La Rosa de Asturias (55 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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«Los infieles pretenden ser recompensados por todo», se burló Fadl Ibn al Nafzi para sus adentros, pero disimuló su desprecio y se mostró amable y sosegado.

—El gran Abderramán se acordará de ti, amigo mío, y yo también te estoy agradecido. Aquella muchacha que luchaba junto a tus hombres me ha entregado a mi peor enemigo.

Cuando el bereber mencionó a su sobrina, Okin se puso alerta. Tal vez se presentaba la oportunidad de deshacerse de esa arpía obstinada de una vez por todas.

—Mi sobrina es una muchacha valiente y, a diferencia de Ermengilda, que ya ha sido la mujer de un franco, aún es virgen. ¿No crees, amigo Fadl, que ella también podría convertirse en una de las flores del harén del emir?

El bereber le lanzó una mirada dubitativa, pero después se volvió hacia Maite, que estaba sentada en el otro extremo del prado, y balanceó la cabeza. Si bien era verdad que la muchacha era bastante bonita, no se la podía comparar con Ermengilda. Por otra parte, era una mujer que pariría hijos magníficos, y dicha consideración hizo que reflexionara una vez más sobre su plan original.

—Puede que para el harén del emir, a quien Alá otorgue mil vírgenes hermosísimas, no sea la más indicada, pero estaría dispuesto a convertirla en una de mis mujeres.

Sus palabras sorprendieron a Okin, pero después se dijo que esa solución también le convenía. Maite no lograría escapar de un harén sarraceno y menos aún de la casa del temido bereber. Pero entonces recordó que había huido del castillo de Rodrigo. Esa mujer era resistente como una gata y hasta entonces siempre había logrado regresar.

—Estoy dispuesto a cederte la muchacha, amigo Fadl, pero mi sobrina es muy obstinada y aprecia su libertad. Tendrás que llevártela maniatada y más adelante deberás vigilarla para que no escape.

El miedo que rezumaban las palabras de Okin hizo sonreír al bereber. Eneko, que había oído la conversación, se inmiscuyó en ella en tono encendido.

—¡No puedes entregar a Maite como si fuera una vaca, Okin! La mitad de nuestros guerreros y todas las huestes de Lupus cogerían las armas si un sarraceno osara ponerle la mano encima. ¿Es que no oyes que vuelven a entonar canciones sobre su coraje?

«Eneko también teme a esa muchacha», pensó el bereber, y su deseo de poseer a Maite no hizo sino aumentar, porque a través de ella lograría ejercer presión sobre sus aliados vascones. Además, le seducía la idea de acostarse con una mujer que había matado guerreros con su propia mano. Durante unos instantes olvidó que era musulmán y un fiel seguidor de Abderramán. Volvía a sentirse como un guerrero bereber que entonaba canciones sobre Kahina, la reina de la tribu de los Dscharawa que había inflingido varias duras derrotas a los ejércitos del califa antes de caer a causa de una traición. Maite le recordaba esa mujer valiente y sería la madre de hijos fuertes.

—Tú me prometiste a la muchacha, así que encárgate de que me siga —le espetó a Okin.

Sin querer, el vascón se llevó la mano a la garganta, pero luego sonrió.

—Existe una posibilidad: que Maite se marche contigo ignorando que se convertirá en tu concubina.

—¿Y cómo puede hacerse eso?

—Conde —dijo, dirigiéndose a Eneko—, ¿no podríais ordenar a Maite que acompañe a Ermengilda hasta el harén del emir? A fin de cuentas, la astur era su prisionera, y además derrotó al franco que defendió a la Rosa de Asturias hasta el final.

—Si cunde la noticia de que he engañado a la hija de Íker, muchos de sus amigos me negarán la fidelidad —objetó Eneko.

Okin soltó una carcajada desdeñosa.

—Nadie lo sabrá. Afirmaremos que permaneció junto a Fadl Ibn al Nafzi, el gran guerrero y comandante, por su propia voluntad. Además existe otro motivo por el cual ha de ir con Abderramán: después de todo, es la encargada de entregarle como esclavo el hombre al que aturdió de un hondazo.

—¡El franco es mi esclavo y pagará por la muerte de mi hermano! —exclamó Fadl, dirigiendo una mirada amenazadora a Okin. Pero este sonrió, relajado.

—Sí, de acuerdo. Pero Maite ha de creer que tanto el franco como Ermengilda irán a parar a manos del emir.

Fadl Ibn al Nafzi cerró los ojos para aclararse las ideas y por fin asintió con la cabeza.

—¡Así se hará! Mañana por la mañana temprano partiré con mis hombres. ¡Para entonces todo ha de estar preparado!

—Lo estará, amigo mío.

En aquel momento, Okin sentía una satisfacción que no había experimentado desde la muerte de su cuñado. Puesto que el destino de Maite estaba sellado, podía considerarse el cabecilla indiscutido de su tribu y también el más influyente de los seguidores del conde Eneko.

2

Invadida por un presentimiento sombrío, Maite deambulaba a través del campamento iluminado por los últimos rayos del sol y miró en torno, pero no encontró un motivo que justificara su inquietud. En su mayoría, los hombres ya habían abandonado el lugar y la tranquilidad reinante resultaba casi perturbadora. Se detuvo junto al resto de los tres montones del botín y contempló los objetos de los que nadie se había querido apropiar. En cuanto se marchara el resto de los guerreros, los habitantes de las aldeas circundantes se harían con ellos. Durante rato mantuvo la vista clavada en los montones casi sin verlos, porque estaba cavilando qué hacer. Algunos gascones influyentes le ofrecieron que los acompañara a su patria; al igual que Lupus, su cabecilla, soñaban con liberar toda Aquitania y volver a establecer su propio principado.

Maite sabía que ello suponía seguir guerreando, y de momento estaba harta de luchar y derramar sangre. Así que quizá sería mejor regresar a Askaiz y retomar la vida que había llevado antes de la llegada del rey Carlos en España.

Al oír pasos, alzó la vista. Vio que su tío se acercaba a ella y su repentino interés la desconcertó. Desde que la convirtieran en rehén de los francos, no habían intercambiado ni una palabra.

Okin parecía tenso y cuando empezó a hablar su voz sonó como un graznido.

—He hablado con el conde Eneko. Se trata del obsequio para el emir. En realidad debería haberlo entregado el hijo mayor de Eneko, pero ha caído, y Ximun aún es demasiado joven para emprender semejante viaje. Por este motivo el conde desea que tú te encargues de esa tarea de gran responsabilidad. Entre todos quienes ayer lucharon a nuestro lado, tú eres la que tiene más derecho a hacerlo. ¡No te preocupes! Yo te acompañaré y te apoyaré en todo lo que pueda.

Okin había optado por dar dicho paso con el fin de evitar que Maite descubriera el complot antes de tiempo y huyera.

Maite estaba tan sorprendida que no prestó atención al tono de su voz. El camino hasta Córdoba era largo y pasarían meses antes de que ella regresara a Askaiz, pero de ese modo podía postergar un poco más la lucha por el poder en la tribu. Albergaba la esperanza de que a esas alturas ya no sentiría que estaba caminando a través de ríos de sangre. Y quizás Ermengilda se alegraría de ver una cara conocida durante dicho viaje; además se sentía reimpulsada a ayudar a Konrad de alguna manera. Por más que las posibilidades fueran escasas, no quería perder la oportunidad de hacerlo.

—¿Cuándo hemos de emprender la marcha? —preguntó.

Okin tuvo que esforzarse por disimular su alivio. Jamás había creído que Maite accedería a su propuesta con tanta rapidez.

—Fadl Ibn al Nafzi quiere partir poco después de la madrugada y escoltarnos hasta Córdoba con una parte de sus hombres. ¡Hace unos instantes, nos dijo a Eneko y a mí que garantizaría nuestra seguridad!

Eso último se le acababa de ocurrir para impedir que su sobrina desconfiara.

Pero Maite aún estaba demasiado afectada por el horror de la carnicería como para preguntarse por los motivos ocultos de su tío. Se limitó a asentir con la cabeza y echó un vistazo a Konrad, maniatado y tendido en el suelo sin poder moverse. Para él, el camino que emprendería al día siguiente suponía el inicio de una muerte prolongada, y Maite se arrepentía de haberlo metido en esa situación. Sus sufrimientos y su muerte le pesarían en la conciencia hasta el último día de su existencia.

Como Maite volvió a sumirse en sus pensamientos, Okin regresó junto a Eneko con un suspiro de alivio. Este permanecía sentado en una silla plegable, parte del botín franco, con la vista perdida. Al oír los pasos de Okin, se volvió hacia él.

—Dada nuestra situación actual, es mejor buscar aliados. Por ello he decidido enviarte con Abderramán. Si queremos sobrevivir a los años venideros, necesitamos el favor del emir. No me fío de Yussuf Ibn al Qasi ni de Fadl
el Bereber
. El primero podría intentar someternos por completo, y sospecho que Fadl Ibn al Nafzi quiere montar su propia prefectura a costa nuestra.

—¡Que Dios no lo permita! —exclamó Okin, palideciendo. Si Fadl se instalaba en la región situada entre el territorio dominado por los al Qasi junto a Zaragoza y los Pirineos, llevaría a Maite consigo y, como su marido, plantearía precisamente las exigencias que tanto temía Okin.

Eneko se dio cuenta de lo que preocupaba a su seguidor y tuvo que reír pese a la pena que sentía por la muerte de su hijo mayor.

—Ambos hemos de esperar que Fadl no elija la comarca situada al norte del Ebro como su futuro hogar, porque en ese caso no lograría mantener a Maite encerrada en su harén. A decir verdad, considero que la muchacha es demasiado diestra con la honda y el puñal; preferiría que no se acercara a mí.

—Una rápida puñalada nos preservaría de dicho peligro —sugirió Okin.

—¡Eres un necio! Deberías haberlo hecho hace años, pero fuiste demasiado cobarde —le espetó Eneko—. Hoy en día, cualquier hombre sospechoso de ser culpable de su muerte habrá de enfrentarse a las iras de sus seguidores. Tú mismo viste cómo idolatran los guerreros a la hija de Íker. Si algo le ocurriera debido a una orden mía, ya no podría confiar en mis propios hombres. ¡No, Okin! La mejor solución es conseguir que Maite desaparezca en un harén remoto. Una vez a buen recaudo, ya no podrá interponerse en nuestro camino.

3

Al día siguiente Fadl dio la orden de partir antes de la madrugada, así que, sin tomar el desayuno, Maite tuvo que montar en su pequeña yegua de color claro, la misma que había formado parte del botín sarraceno de Konrad. Fadl Ibn al Nafzi se había apropiado del animal y también de la yegua manchada de Konrad, que había sufrido una herida durante la batalla y cojeaba ligeramente.

Konrad se veía obligado a seguirlos andando, con las manos atadas a la espalda. Los sarracenos le habían sujetado el extremo de una cuerda al cuello y el otro a la silla de montar de Fadl. Para humillarlo por completo, el bereber mandó que le arrancaran toda la ropa, de forma que ni un harapo cubriera su desnudez.

Entonces le asestó dos latigazos, montó a caballo e indicó a sus hombres que lo siguieran. En general, los sarracenos solían avanzar a buen ritmo, pero en esa ocasión tuvieron que tener en cuenta a los vascones, que no eran buenos jinetes. Durante unos momentos, Fadl consideró la conveniencia de proporcionar una cabalgadura a Ermengilda, pero al final optó por instalarla en un carro cuyas lonas podían cerrarse: la mujer estaba destinada al emir y no quería ofenderlo permitiendo que todo el mundo pudiera contemplarla.

Dado que los mulos que arrastraban el carro decidían la velocidad de la caravana, pese a su estado lamentable, al principio Konrad logró mantenerse a la par sin correr el peligro de ser arrastrado por el caballo; sin embargo, las piedras afiladas del camino suponían un problema, puesto que no estaba acostumbrado a caminar descalzo. Sin embargo, era consciente de que el destino solo le estaba concediendo una pausa. Fadl Ibn al Nafzi era el hermano del hombre al que primero le había quitado los caballos y más adelante la vida cerca de Zaragoza. Prefería no pensar en los sufrimientos a los que lo sometería el sarraceno para vengar la muerte de Abdul, así que se concentró en seguir caminando.

Cuanto más avanzaba el día, tanto más el sol abrasaba su cuerpo desnudo y pronto el sudor le cubrió el rostro y la espalda, y su garganta se quedó dolorosamente seca.

Pero Fadl no mostró compasión. Cuando descansaron para abrevar a los caballos, dos hombres vigilaron al prisionero impidiendo que se acercara a la fuente. Los demás pudieron refrescarse y entregaron una jarra de agua y una copa a Ermengilda.

La astur bebió sin tomar conciencia de la realidad que la rodeaba. Solo se le aparecían imágenes de sangre y de muerte, y en sus oídos aún resonaban los alaridos casi inhumanos de los moribundos y los rugidos de los atacantes. Todo el cuerpo le temblaba y si durante unos instantes volvía en sí, comprendía que estaba a punto de perder la razón. Más de una vez llegó a desear sumirse en un estado de enajenación mental y poder volver a contemplar el mundo con el mismo asombro de una niña pequeña. Pero los espantosos acontecimientos seguían rondándole la cabeza y, en los breves momentos en que se adormilaba, incluso se le aparecían en sueños.

Dado que era la única mujer del contingente militar franco a la que habían trasladado al campamento de los atacantes, se preguntó qué destino habrían corrido sus criadas francas. Estaba convencida de que los sarracenos se habrían llevado a las mujeres como esclavas, así que era de suponer que los vascones, sedientos de sangre, también habían asesinado a las mujeres.

En momentos de mayor lucidez se enfadaba con Roland, el primo de Carlos, que había conducido ciegamente a su ejército —y también a su esposo— a aquella trampa. Aunque entre ella y Eward no había surgido el amor, jamás habría querido perderlo de ese modo, ni siquiera a cambio de encontrar un marido considerado en el emir de Córdoba. Pero lo que más la afectaba era el destino de Philibert. Como los vascones se jactaron de no haber dejado a un solo enemigo con vida, supuso que él también habría muerto. Ahora se lamentaba de no haber prestado oídos a las dulces palabras del franco. Debería haber huido con él y haberle concedido lo que anhelaba con toda el alma.

Ermengilda rezó una plegaria por el amable franco que había conquistado su corazón, pero en su oración también incluyó a Konrad y a su esposo muerto. El amigo de Philibert estaba mucho más necesitado de la ayuda del poder celestial que ella. Si entreabría las lonas del carro, veía como tropezaba detrás de la yegua de Fadl, totalmente indefenso.

El propio bereber se comportaba como si fuera el señor de esas tierras y acabara de derrotar a todo el ejército del rey Carlos. Solo lanzaba miradas despectivas a los habitantes de las aldeas que atravesaban: para él, eran infieles que tarde o temprano caerían bajo el dominio del islam.

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