La Rosa de Asturias (45 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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—¿Crees que esos bellacos seguirán tan confiados cuando llegue el rey con su ejército? —preguntó Konrad dirigiéndose a Philibert que, haciendo caso omiso de su brazo herido, cabalgaba a su lado. Este echó un vistazo a la ciudad y se encogió de hombros.

—Hasta ahora, el rey Carlos ha sometido a todos sus enemigos. ¿Por qué no habría de ocurrir lo mismo aquí?

—Que Dios nuestro Señor te dé la razón. No quisiera haber viajado tanto trecho solo para regresar a casa como un perro apaleado, con el rabo entre las piernas.

Konrad azuzó a la yegua chasqueando la lengua, sin dejar de pensar en su semental enfermo, que quizás habría muerto antes de su regreso.

Para no sumirse en la melancolía dirigió la mirada al noroeste y, esperanzado, clavó la vista en la nube de polvo que levantaba el ejército del rey Carlos.

«Philibert tiene razón —pensó—. Hasta ahora, el rey ha ganado todas las batallas, así que también aquí saldrá victorioso. Quizá ni siquiera lleguemos a entrar en combate si, al igual que Pamplona, Zaragoza le abre las puertas tal como prometió Solimán
el Árabe

SÉPTIMA PARTE

Roncesvalles

1

El rey contempló la ciudad como si quisiera derribar las murallas a fuerza de voluntad. Los hombres que lo rodeaban permanecían inmóviles cual estatuas. Los francos se mostraban muy confiados, mientras que Solimán
el Árabe
parecía querer encontrarse en cualquier otro lugar menos allí: su rostro expresaba el pánico que sentía y había adoptado un matiz grisáceo.

Konrad comprendía los sentimientos de aquel hombre, que en Paderborn había jurado una y mil veces que la ciudad les abriría las puertas. Sin embargo, sus juramentos habían resultado completamente falsos, puesto que a diferencia de lo afirmado, Solimán no logró convencer a los que mandaban en Zaragoza de que les franquearan la entrada y se unieran a los francos.

Durante el último intento de entablar negociaciones, el rey hizo acompañar al sarraceno hasta la puerta de la ciudad bajo una estrecha vigilancia. El comandante de la ciudad, que según palabras de Solimán se llamaba Yussuf Ibn al Qasi, ni siquiera había prestado oído a sus palabras, sino que ordenó a sus arqueros que le dispararan a él y a los emisarios de los francos.

Tres hombres sufrieron heridas, entre ellos Philibert, quien parecía atraer las flechas enemigas como un imán. El desdichado guerrero se encontraba tendido junto a Eward en la tienda de este, al cuidado de Ermengilda y Maite. Konrad, que observaba la tarea samaritana de ambas mujeres con cien ojos, se descubrió deseando haber sufrido alguna herida, para así disfrutar él también del suave roce de las manos de la astur. Anhelaba su proximidad y su consuelo, que le habría aligerado el dolor por la muerte de su fiel caballo, el mismo que lo había llevado desde su hogar hasta esta tierra lejana donde había muerto.

Apartó esa idea con energía. Al fin y al cabo, él respondía con su cabeza de que Solimán
el Árabe
no se escabullera entre los matorrales. Así que cuando advirtió que el sarraceno procuraba alejarse del grupo, lo siguió.

—¡Ni se te ocurra escapar, infiel! —Y al ver que Solimán no se detenía inmediatamente, lo agarró del brazo.

El sarraceno no se defendió, sino que lanzó una mirada desesperada a Zaragoza.

—No lo comprendo —musitó con labios pálidos—. ¡Todos queríamos librarnos del yugo de los malditos omeyas! Con ese fin, mis amigos y yo habíamos acordado aliarnos con el rey Carlos. ¡Y uno de ellos también era Yussuf Ibn al Qasi! No comprendo por qué se ha sometido a Abderramán. ¡Que Alá deje que se pudran en lo más profundo de la
dschehenna
!

Konrad comprendió que el sarraceno se enfrentaba al fracaso de sus planes y sus sueños. Cuando emprendió camino para negociar con el rey Carlos, el hombre lo hizo de acuerdo con la mayoría de los príncipes sarracenos del norte, pero ahora que Carlos había llegado a España, la única ciudad que abrió sus puertas a los francos fue Gerona. Los habitantes de las otras ciudades se habían atrincherado tras las sólidas murallas y allí, ante Zaragoza, tampoco parecía que el dorado estandarte de Carlos fuera a ondear por encima de las almenas resustituyendo a las banderas sarracenas.

De pronto el rey entró en movimiento.

—¡Condenados sean los infieles! ¡Para abrir una brecha en estas murallas serían necesarias las trompetas de Jericó!

Roland se acercó a Carlos ardiendo de ira.

—¡Ordena que ataquen la ciudad! ¡Nuestros valientes soldados superarán esas murallas!

—Tal vez, si fueran como arañas capaces de encaramarse a ellas. Pero no dejaré que se desangren inútilmente ante esta fortaleza. Tampoco podemos sitiar la ciudad y reducir a sus habitantes por el hambre: no disponemos de suficientes provisiones ni de tiempo.

—¿Que no disponemos de tiempo? —dijo Roland, desconcertado—. ¿Qué ha sucedido?

El rey indicó a los demás que se retiraran y se dirigió a Roland en voz baja.

—Me han informado de que los sajones se están armando. Contratan soldados en Dinamarca… y pagan con dinero sarraceno.

El prefecto dio un respingo como si hubiera recibido un latigazo, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, el rey lo mandó callar.

—Por ahora nadie debe saberlo. Primero he de encontrar una solución que no suponga nuestra perdición.

Roland comprendía la preocupación de Carlos. Miles de guerreros habían abandonado su hogar por orden del rey para luchar por él en tierras extranjeras. Si descubrían que en el otro extremo del reino amenazaba con estallar la guerra y que sus familias podían acabar despedazadas por sajones amotinados, la cohesión del ejército corría peligro. Pero si los guerreros decidían regresar a su tierra natal por cuenta propia, el rey ya no tendría oportunidad de conseguir sus propósitos en España. Además, ese ejército le resultaba necesario para luchar contra los sajones. Convocar una nueva leva llevaría muchos meses y ofrecería a los pueblos rebeldes de la frontera noroccidental la posibilidad de asolar cientos de millas del reino.

Para colmo de males, existía aún otro peligro. Muchos hombres habían acudido al llamado de la leva porque esperaban obtener un cuantioso botín. Si este no se producía, la decepción podría hacer que se enfrentaran a sus comandantes y ello minaría el poder de Carlos y provocaría insurrecciones en algunas regiones. Los gascones y los aquitanos no desaprovecharían la oportunidad, así como tampoco los bávaros y los longobardos.

Roland se alegró de no encontrarse en el pellejo de su primo. Si Carlos tomaba una decisión errónea, ello podría significar el fin de su reino.

—¡Traedme al sarraceno! —La voz del monarca no presagiaba nada bueno para Solimán, que se retorcía entre las manos de Konrad y no osaba mirar al rey a la cara.

Carlos lo contempló como si fuera un gusano asqueroso.

—Me prometiste que Zaragoza, Barcelona y las demás ciudades me abrirían las puertas, y que numerosas vírgenes me darían la bienvenida con flores. Ahora veo que tus vírgenes llevan armaduras de hierro, sus flores tienen puntas afiladas y más que amable, su bienvenida resulta ruda.

—Ignoro qué ha podido suceder. Cuando emprendí camino para reunirme contigo, todos los valís del norte estaban dispuestos a someterse a ti.

—¿Y qué les ha hecho cambiar de opinión?

El sarraceno se encogió de hombros.

—No lo sé. Para averiguar algo más, debería hablar con algunos de mis amigos. Si me lo permites, partiré e iré en su búsqueda…

—… ¡sí, para que no regreses nunca! —Carlos le pegó un manotazo—. Ni siquiera la ciudad que supuestamente gobiernas me ha abierto sus puertas. ¿De verdad crees que volveré a confiar en ti?

—¡Cabalguemos a Barcelona! Verás que allí los hombres obedecerán mis órdenes.

Solimán se aferraba a esa esperanza, pero Carlos ya había tomado una decisión. Marchar hasta Barcelona supondría perder unas valiosas semanas durante las que los sajones podrían llevar el fragor de la guerra hasta las regiones orientales de su reino, aparte de suponer una aventura de resultado incierto.

Las provisiones apenas bastaban para alimentar al ejército. Incluso antes de llegar a Barcelona ya habrían consumido los últimos cereales y dependerían de la ayuda de la gente de Solimán. Si esta no se la proporcionaba, se vería obligado a conducir unas huestes exhaustas y hambrientas hacia el norte, permanentemente diezmadas y desmoralizadas debido a los ataques de los arqueros sarracenos.

Carlos se volvió hacia Roland con gesto enérgico.

—¡Reúne a todo el ejército! Quiero hablar con los hombres.

Roland asintió, pese a que el temor ante lo que podía depararles el futuro le cortaba el aliento. Si se hubiese tratado de enfrentarse a un enemigo superior, habría confiado en la fuerza de su espada, pero en esa situación se sentía tan indefenso como un niño pequeño. Angustiado, se preguntó qué podía hacer Carlos para conservar la lealtad de sus hombres cuando, por primera vez en muchos años, estos emprendieran el regreso sin haber cobrado un botín.

2

El ejército que se había reunido ante las murallas ofrecía un aspecto tan impresionante que Konrad se preguntó cómo era posible que el coraje de todos esos hombres no bastara para conquistar una ciudad como Zaragoza. Aunque Rado, quien había participado en el asedio de Pavia, le contó que se habían visto obligados a sitiar la capital de los longobardos durante meses hasta que las provisiones de la ciudad empezaron a escasear, frente al ejército acampado ante sus puertas los sarracenos de Zaragoza no parecían invencibles, pero en los alrededores de la ciudad no había víveres, así que los francos morirían de hambre antes de poder abrir una brecha en las murallas.

La llegada del rey interrumpió sus cavilaciones. Carlos, ataviado con una túnica roja y una capa oscura, montaba su caballo predilecto. Lucía la corona, símbolo de su poder, y en la izquierda portaba su estandarte con las llamas doradas que lo había precedido en numerosas victorias. De vez en cuando refrenaba su corcel para intercambiar unas palabras con los hombres que conocía.

La tensión aumentó cuando condujo su montura hasta lo alto de una pequeña colina y durante unos momentos se produjo un silencio absoluto, como si ni las aves osaran respirar.

Carlos deslizó la mirada por encima de los hombres; sus rasgos se tensaron cuando alzó el estandarte y lo agitó en círculo. Luego lo clavó en el suelo con ímpetu, desenvainó la espada y la levantó hasta que resplandeció al sol.

—¡Hombres! —exclamó en un tono un tanto agudo para un hombre tan robusto, pero que llegó hasta las últimas filas—. Os he conducido a España, guerreros míos, porque ese hombre —dijo, señalando a Solimán
el Árabe
, a quien los guardias de corps de Carlos arrastraron hasta la cima—, juró que esta ciudad y las demás poblaciones del norte de España nos abrirían las puertas y nos darían la bienvenida.

»Fui un necio al dar crédito a esos juramentos, ¡y ahora estoy aquí con las manos vacías! Os he conducido lejos del hogar y apenas dispongo de pan suficiente para alimentaros, por no hablar ya de recompensaros por vuestra lealtad.

Carlos guardó silencio un instante, como si aguardara la reacción del ejército ante sus palabras.

Un hombre dio un paso adelante y alzó el puño.

—¡Ataquemos, rey Carlos! Conquistaremos esa ciudad para ti.

—¡Sí, eso haremos! —gritaron los demás. Otros se unieron al vocerío y golpearon los escudos con sus espadas y sus lanzas.

Durante un rato el monarca los dejó hacer, pero luego alzó la mano pidiendo silencio.

—¡Amigos míos! Nada me complacería más que satisfacer vuestro deseo, pero nuestro problema no es esta ciudad sarracena: que caiga o deje de hacerlo carece de relevancia para nuestro reino. Pero ese no es el caso con respecto a los sajones. Ellos también juraron mantener la paz que acordé con ellos, pero el juramento de un sajón vale tanto como el de un sarraceno: ¡una cagarruta! Os he conducido a estas tierras porque creí en los juramentos de los sajones, pero en cuanto nos encontramos en el extranjero, esos perjuros afilaron sus espadas y atacaron nuestras aldeas.

»Sé que gracias a vuestro valor inquebrantable seríais capaces de someter a esta ciudad, pero el precio serían aldeas en llamas y niños y mujeres asesinadas en la región oriental de nuestro reino. Me declaro culpable, francos, de haber cometido un error confiando en las promesas de este sarraceno y en las de los sajones.

—Vos no tenéis la culpa, rey Carlos, sino todos esos perros traidores —gritó el comandante de una leva que procedía de la frontera sajona, y varios se sumaron a él.

—¡Os seguiremos, oh soberano, a donde nos conduzcáis!

—¡Muerte a los sarracenos y a los sajones!

Esa vez los hombres gritaron en voz más alta que antes y golpearon sus escudos con tanta violencia que las murallas de Zaragoza devolvieron el eco. Konrad sintió una admiración sin límites por el rey, quien había reconocido un error fatal ante su gente y, pese a ello, lo vitoreaban.

Carlos les dio tiempo para que expresaran su opinión y solo volvió a tomar la palabra cuando empezaron a tranquilizarse.

—Francos: abandonaremos estas tierras en las que los amigos de ayer se han convertido en enemigos y regresaremos a la patria, a Franconia, donde las muchachas os recibirán con flores y con pan…

—… y con vino —lo interrumpió uno de los guerreros.

Carlos sonrió.

—… y con vino, amigos míos. Una vez que hayamos recuperado fuerzas, avanzaremos hasta Sajonia y haremos pagar a ese pueblo por su traición.

—¡Muerte a los sajones! —vociferaron mil gargantas.

—¡Muerte a todos los traidores! —contestó Carlos, y condujo su corcel hacia un lado.

Varios escuderos arrastraron un tronco de árbol y lo clavaron en la cima de la colina. Ante una señal del rey, arrancaron las vestiduras a Solimán Ibn al Arabi y lo ataron al tronco.

Carlos lo señaló con la punta de la espada.

—Ese hombre casi nos llevó a la perdición con sus falsas promesas. Ahora pagará por su traición.

—¡Sé misericordioso, oh rey, tú que eres el soberano más poderoso del mundo! El culpable de lo acontecido no soy yo, sino el destino. Déjame vivir y pondré las llaves de Barcelona a tus pies, además de entregarte arcones llenos de oro y plata y cien bellas doncellas que aún no han yacido con ningún hombre. Yo…

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