; como aún había algunos vestidos y los paquetes de tela de Maite encima de la cama, indicó la entrada de la tienda.
—Tendremos que conseguir otro arcón para guardarlo todo.
—¿Por qué no coges uno de tu esposo? Santo Cielo, ese hombre parece viajar con toda la casa a cuestas —exclamó Maite, contemplando los numerosos arcones apilados al otro lado de la tienda. Eran al menos media docena y en cada uno el de Ermengilda habría cabido tres veces.
—¡No quiero nada de mi marido! —replicó la astur con sequedad.
—El rey no opina lo mismo. —Las dos mujeres no habían notado la presencia de Eward en la tienda. Parecía tenso y miraba fijamente a Ermengilda, como si fuera un demonio enviado para torturarlo. Indicó la entrada de la tienda y dijo—: Puedes marcharte, esclava. ¡He de estar a solas con mi mujer!
—¡No soy una esclava! —soltó Maite, indignada.
Notó que Ermengilda palidecía y se dijo que Dios había unido a dos personas absolutamente incompatibles, pero como ello no la incumbía, abandonó la tienda sin dignarse mirar a Eward. Una vez fuera metió prisa a los mozos para que le consiguieran otro arcón y también les dijo que se encargaran de disponer un carro para ella y Ermengilda, porque no tenía ganas de ir a Zaragoza andando.
En el interior de la tienda, Eward se dirigió a Ermengilda sin disimular su repugnancia.
—¡Desnúdate! El rey desea que te monte de manera regular. Dios quiera que pronto te quedes embarazada.
—… así tú no tendrás que seguir jugando al semental y a la yegua conmigo —añadió Ermengilda—. Pues para que lo sepas: no eres el único que alberga dicha esperanza.
El ejército estaba en marcha. Las huestes de Roland volvían a ocupar la vanguardia, pero esta vez no se habían adelantado tanto como durante el avance sobre Pamplona. Eward habría preferido dejar a Ermengilda en la retaguardia o, como mínimo, con el ejército principal, pero el rey Carlos se había mostrado inflexible: la pareja debía permanecer junta y cumplir con sus obligaciones matrimoniales a diario.
Carlos encargó al prefecto que velara por que Eward cumpliera con dicha orden y a Roland parecía hacerle gracia recordárselo cada noche. Si Hildiger hubiera estado con él, Eward se habría rebelado, pero dadas las circunstancias, se rindió ante su destino. Aunque mantener relaciones con ella no le producía ningún placer, tampoco le inspiraba tanta repugnancia como al principio.
Ermengilda también se había acostumbrado a que su esposo la visitara todas las noches. Como ya no le causaba dolor, soportaba la coyunda sin protestar y se aferraba a la esperanza de quedar en estado con rapidez. De vez en cuando, sentada junto a Maite en el carro arrastrado por bueyes dispuesto para transportarlas, se estremecía al pensar lo mucho que había tardado su madre en quedar embarazada.
Maite no se dejó afectar por la desesperación de Ermengilda, porque disfrutaba del hecho de volver a tener con quien hablar. Cumpliendo con las órdenes de Carlos, el conde Eneko le había proporcionado varios de sus guerreros a Roland y dado que los jóvenes vascones no sentían simpatía por los francos, preferían conversar con ella, a la que aún consideraban la osada hija del célebre jefe Íker, la que incluso le había escupido a la cara al conde Rodrigo; así que rodeada de esos muchachos, Maite volvía a sentirse como una vascona cabal y soñaba con que algún día ocuparía el lugar que le correspondía por sus orígenes.
Los francos ignoraban a Maite. Los únicos que le dirigían la palabra eran Philibert y Konrad, a quienes tras la sentencia terminante del rey Carlos, Eward solía invitar a su tienda con otros miembros de su séquito; pero Maite sabía que solo se interesaban por las noticias sobre Ermengilda.
La bella astur era el motivo por el cual ambos estaban tan dispuestos a acudir a la tienda de Eward. Aunque no podían decir ni hacer nada que pudiera ofender su honor, procuraban transmitir a Ermengilda que siempre podía contar con el apoyo de ambos.
También conocieron mejor a Eward y pronto se dieron cuenta de que, tras su fachada arrogante, se ocultaba una persona débil y temerosa. Konrad opinaba que el pariente de Carlos habría sido un buen monaguillo, pero como comandante de guerreros dejaba mucho que desear, y la idea de que ese pelele pudiera considerarse el dueño de la mujer que él y Philibert adoraban les amargaba la existencia a ambos. Ansiaban entrar en combate contra los sarracenos y en su fuero interno, ambos deseaban que Eward sucumbiera en la batalla.
Sin embargo, al principio de la marcha no parecía que el enfrentamiento fuera a producirse pronto. Es verdad que no dejaban de avistar jinetes sarracenos, pero cada vez que Roland ordenaba a una patrulla que los persiguiera, aquellos espoleaban sus cabalgaduras y desaparecían con tanta rapidez que los pesados sementales de los francos no lograban nunca darles alcance.
También aquel día solo pudieron clavar la vista en las ondeantes colas de los caballos sarracenos mientras que los suyos ya tenían los belfos cubiertos de espuma. El semental de Konrad respiraba agitadamente, así que lo refrenó y alzó la mano indicando a los demás jinetes que abandonaran la persecución.
—Así no iremos a ninguna parte, caballeros. Los corceles de los sarracenos son demasiado veloces para nosotros.
—… y nosotros llevamos armaduras demasiado pesadas —añadió Philibert, quien entre tanto volvía a estar en pie—. Puede que suponga una ventaja en la batalla, pero no durante semejante persecución.
Konrad le sonrió.
—A lo mejor logramos atrapar a esos bellacos… ¡tengo una idea!
Philibert puso los ojos en blanco.
—¡Tú y tus ideas!
—Déjate sorprender —dijo Konrad y se dirigió a Rado quien, a juzgar por su expresión, había adivinado lo que tramaba su comandante—. ¿Cuántas yeguas sarracenas llevamos con nosotros?
—Unas treinta, y permíteme que te diga que todas rebosan energía.
Konrad examinó a sus hombres y escogió a los más ligeros de entre ellos.
—Tendremos que renunciar a las cotas de malla y los escudos. Si procedemos con tiento, lograremos sorprender al enemigo.
—Y si no, acabaremos en la perola del diablo —contestó Philibert, riendo—. ¡Esto resultará divertido, pardiez, cuenta conmigo!