La Rosa de Asturias (84 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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Arnulf lamentó lo que ocurría entre sus hijos, pero no intervino. Por ello fue Maite quien, un atardecer en que ambos estaban sentados en el linde del bosque, expresó lo que tanto incomodaba a su marido.

—Estás aguardando la orden del rey, ¿verdad? Dijo que te enviaría un mensaje, pero ya hace cuatro meses que estamos aquí y aún no has recibido noticia alguna.

Konrad recogió unas bellotas sobrantes de la primavera anterior y las arrojó al suelo.

—Sí, tienes razón. Desde que Carlos pronunció esas palabras, me carcome una inquietud que me impide recuperar el ritmo de mi vida anterior.

—Entonces confío en que la orden del rey no tarde en llegar, por más que me entristezca pensar que habrás de marcharte. ¿Adónde crees que te enviará?

—¡Espero que a Sajonia! ¡A esos aún les debo unas cuantas tundas! —gruñó Konrad, quien cerró el puño y lo agitó en dirección al norte.

—¿Por qué los hombres siempre estáis pensando en la guerra? —preguntó Maite en tono apesadumbrado.

Konrad la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.

—Cuando el rey te manda llamar, casi siempre es para ir a la guerra, pero más que por seguirlo y obtener gloria y prestigio, uno se alegra de regresar a casa —dijo. Selló sus palabras con un beso y durante un momento, ambos se olvidaron del rey y de cualquier guerra.

Oyeron pasos apresurados, pero ambos siguieron. Solo notaron que alguien se aproximaba cuando Just se detuvo ante ellos tratando de recuperar el aliento.

—¡Ven a casa, rápido! —exclamó el muchacho—. ¡Ha venido un mensajero del rey y quiere hablar con vosotros dos!

—¿Con ambos?

Maite y Konrad intercambiaron una mirada de sorpresa, pero luego se pusieron de pie y echaron a correr hacia la aldea cogidos de la mano. Just trotaba a su lado y entró en la casa con ellos para no perderse nada.

El mensajero estaba sentado en la silla de su padre con una copa llena en la mano, ante un plato con un enorme trozo de jamón ahumado, rodeado de toda la familia e incluso los criados.

—¡Por fin estáis aquí! —exclamó Arnulf en tono aliviado al ver entrar a su hijo y su nuera.

La tensión que reinaba en la habitación era tal que Konrad notó que el vello de sus brazos se erizaba. Esbozó una reverencia y se dirigió al recién llegado.

—¡Dios te guarde! ¿Traes noticias para mí?

—¿Eres Konrad de Birkenhof?

El mensajero parecía perplejo, pues tras todo lo que había oído sobre ese hombre, había esperado encontrarse con un guerrero de más edad y corpulencia.

Pero de inmediato recordó el encargo y le tendió un rollo de pergamino.

—Con los mejores saludos de Su Majestad, el rey. ¡Dijo que desea enviarte allí donde le resultarás de mayor utilidad!

Desconcertado, Konrad cogió el pergamino y rompió el sello, pero a duras penas logró descifrar unas palabras. Maite tampoco fue capaz de leer el texto y el talento de Just también fracasó, porque estaba escrito en latín.

—Me temo que hemos de ir en busca del sacerdote —dijo Konrad, reconociendo su ignorancia a regañadientes.

El mensajero soltó una carcajada.

—Dejad a ese buen hombre donde esté, que yo os leeré lo que pone en el mensaje del rey. Te ordena que partas antes de una semana y te dirijas a España.

—¿A España? —exclamó Konrad—. ¡Pero si yo quería luchar contra los sajones!

—Dice nuestro señor Carlos que también lograremos acabar con los sajones sin tu ayuda, pero que allí adonde os envía a ti y a tu esposa, tenéis más valor para él que las levas de una docena de prefecturas —dijo el mensajero, que pese a parecer desconcertado por esas palabras, se puso de pie e invitó a Konrad a brindar con él—. El rey dice que demostraste una gran capacidad para comandar una pequeña tropa y confía que en el futuro también sigas conduciendo a tus guerreros con inteligencia.

—¡Pero si no dispongo de guerreros! —adujo Konrad en tono consternado.

Maite le pegó un empellón.

—¡Empieza por brindar! —dijo, porque sabía que Carlos no permitiría que viajaran a España solos. ¡España! La sola mención de su tierra hizo que la sangre circulara más rápida por sus venas. ¡Volvería a ver su hogar de nacimiento! Solo los rostros atribulados de los otros miembros de la familia impidieron que diera rienda suelta a su alegría.

Hemma, la madre de Konrad, no podía contener las lágrimas; el padre se mordía los labios como si también él tuviera que esforzarse por reprimir el llanto; mientras que Lothar cogió la mano de su hermano como si quisiera sujetarlo.

—La tropa que ha de acompañaros os aguarda en Ingelheim y de camino otros guerreros se unirán a vosotros. El rey confía en que te las arregles con las mesnadas que te ha proporcionado —prosiguió el mensajero, fingiendo no percatarse del desconcierto de quienes lo rodeaban.

Finalmente, Konrad tomó aire y le tendió la mano.

—¡Muchas gracias! Dile a nuestro señor Carlos que haré todo lo que esté en mi mano para cumplir con su voluntad, pero ahora bebamos y comamos. Mañana por la mañana mi padre te hará entrega del dinero que te corresponde como mensajero, con el fin de que puedas regresar junto al rey cuanto antes.

—¿España? ¿De verdad has de ir tan lejos? —dijo Hemma, contemplando a su hijo mayor presa de la desesperación y aferrándose a él como si no quisiera volver a soltarlo.

—¡Deja de lamentarte, mujer! Es mejor saberlo vivo en España que muerto… tal como creímos durante muchas lunas.

A pesar de sus palabras, Arnulf no parecía feliz con las órdenes del soberano. Sin embargo, la sensatez le decía que esa solución era la mejor. A la larga, las cosas se habrían torcido si Konrad y Lothar hubiesen seguido viviendo y trabajando en la finca. Pese al dolor por el hermano supuestamente muerto, hacía tiempo que el menor se consideraba el heredero y no habría renunciado a ello sin rencor.

No obstante, de momento Lothar habría querido convencer a su hermano de que se quedara, porque se sentía al menos tan abatido como su madre.

Por fin, los lamentos superaron a Konrad y le pegó un violento empellón a su hermano.

—Os comportáis como si fuese a morir en cuanto deje atrás la última casa de la aldea. Sería mejor que nos deseéis suerte durante nuestro viaje y roguéis al Salvador que volvamos a vernos.

—¡Bien dicho! ¡Brindemos por ello! —dijo su padre alzando la copa. Pero para sus adentros se preguntó si debía alegrarse de que el rey Carlos le hubiese encomendado una tarea tan honrosa a su hijo o si sería mejor ahogar en hidromiel la pena por volver a perderlo con tanta rapidez.

19

Danel, el guardián de Askaiz, se levantó de la roca en la que había estado sentado y clavó la mirada en el horizonte. Hacía unos momentos había descubierto un grupo de jinetes que cabalgaban hacia el oeste, pero luego desaparecieron detrás de las montañas. Si su destino hubiera sido Askaiz ya deberían estar al alcance de la vista. Incluso si los jinetes hubieran tomado la otra bifurcación, hacía un buen rato que deberían haber alcanzado el trecho del camino que él lograba divisar desde su puesto. Danel se inquietó y se preguntó si no sería conveniente dar la alarma o si por el contrario era mejor aguardar un poco más, puesto que también cabía en lo posible que los desconocidos hubiesen hecho una pausa o abrevado sus caballos en un arroyo.

Justo cuando se disponía a tomar asiento una vez más, oyó el ruido de cascos. Danel cogió su lanza en el acto y se dispuso a soltar un silbido de advertencia, pero al dirigir la mirada camino abajo se tranquilizó, pues solo vio a una mujer.

Como Danel estaba convencido de poder arreglárselas con una viajera solitaria, no soltó el silbido; de hecho lo único que le extrañó fue que la desconocida osara viajar ella sola en los tiempos que corrían. Para las patrullas de sarracenos, una mujer cristiana suponía un buen botín, aunque solo sirviera para realizar tareas de esclava.

Poco después, cuando la amazona estuvo lo bastante cerca como para que pudiera reconocerla, el centinela se puso abruptamente de pie.

—¡Maite!

A ella sí la creía capaz de cabalgar a solas por las montañas y, con una sonrisa maliciosa, se preguntó que opinaría Okin de su regreso. Se merecía con creces el enfado que le causaría, porque el tío de Maite se las daba cada vez más de gran señor y trataba a los demás miembros de la tribu como si fueran sus criados. Sin embargo, como disfrutaba del poder que suponía el apoyo de Eneko de Iruñea, nadie se atrevía a oponerse a él. Incluso Amets de Guizora, que hacía más de un decenio había disputado a Okin el rango de jefe de la tribu, le obedecía de mala gana.

—¿Duermes, Danel, o es que la paz reina en la comarca y puedes permitirte el lujo de soñar con los ojos abiertos?

Ante la pregunta de Maite, el centinela se dio cuenta de que hacía un rato que la contemplaba en silencio. Maite detuvo la estupenda yegua sarracena que montaba justo debajo de la roca y le lanzó una mirada burlona.

—Hola, Maite. ¿Acaso no te encontrabas a gusto en Córdoba? Según me han dicho, te convertiste en viuda con mucha rapidez, y supongo que ahora vuelves a buscar refugio en Askaiz.

Danel bajó de su mirador, se apoyó en la lanza y no tuvo inconveniente en proseguir la conversación. Pero mientras aguardaba su respuesta, rápida como un rayo Maite desenvainó la espada que colgaba de la silla y apoyó la punta contra la garganta de Danel.

—Te aconsejaría que guardaras silencio. ¡Si abres la boca para gritar, te cortaré el gaznate!

Lo dijo en un tono tan serio que Danel dio crédito a la amenaza, dejó caer la lanza y alzó las manos.

—¡Buen muchacho! —dijo Maite sonriendo, y le indicó que se apartara unos pasos. Luego alzó la mano izquierda y, aunque soltó las riendas durante un instante, la yegua permaneció tan inmóvil como una estatua.

A Danel se le ocurrieron un par de maneras de defenderse, pero todas adolecían del mismo inconveniente: ante él se encontraba Maite de Askaiz, y con ella no valían bromas. Oyó que se acercaban otros caballos y no se sorprendió al ver al grupo de jinetes que antes había llamado su atención. «Debería haber advertido a la aldea», pensó, contemplando a los jinetes con una mezcla de temor y rabia. Conocía a un par de ellos. Eran gascones que, junto con él y los otros, habían aniquilado a las huestes de Roland. Y sin embargo ahora cabalgaban en compañía de unos francos. Su comandante tampoco le era desconocido: era el hombre que se había apropiado de las provisiones a la tribu de Unai. La última vez que Danel lo había visto era un esclavo de Fadl Ibn al Nafzi. Por lo visto, tras la muerte del bereber, él y Maite se habían unido y huido juntos.

—¡Como verás, todo ha salido bien, Konrad! —exclamó Maite, orgullosa por haber logrado sorprender al guardia.

Rojo de ira y de vergüenza, Danel vio que el franco se inclinaba hacia la joven y le besaba la mejilla. Después Konrad indicó a sus hombres que lo siguieran. Eran más de treinta jinetes, aunque no todos ellos guerreros. Un clérigo formaba parte del grupo y también un chaval montado en un enorme semental digno del jefe de un pueblo, pese a que sus pies apenas alcanzaban los estribos.

El muchacho le dirigió una sonrisa y le ordenó que los acompañara, y Danel se quedó boquiabierto al comprobar que hablaba en vascuence y casi sin acento.

El desconcierto del vascón divirtió a Just, pero se alegró de que el otro le obedeciera sin oponer resistencia.

Danel recogió la lanza y emprendió una marcha rápida para poder mantenerse a la par de los caballos. También parecía menos asustado que sorprendido y no dejó de dirigir miradas a Maite, que cabalgaba en cabeza junto a Konrad.

El camino trazó una última curva y entonces Askaiz apareció ante ellos. Fue casi como antaño, cuando apareció el conde Rodrigo. El grupo de jinetes irrumpió en la aldea tan repentinamente que los habitantes no tuvieron tiempo de cerrar la puerta de la empalizada. Mientras los hombres corrían de un lado a otro como gallinas espantadas, las mujeres cogieron a sus hijos y desaparecieron dentro de las casas. Los jinetes se detuvieron en la plaza de la aldea, desenvainaron las espadas y formaron un círculo.

Si los habitantes hubieran sido advertidos a tiempo, podrían haber impedido que los jinetes ocuparan Askaiz. Incluso en ese momento, un cabecilla decidido habría sido capaz de reunir a su gente y enfrentarse a los francos, pero cuando uno de sus compinches fue en busca de Okin, este apareció en la puerta de su casa con expresión absolutamente desconcertada y, atónito, clavó la mirada en los jinetes francos. Estos, con sus cotas de malla y sus cascos, resultaban más amenazadores de lo que antaño habían sido los hombres del conde Rodrigo. También se sorprendió ante la presencia de la docena de gascones entre sus filas. Entonces vio a Maite, que cabalgaba hacia él con expresión helada.

—¡Pero eso es imposible! —gritó Okin.

—Como verás, tío, también esta vez he regresado. ¡No te sirvió de nada venderme a Fadl Ibn al Nafzi como si fuera una res!

Maite habló en voz tan alta que todos los habitantes de la aldea oyeron sus palabras y detectaron el odio que rezumaban. De hecho, por un instante pareció que alzaría la espada y derribaría a su tío, pero finalmente se controló y se dirigió a los miembros de su tribu.

—Este hombre —dijo Maite, apuntándolo con la punta de la espada— me engañó para que fuera a Córdoba y allí me entregó a Fadl Ibn al Nafzi, a quien incluso los sarracenos consideran un matarife. Vascones, ¿qué castigo se merece un hombre que vende una compatriota libre a los sarracenos?

—¡Tonterías! —rugió Okin antes de que alguien pudiera responder. Pero al mirar en torno, los semblantes de la mayoría de los miembros de la tribu parecían pensativos y algunos expresaban desprecio.

—¿Es verdad, Maite? —preguntó Danel, que sabía muy bien que Okin lo acusaría de ser el responsable de la situación por no haber advertido a la aldea.

—Si mi palabra no os basta, preguntad al franco que está a mi lado. ¿Acaso no lo recordáis? Él también fue llevado al sur tras la matanza de Roncesvalles.

Algunos asintieron con la cabeza y Danel indicó a Konrad.

—Ese es el comandante franco que mató a Abdul
el Bereber
.

—Sí, en efecto. Ambos escapamos juntos de la esclavitud. Si queréis escuchar a más testigos, cabalgad hasta el castillo del conde Rodrigo, cuya hija regresó junto con nosotros del infierno.

—¡Tonterías! —repitió Okin, que se había puesto pálido.

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