La Rosa de Asturias (75 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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Maite le pellizcó el muslo para que recuperara la sensatez y miró disimuladamente a los sarracenos que los habían detenido. Eran alrededor de treinta guerreros armados. De camino, otros viajeros le habían contado que los sarracenos también se habían dividido y que algunos grupos luchaban a muerte entre sí. Ni siquiera Abderramán, el príncipe más poderoso, lograba poner orden en todo el país, pero hasta entonces habían avanzado sin ser molestados.

Uno de los musulmanes obligó a retroceder a un cristiano que había echado a correr empujándolo con su caballo y agitando el sable.

—¡Quieto, perro, y entrégame el dinero!

El hombre se arrojó al suelo y alzó las manos.

—Sé misericordioso, noble señor. Soy pobre y solo poseo un par de monedas que necesito para regresar a mi hogar. ¡Si me las quitas, moriré de hambre!

El sarraceno lo golpeó con saña.

—¿De dónde vienes y adónde te diriges?

—Procedo de… de… Aranda. Se encuentra junto al Duero, como sabrás.

—¡Yo mismo sé lo que he de saber, perro! —vociferó el sarraceno y lo golpeó de nuevo. El hombre soltó un alarido de dolor.

Entonces el musulmán se dirigió a los otros jinetes.

—Estos perros cristianos quieren huir al norte. ¡Que caigan bajo nuestra espada!

—¡No, señor, no queremos huir —gritó el cabecilla del grupo, presa del terror—. Somos viajeros inofensivos de camino a nuestra tierra natal. No tenemos la menor intención de huir a las tierras de esos bárbaros visigodos que se ocultan en las montañas de Cantabria y de Asturias. ¿Qué clase de vida sería aquella, cuando aquí vivimos felices y satisfechos bajo el sabio gobierno del gran Abderramán?

Entre tanto, uno de los jinetes sajó uno de los fardos que el grupo había cargado en el lomo de los mulos. Ropas, cazos e incluso una muñeca de tela y madera cayeron al suelo.

—¿Decís que provenís del norte? Entonces supongo que os llevasteis todos vuestros enseres de viaje, ¿verdad? —se burló el sarraceno. Los rostros temerosos de los cristianos no dejaron lugar a dudas. El sarraceno contempló a los seis hombres y las cuatro mujeres que viajaban junto con tres niños pequeños e hizo una señal a sus hombres.

—Tomadlos prisioneros. Si os agrada alguna de las mujeres, es vuestra.

Tras estas palabras resonaron gritos de horror. Uno de los hombres trató de derribar de la silla a un sarraceno que se acercó a una mujer, pero se desplomó bajo los latigazos del guerrero. Este aferró a la mujer y la arrastró a un lado.

Al principio la mujer balbuceó confusas plegarias, pero cuando su atacante la arrojó al suelo, le arrancó la ropa y se abalanzó sobre ella, soltó un alarido.

De momento, Konrad permaneció inmóvil; no obstante, cuando uno de los musulmanes se acercó a Ermengilda, le mostró los dientes como un perro agresivo. Sin embargo, antes de que pudiera actuar o hablar, intervino Maite.

—Como veréis, somos judíos y no formamos parte del grupo, sino que viajamos por nuestra cuenta.

Pero sus palabras no impresionaron al sarraceno.

—¡Quiero ver el rostro de esa mujer! —exigió, y se dispuso a quitarle a Ermengilda el pañuelo con el que se cubría la cara y bajo el cual solo asomaban sus ojos de mirada aterrada.

Impertérrita, Maite se interpuso en su camino y soltó un argumento que se le acababa de ocurrir para evitar que el canalla la tocara:

—Es fea como el pecado y además está embarazada. Su vientre hinchado impediría tu placer. Y antes de que te acerques a mí, te advierto que estoy sangrando y que soy impura.

—¡No me toques! —gritó el sarraceno, y le pegó un latigazo en la espalda. El dolor la hizo resollar, pero se burló del jinete.

—¡Ahora tendrás que deshacerte del látigo, puesto que también se ha vuelto impuro!

El sarraceno estuvo a punto de asestarle otro golpe, pero bajó el brazo con la vista clavada en el látigo como si en efecto estuviese considerando la conveniencia de arrojarlo a un lado o conservarlo. Optó por limpiarlo asestándole un par de latigazos a un cristiano, luego aferró a una de las otras mujeres y la arrastró consigo. Mientras tanto, sus compañeros maniataron a los hombres y les rodearon el cuello con una cuerda. Luego hicieron lo mismo con las dos mujeres violadas.

A Konrad y a sus dos acompañantes les dolía en el alma tener que presenciar semejante crueldad, pero intentar ayudar a esos desdichados habría sido inútil y les hubiera causado todavía más problemas. Aun así, estaban a merced de los jinetes sarracenos. El cabecilla condujo su yegua junto al franco y le apoyó la espada en el pecho.

—Los judíos tienen dinero. Dame el que tengas y dejaremos que tú y las mujeres os marchéis.

—¡Solo poseemos el dinero suficiente para el viaje y no podemos renunciar a él!

Fue Maite la que se encargó de responder, pero sus palabras valientes apenas ocultaban su temor.

—Entonces bien podemos cortaros el gaznate y llevarnos el dinero —replicó el sarraceno en tono sosegado.

—El emir os castigaría con severidad, porque resulta que viajamos bajo su protección. ¡Toma, mira!

En el último instante, Maite recordó el pergamino que Eleazar Ben David había proporcionado a Konrad. Extrajo el rollo del bulto que este había sujetado al lomo del burro y se lo tendió al sarraceno. Este obligó a su yegua a retroceder unos pasos y gritó:

—¡No te acerques, puta impura!

Pese a sus duras palabras examinó atentamente el pergamino y trató de descifrar lo que ponía. El texto no lo impresionó, pero gracias a los sellos del emir y de su primer consejero, ambos grabados en la piel, el escrito que Maite sostenía se convirtió en un arma poderosa.

—¿Eres tratante de esclavos? —inquirió dirigiéndose a Konrad con interés cada vez mayor.

Dado que el franco no comprendía la lengua sarracena, Maite volvió a tomar la palabra.

—Así es, noble guerrero. Mi amo es tratante de esclavos y acaba de entregar al emir dos vírgenes rubias traídas desde el país de los francos, cada una de ellas tan bella como la luna llena y tan resplandeciente como el sol de mediodía.

El sarraceno señaló al grupito de cristianos cuyo viaje al norte tan abruptamente había acabado.

—¿Nos compras esa gente?

—Perdona, mi amo no habla tu lengua. He de traducirle tus palabras —dijo Maite, se volvió hacia Konrad y le explicó lo que había dicho el sarraceno. De buena gana Konrad habría comprado a los prisioneros para liberarlos, pero no poseía dinero suficiente para conformar al sarraceno, ni aunque le diera sus dos mulos.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó Konrad, lamentando no estar acompañado de treinta o cuarenta fornidos caballeros armados del ejército del rey Carlos.

—No podemos dejar a esas pobres gentes en manos de los infieles —dijo Ermengilda; por suerte habló en voz baja y los sarracenos no la oyeron.

Maite se mordió los labios, pero después sacudió la cabeza.

—No podemos llevárnoslos: nos dirigimos a casa, y ese perro que gobierna a los francos inflingiría un severo castigo a mi amo si apareciera en compañía de esclavos cristianos, que son unos cerdos.

Uno de los sarracenos acercó su caballo al del cabecilla.

—Lo mejor será que entreguemos estos infieles a Saíd, el mercader. ¡Paga bien!

Maite y sus acompañantes se sorprendieron al oír este nombre. Saíd había ayudado a Fadl Ibn al Nafzi a trasladarlos a Córdoba, y si volviera a ver a Konrad, no cabía duda de que lo reconocería. Maite había esperado no encontrarse con ese hombre durante la huida, pero tuvo suficiente presencia de ánimo para asentir con la cabeza.

—¡Sí, hazlo! Saíd es un hombre respetable. Mi amo también le ha proporcionado esclavos y bellas mujeres —dijo, aunque mentalmente le retorcía el pescuezo tanto al mercader como al sarraceno. Sin embargo, como no bastaba con desear que cayeran muertos de sus caballos, lo único que pudo hacer fue observar a los sarracenos mientras estos desaparecían lentamente rumbo al sur con sus prisioneros. Solo poco a poco los tres comprendieron hasta qué punto habían estado cerca del desastre y se persignaron.

Maite miró en torno de inmediato para comprobar si alguien se había percatado del ademán, que en un judío habría resultado bastante extraño, y para su gran alivio constató que estaban absolutamente solos en medio del camino. Entre tanto, los viajeros que los precedían habían avanzado un buen trecho y los que los seguían no habían osado avanzar por temor a los jinetes.

—¿Realmente no podíamos hacer nada por esas pobres gentes? —preguntó Ermengilda con voz trémula.

—Nada en absoluto. Si los sarracenos hubiesen sospechado que quizá nosotros también éramos cristianos, nos habrían llevado con ellos sin contemplaciones. Y en ese caso, el destino que te hubiera esperado habría hecho que los días pasados en el harén de Abderramán parecieran el paraíso.

Maite se restregó los ojos con ademán enérgico para secarse unas lágrimas traicioneras y siguió andando hacia el norte, en la dirección que, según esperaba, le aguardaba la libertad. El mulo de Ermengilda la siguió obedientemente, mientras que Konrad tardó un momento en ponerse en marcha. Luego el franco se estremeció, azuzó al mulo y dio alcance a las mujeres.

—¿Puedes decirme por qué esos perros sarracenos tomaron prisioneros a esos pobres viajeros y se los llevaron?

En realidad, la pregunta estaba dirigida a Maite, pero fue Ermengilda quien respondió.

—Puede que esas personas quisieran huir a Asturias; es algo que ocurre constantemente. Algunos señores sarracenos tratan a los cristianos que habitan en sus dominios como si fueran animales y se apoderan de sus vírgenes más bonitas para encerrarlas en sus harenes. Debido a ello, algunos intentan huir pese al peligro que ello entraña, como acabamos de comprobar. Pero para alcanzar la libertad de vivir y orar entre sus semejantes están dispuestos a arriesgarlo todo.

—Que Dios y Jesucristo nuestro Salvador se apiade de esas personas y también de nosotros, porque debido a nuestra situación no pudimos ayudarles —dijo Konrad y rezó una plegaria por aquellas pobres gentes que buscaban la libertad y solo encontraron la más amarga esclavitud. Después también él dirigió la mirada al norte.

6

El incidente con los fugitivos cristianos aún oprimía el ánimo de los tres viajeros como una pesadilla. Ermengilda, cuyo embarazo la había vuelto más sensible, no dejó de llorar durante el resto del día y por la noche tampoco logró tranquilizarse. Por suerte solo balbuceaba palabras incomprensibles, de lo contrario Maite se habría visto obligada a regañarla o incluso a hacerla callar a golpes. Por otra parte, la joven vascona estaba tan deprimida que solo deseaba acurrucarse en algún oscuro rincón.

—Somos unos blandengues —dijo cuando se acercaron a la aldea en la que pensaban pernoctar—. ¿Qué más nos da a nosotros lo que le pase a esa gente? De hecho, incluso teníamos motivos para habernos enfadado con ellos por ponernos en peligro también a nosotros.

Ermengilda alzó la cabeza y la contempló con los ojos arrasados en lágrimas.

—¡No tienes corazón! ¿Lo sabías?

—¡Prefiero no tener corazón a ser una esclava de los sarracenos, a la que cualquier imbécil al que se le denomina «amo» puede arrojar a la cama y utilizar!

—¡Lo siento, sé que no lo has dicho con mala intención! —dijo Ermengilda, que cambiaba de humor como una veleta, acariciando la mejilla de Maite.

La vascona esbozó una sonrisa triste.

—No estoy enfadada contigo, querida. Aún hemos de recorrer un largo camino y no podemos permitir que el recuerdo de aquellos infelices nos agobie.

Las palabras de la vascona parecieron levantar el ánimo de Ermengilda, pero antes de que pudiera contestar, Konrad las interrumpió.

—¡Silencio! Estamos a punto de llegar.

Al cabo de un momento saludó a un hombre apostado ante la puerta de la posada.


Shalom!
—dijo afablemente.

El hombre le contestó con una maldición que Maite no quiso traducir. Haciendo caso omiso del criado, traspusieron la puerta del patio y vieron un edificio de escasa altura a través de cuyas ventanas abiertas surgía un olor a aceite de oliva refrito.

—No puedo quedarme aquí —susurró Ermengilda, asqueada.

Konrad le lanzó una mirada interrogativa a Maite, pero ella negó con la cabeza.

—Si nos vamos por donde hemos llegado, llamaremos la atención. Busquemos un lugar donde el viento nos sea favorable, así no tendremos que soportar ese olor nauseabundo. En todo caso, para Ermengilda hemos de pedir un plato que no contenga aceite de oliva.

—¡Una idea excelente! —dijo Konrad, que se metió el dedo en la boca para humedecerlo con saliva y lo alzó para comprobar en qué dirección soplaba el viento, alegrándose de poder echar mano de la habilidad aprendida de niño. Cuando se dirigió a una parte del patio tapiado situado enfrente de la cocina, el olor se redujo lo bastante como para que Ermengilda pudiera soportarlo.

Entonces se acercó un criado, les lanzó una mirada arrogante y señaló los mulos.

—Allí encontraréis agua y alimento para los animales. ¡Vosotros mismos tendréis que encargaros de ello! —dijo, y se marchó para atender a otros huéspedes ante los que adoptó una actitud tan servil como si la salvación de su alma dependiera de ello. Eran varios sarracenos lujosamente ataviados y armados de largas cimitarras. Aunque su actitud era altiva, Maite consideró que, más que de guerreros, se trataba de mercaderes. Según ellos, los cristianos estaban ahí para servirlos y los judíos solo eran sabandijas que no merecían su atención. Exigieron el mejor lugar del patio, así que Maite y sus amigos tuvieron que trasladarse. Tampoco les permitieron llevar los mulos al abrevadero, porque los caballos de los sarracenos tenían prioridad.

Sin prestar atención a los presuntuosos sarracenos, Maite se dirigió a la cocina y poco después regresó con tres escudillas que contenían trigo hervido y trozos de cordero. Aunque al ver ese plato sencillo Ermengilda declaró que no podría tragar ni un bocado, devoró las gachas de trigo con tanta rapidez que su cuenco quedó vacío cuando Maite y Konrad solo habían consumido la mitad del suyo.

—Ahora me apetecería un trago de vino —dijo, tras eructar discretamente.

Maite dejó el cuenco en el suelo y regresó a la cocina. Al volver sostenía tres copas en las manos y, aunque estaban llenas hasta el borde, no derramó ni una gota.

—¡He aquí nuestro sorbete! —exclamó, les guiñó un ojo a los otros dos y solo tras beber un trago del vino un tanto agrio pero sabroso, señaló a los sarracenos ladeando la cabeza.

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