Se dirigió a los sarracenos con gesto decidido.
—Este franco todavía está vivo. ¡Atadlo! ¡Lo quiero como esclavo!
Sus compatriotas no habrían obedecido dicha orden, porque degollaban a todos los francos que aún respiraban, incluso a los que ya no podían seguir luchando o estaban dispuestos a rendirse. En cambio los sarracenos estaban acostumbrados a tomar a las personas como botín.
Fadl se limitó a asentir con la cabeza y observó cómo sus hombres le quitaban la cota de malla a Konrad, le arrancaban las ropas y lo maniataban. Entonces sonrió.
—Me alegro mucho de que este franco siga vivo. A juzgar por su cota de malla, debe de ser el hombre que asesinó a mi hermano Abdul. ¡Le haré pagar por ello con cien muertes, lo juro por Alá!
Al advertir el rencor que entrañaban sus palabras, Maite comprendió que jamás le entregaría Konrad. Quizás habría sido mejor que lo hubiese matado de un hondazo. Pero después se dijo que acababa de salvarle la vida y que así había saldado la deuda que tenía con él. Lo que ocurriera después ya no dependía de ella.
En algunos lugares del desfiladero la lucha aún continuaba. Eginhard von Metz y sus hombres atacaron los parapetos que los vascones habían instalado en la salida. Los bien apostados arqueros sarracenos y los guerreros que, con las ondas o con las manos desnudas, lanzaban piedras sobre los francos causaron un baño de sangre. Cuando Eginhard comprendió que sus hombres no tenían la menor oportunidad de superar el obstáculo, mandó emprender la retirada con la esperanza de alcanzar la salida sur del desfiladero. Pero tras solo unos cientos de pasos se toparon con las fuerzas de Anselm von Worringen, cuyo comandante yacía en el suelo derribado por una flecha mora, al igual que la mayoría de sus hombres. Eginhard gritó a los supervivientes que se unieran a su grupo y luchó por abrirse paso hacia el sur.
A poca distancia de ellos, pero ocultos tras varias curvas del desfiladero, los hombres de Eward formaban un círculo en torno a su comandante e Hildiger. Si bien era cierto que los dos sostenían la espada en la mano, el terror los había paralizado: no la habían blandido ni una sola vez. Los rostros de los hombres que los rodeaban expresaban tanto su desprecio por la cobardía y la incapacidad de ambos como la convicción de que se enfrentaban a su final.
A medida que sus filas resultaban diezmadas, uno de ellos se volvió hacia Eward e Hildiger.
—¡Es hora de que ocupéis el puesto de los caídos! ¿O acaso queréis morir sin honor?
Hildiger dio un paso adelante, pero retrocedió de inmediato cuando más enemigos atacaron al grupo.
Mientras tanto, Eward mantenía la vista clavada en el suelo, acusando en voz baja a los hombres a quienes culpaba de su destino.
—Roland no debería de haber dejado a Eneko y sus hombres en Pamplona, tendría que habérselos llevado consigo. ¡Y Carlos me ha traicionado! ¿Por qué me prohibió que abandonara esta horrorosa España con sus tropas?
Uno de sus guerreros, que había escuchado sus lloriqueos, escupió a sus pies.
—¡Maldito cobarde! —exclamó, alzando la espada y arremetiendo contra los enemigos con el fin de morir con honor en una lucha cuerpo a cuerpo. Los demás lo siguieron y encontraron la muerte casi de inmediato. Entonces Eward e Hildiger se encontraron solos frente al enemigo.
Uno de los comandantes vascones señaló a Eward.
—Ese es pariente del rey. ¡Lo quiero con vida! ¡Matad al otro!
Sus palabras golpearon a Hildiger. ¿Así que él debía morir mientras que Eward, ese pelele, seguiría con vida? Pese a su intención a suplicar clemencia a los vascones, advirtió que sus rostros reflejaban la avidez de darle muerte. Lanzando un grito que expresaba toda su ira y su desilusión, se volvió y le clavó la espada a su amante. El semblante de Eward, en el que aún se mezclaban el amor y la pena por Hildiger, adoptó una expresión de sorpresa infantil que luego se apagó como una vela.
Cuando cuatro vascones se disponían a atravesarlo con sus lanzas, Hildiger no se defendió, sino que soltó la espada y cayó de rodillas.
Los atacantes se vieron obligados a pagar el mayor tributo de sangre allí donde Roland encabezaba a los francos. El prefecto estaba ciego de ira por haberse dejado atrapar en semejante trampa. Su larga espada no dejaba de caer sobre los enemigos y, cuando la retiraba, la sangre resbalaba por la hoja.
Pero ya no podía impedir el funesto final. Los hombres morían en torno a él y con cada oleada resultaba más difícil detener a los vascones.
—Carlos había cometido un error al arrasar las murallas de Pamplona. Debería haber reducido la ciudad a cenizas y haberse llevado a los habitantes a Franconia como esclavos —le dijo al hermano Turpín, que se afanaba entre los caídos moribundos para administrarles la extremaunción, durante una breve pausa en el combate.
—Las tribus de las montañas nos habrían atacado a pesar de todo —objetó su confesor.
Roland notó un golpe en el brazo y alzó la vista: una flecha se había clavado en su escudo.
—Al parecer, esos perros se han hartado de nuestras espadas y vuelven a intentarlo con las flechas, pero tampoco lograrán aterrorizarnos con ellas.
—¿Acaso todavía hay esperanza? —preguntó Turpín, perplejo.
—La verdad es que no. Pero muchos de estos perros habrán de morder el polvo antes de que caigamos —dijo Roland, mostrando los dientes como un lobo en busca de una presa. Entonces vio que un joven guerrero sacaba un cuerno de marfil decorado con delicadas tallas y se disponía a hacerlo sonar.
—¿Qué te propones? —preguntó en tono áspero.
—¡A lo mejor el rey lo oye y regresa para ayudarnos! —El muchacho temblaba y trató de hacer sonar el cuerno, pero no produjo ningún sonido.
Antes de que pudiera volver a intentarlo, Roland se lo arrebató.
—Eso es una insensatez. El rey nos lleva una delantera de varios días. Y aunque oyera nuestra llamada, llegaría demasiado tarde, así que déjalo marchar. Si el ejército vuelve atrás tardará todavía más en llegar hasta la frontera sajona y nuestros enemigos dispondrán de más tiempo para arrasar nuestra bella Franconia.
—Pero ¿y si los sarracenos y los vascones invaden el reino? —preguntó Turpín en tono preocupado.
—Entonces primero se toparán con los gascones y los aquitanos, y esos se merecen un escarmiento. ¡En cambio nosotros tenemos otras preocupaciones!
Con una carcajada furiosa, Roland señaló un grupo de vascones que remontaba el camino. Los guerreros enemigos reían y se burlaban de los francos muertos; algunos se inclinaban sobre los caídos para expoliarlos, otros buscaban armas.
Roland se colgó el cuerno del hombro, aferró su espada y se abalanzó sobre los vascones; sus bretones le pisaban los talones y, tras vacilar unos instantes, los francos ilesos echaron a correr tras él.
Hacía bastante tiempo que el joven Eneko y sus acompañantes habían pasado junto a francos muertos o heridos y habían rematado de un lanzazo a todos los que aún consideraban con vida. Según ellos, la batalla ya estaba ganada, pero de repente los últimos hombres de Roland se abalanzaron sobre ellos. La armadura de Roland chorreaba sangre y las flechas cubrían su escudo.
El primero que se encontró con el conde fue Asier. El guerrero de Askaiz logró detener el primer mandoble, pero el segundo se le clavó en la garganta.
Un instante después, Eneko se enfrentó al franco furibundo. El hijo del conde de Pamplona luchó con valor, pero contra semejante adversario no tenía la menor oportunidad, y la espada de Roland le atravesó el hombro hasta el corazón.
Zígor intentó vengar a su joven señor, pero tampoco él estaba a la altura del enfurecido prefecto. Sin embargo, en torno a Roland ya caían los últimos francos, por lo que algunos vascones lograron eludirlo.
Turpín se percató en el último instante.
—¡Cuidado! ¡Detrás de ti!
Roland se volvió como un gato furioso, blandió la espada y otro vascón cayó a tierra.
—¡No podemos con ese hombre uno por uno! ¡Hemos de atacarlo todos juntos! —gritó Danel a sus camaradas.
—¡Que las flechas de los sarracenos acaben con él!
Los hombres sentían espanto ante ese guerrero que parecía invencible. Aunque Danel los instó a atacar, optaron por la retirada y, perseguidos por Roland, desaparecieron como fantasmas entre los oscuros árboles del bosque.
El conde se detuvo y miró en derredor. A excepción de él, solo Turpín seguía con vida. Dado que debido a sus heridas le resultaba cada vez más difícil mantenerse en pie, regresó junto al monje y se sentó a su lado lanzando un gemido.
—Por lo visto, Carlos tendrá que acabar con los sajones sin nosotros. ¡Voto a bríos: prefiero no haber de presenciar su rabia cuando se entere de lo que ha ocurrido aquí! —exclamó, luchando por no perder el conocimiento—. Estoy muy cansado. Despiértame, hermano, cuando regresen los vascones.
El monje vio que las fuerzas del prefecto lo abandonaban, pero Roland no se durmió, sino que pegó un respingo, como quien despierta de una pesadilla.
—¡No se harán con mi espada! —exclamó. Se puso de pie haciendo un esfuerzo, cogió el arma con ambas manos y la golpeó contra una roca. Un sonido agudo resonó por el desfiladero, pero la espada no se partió y, presa de la cólera, Roland volvió a golpearla contra la roca. Entonces aparecieron mellas en la hoja y, tras volver a golpearla por tercera vez, esta se quebró como si fuera de cristal.
Rolando rio y arrojó la empuñadura a un lado. Uno de los sarracenos creyó que estaba indefenso y se lanzó sobre él alzando el arma. El prefecto cogió el cuerno de marfil y, al tiempo que esquivaba la acometida del sarraceno, le golpeó el casco con el cuerno. El hombre cayó de rodillas, aturdido, pero antes de que pudiera levantarse Roland le rompió el cuello.
Ese fue el último enemigo que Roland había de abatir, porque en ese instante aparecieron cada vez más sarracenos entre los árboles y alzaron sus arcos. Su armadura no resistió ante las flechas disparadas desde tan cerca. Roland notó los golpes en la espalda y, lentamente, se volvió hacia los sarracenos.
—¡Cobardes! —llegó a murmurar antes de desplomarse.
Turpín se apresuró a acercarse a él, pero ya no pudo hacer nada.
—¡Ya no tenéis de qué temer, está muerto! —gritó a los sarracenos y los vascones, que solo lentamente se atrevieron a aproximarse. Las lágrimas se derramaron por las mejillas del monje, así que no se percató que uno de los vascones se acercaba por la espalda para cercenarle la garganta.
En cuanto hubo caído el último franco, el júbilo estalló entre los atacantes. En ese momento, todas las disputas entre las distintas tribus cayeron en el olvido; sin embargo, en sus corazones aún ardía el odio hacia el enemigo que había sufrido una derrota tan humillante.
Danel recorría el desfiladero con una espada tomada como botín en la mano y mataba a todos los que aún respiraban. Pero ni siquiera la sangre que derramaba lograba apaciguar el dolor que sentía por la muerte de su hermano. Casi todos los vascones y gascones participaron en la cruenta tarea. Además de a sus amigos y parientes, los hombres de Iruñea querían vengar al joven Eneko y a Zígor, el hombre de confianza de su señor.
Durante la sangrienta actividad, Danel y sus compañeros llegaron hasta un carro tumbado de costado, bajo el cual surgían un par de piernas desnudas y peludas cuyos movimientos indicaban que alguien seguía con vida. Uno de los vascones encendió una antorcha y, riendo, se acercó al carro.
—¡Que el perro muera quemado! —exclamó, al tiempo que se disponía a prender fuego al carro. El franco vio la llama y soltó un alarido.
Entre tanto, Fadl Ibn al Nafzi había dado una vuelta alrededor del carro y ordenó al hombre de la antorcha que esperara.
—Está maniatado. Puede que sea uno de nuestros guerreros prisioneros. —Y acto seguido indicó a sus hombres que enderezaran el vehículo. Entonces vieron que no se trataba de un sarraceno, sino de un hombre rollizo de ensortijado cabello rubio.
—¡Es un franco! —Danel quiso arremeter, pero Fadl le arrebató el arma de un golpe.
—Los sarracenos no matamos a los prisioneros de nuestros enemigos. Quiero saber quién es ese cautivo. ¿Alguno de vosotros comprende su lengua?
Los vascones negaron con la cabeza; entonces un hombre vestido con las ropas de un mercader ambulante apareció entre los árboles y saludó a los sarracenos con aire sumiso, aunque en sus ojos brillaba la ironía.
—Perdonad, oh gran señor, pero pasaba por aquí por azar y oí tus palabras. Puedo hablar en la lengua de los francos, si os complace.
—Por aquí no pasa nadie al azar —gritó Danel, quien volvió a alzar la espada.
Fadl lo apartó con ademán irritado.
—¡Necio! Ese es Saíd, el mercader. Lo he mandado llamar para que nos compre una parte del botín.
—Así es, mi glorioso señor. —Saíd volvió a inclinarse y después contempló al hombre atado al carro—. ¿Quién eres? —Primero empleó el dialecto del oeste de Franconia y luego repitió la pregunta en el del este, puesto que al principio el hombre se limitó a observarlo con una mirada de espanto.
—Me llamo Ermo —graznó por fin.
—¿Y por qué estás maniatado?
—¡Lo hicieron porque soy un amigo de los sarracenos!
Saíd sabía que el prisionero mentía, pero dado que había sido maniatado por los suyos, se resistía a hacerlo matar. Además, quizá poseía información importante. Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del espía disfrazado de mercader.
—Desatadlo y tratadlo bien. Es un enemigo de nuestros enemigos; seguro que podrá contarnos cosas interesantes.
Los sarracenos conocían a Saíd y estaban al tanto de su influencia sobre Yussuf Ibn al Qasi, así que obedecieron. Los rostros de Danel y de los otros vascones expresaban la ira que los embargaba, pero como Fadl Ibn al Nafzi parecía estar de acuerdo con la decisión de Saíd, no se atrevieron a contradecirlo.
Ermo lanzó un suspiro de alivio. Durante todo el transcurso de la batalla había permanecido debajo del carro sin lograr desatarse. Con disimulado espanto contempló a sus compatriotas caídos, pero después soltó una carcajada burlona y lanzó un salivazo. Aquellos canallas habían considerado que no se merecía unas miserables monedas de plata como botín; ahora todos estaban muertos y él seguía con vida.
Poco después del inicio del ataque, Just se había ocultado bajo un carro derribado por una roca, aunque pronto se dio cuenta de que ese escondite lo protegía de las flechas, pero no así de los vascones que se lanzaban laderas abajo.