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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La rueda de la vida (21 page)

BOOK: La rueda de la vida
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Tres días más tarde me llamó Eva a casa para comunicarme que el cartero había encontrado inconsciente a nuestra madre en el cuarto de baño. Había sufrido un derrame cerebral.

Cogí el siguiente avión y desde el aeropuerto fui directamente al hospital donde estaba mi madre. Incapacitada para moverse o hablar, me miró con cientos de palabras en sus profundos ojos apenados y asustados. Todas se resumían en una sola súplica, que yo entendí. Pero en ese momento sabía, como había sabido antes, que jamás podría cumplir su petición. Jamás podría ser un instrumento de su muerte.

Los días siguientes fueron difíciles. Permanecí a su lado, sentada o atendiéndola y manteniendo con ella un monólogo. Aunque no podía moverse, me contestaba con los ojos. Cerraba un ojo para decir sí, los dos para decir no. A veces lograba apretarme la mano con la mano izquierda. Hacia el final de la semana sufrió otros derrames menos graves. Perdió el control de la vejiga. Con eso se la consideró un vegetal.

—¿Estás cómoda?

Guiño de un ojo.

—¿Quieres seguir aquí?

Los dos ojos.

—Te quiero.

Un apretón en la mano.

Era exactamente la situación que ella había temido durante las vacaciones de la semana anterior. Incluso me lo había advertido: «Si alguna vez me convierto en vegetal, quiero que pongas fin a mi vida.» Su súplica en el balcón resonaba en mi memoria. ¿Sabía ella que se aproximaba esto? ¿Tendría una premonición? ¿Era posible un conocimiento interior?

¿De qué manera podía hacerle más soportable, más agradable, la vida que le quedaba?

Muchas preguntas, muy pocas respuestas.

Si yo fuera Dios, me decía en silencio, éste sería el momento para introducirme en su vida, para agradecerle el haber amado generosamente a su familia, el haber criado a sus hijos a fin de que fueran seres humanos respetables, dignos, productivos.

Por la noche tenía largas conversaciones con El. Una tarde incluso entré en una iglesia y le hablé a la cruz. «Dios, ¿dónde estás? —le pregunté amargamente—. ¿Me oyes? ¿Existes siquiera? Mi madre ha sido una mujer buena, trabajadora, dedicada. ¿Qué piensas hacer por ella ahora que de verdad te necesita?» Pero no hubo respuesta, ni una sola señal.

Nada, sólo silencio.

Al ver a mi madre languidecer en su capullo de impotencia y tormento, casi pedía a gritos una intervención divina. En silencio le ordenaba a Dios que hiciera algo y lo hiciera rápido. Pero si Dios me oía, por lo visto no tenía ninguna prisa. Yo le dirigía, palabras insultantes en suizo y en inglés. Pero continuó sin impresionarse.

Aunque tuvimos largas discusiones con los médicos del hospital y de fuera, sólo teníamos dos opciones. O bien mi madre continuaba en ese hospital docente, donde le aplicarían todos los tratamientos posibles, aunque eran pocas las probabilidades de mejoría; o bien la llevábamos a una residencia menos cara donde recibiría esmerada atención médica pero no se emplearía ningún medio artificial para prolongarle la vida, es decir, no la conectarían a máquinas para respirar ni para otra cosa.

Con mis hermanas tuvimos una conversación muy emotiva. Las tres sabíamos qué habría elegido nuestra madre. Manny, que la consideraba su segunda madre, nos hacía llegar su experta opinión desde Estados Unidos. Afortunadamente Eva ya había localizado una excelente residencia dirigida por monjas protestantes en Riehen, cerca de Basilea, donde ella y su marido se habían construido una casa. En aquella época no existían todavía los hogares para moribundos, pero las monjas consagraban sus vidas a atender a estos pacientes especiales.

Utilizando todas nuestras influencias, conseguimos que la admitieran.

Cuando mi permiso en el hospital estaba próximo a acabarse, decidí acompañarla en la ambulancia desde Zúrich a Riehen. Para darnos ánimo y valor, llevé conmigo una botella de Eiercognac, ponche de huevo preparado con coñac. También hice una lista, más bien corta, de las pertenencias más queridas de mi madre, y una lista de los familiares y las personas más importantes en su vida, sobre todo de aquellas que la ayudaron durante los años posteriores a la muerte de mi padre; ésta era más larga.

Durante el trayecto ambas fuimos adjudicando las cosas a las personas más adecuadas. Nos llevó mucho tiempo determinar qué convenía a quién, por ejemplo la estola y el gorro de armiño que le habíamos enviado desde Nueva York. Cada vez que encontrábamos lo que convenía a una persona, bebíamos un trago de Eiercognac. El encargado de la ambulancia tenía sus dudas respecto a eso, pero yo lo tranquilicé diciéndole: «No pasa nada, soy médico.»

No sólo realizamos algo que a mi madre le procuró paz mental sino que cuando llegamos a la residencia nuestro estado de ánimo era alegre.

La habitación de mi madre daba a un jardín. Se sintió a gusto allí. Durante el día podría oír el canto de los pájaros en los árboles, y por la noche tendría una buena vista del cielo. Antes de despedirme le metí un pañuelo perfumado en la mano semibuena. Generalmente le gustaba sostener un pañuelo en la mano. Comprobé que estaba relajada y contenta en una residencia donde ella sabía que la calidad de su vida era la consideración principal.

Por alguna razón, a Dios le pareció bien mantenerla viva cuatro años más. Su estado negaba cualquier probabilidad de supervivencia. Mis hermanas se ocupaban de que estuviera bien y cómoda y jamás sola. Yo iba a visitarla con frecuencia. Mis pensamientos siempre volvían a esa fatídica noche en Zermatt. La oía suplicarme que pusiera fin a su vida si acababa como un vegetal. Tuvo que haber sido una premonición, porque justamente estaba en el estado que había temido. Era trágico.

De todos modos, yo sabía que no era el final. Mi madre continuaba recibiendo y dando amor. A su manera estaba creciendo espiritualmente y aprendiendo las lecciones que necesitaba aprender. Eso deberíamos saberlo todos. La vida acaba cuando hemos aprendido todo lo que tenemos que aprender. Por lo tanto, cualquier idea de poner fin a su vida, como ella había pedido, era aún más inimaginable que antes.

Yo quería saber por qué mi madre iba a acabar así. Continuamente me preguntaba qué lección querría enseñarle Dios a esa amante mujer.

Incluso pensaba si tal vez ella nos estaría enseñando algo a los demás.

Pero mientras continuara sobreviviendo sin ningún apoyo artificial, no había nada que hacer aparte de amarla.

22. La finalidad de la vida

Era inevitable que tuviera que buscar enfermos terminales fuera del hospital. Mi trabajo con moribundos ponía muy nerviosos a muchos de mis colegas. En el hospital eran pocas las personas dispuestas a hablar de la muerte. Era más difícil aún encontrar a alguien que reconociera que las personas se estaban muriendo. La muerte no era un tema del que hablaran los médicos. Así, cuando mi búsqueda semanal de pacientes moribundos se me hizo casi imposible, comencé a llamar desde casa a enfermos de cáncer de los barrios vecinos, como Homewood y Flossmoor.

Yo proponía un convenio de beneficio mutuo. A cambio de atención terapéutica gratis a domicilio, los enfermos aceptaban ser entrevistados en mis seminarios. Ese método dio pie a más polémica todavía en el hospital, donde ya consideraban explotador mi trabajo. Y las cosas empeoraron. Cuando los enfermos y sus familiares manifestaron públicamente cuánto agradecían mi tarea, los demás médicos encontraron otro motivo más para ofenderse. Yo no podía ganar.

Pero me comportaba como una ganadora. Además de atender a mi familia y de realizar mi trabajo, hacía tareas como voluntaria para varias organizaciones. Una vez al mes examinaba a los candidatos para los Cuerpos de Paz. Probablemente allí los sentimientos hacia mí eran encontrados, porque tendía a aprobar a aquellos que a mi juicio buscaban el riesgo y no a los moderados que preferían mis socios. También pasaba medio día a la semana en el Lighthouse for the Blind (Faro para los Ciegos) de Chicago, trabajando con niños y padres. Pero tengo la impresión de que ellos me daban más a mí que yo a ellos.

Las personas que conocí allí, adultos y niños por igual, estaban todos batallando con las cartas que les había servido el destino. Yo observaba su manera de arreglárselas. Sus vidas eran montañas rusas de sufrimiento y valor, depresión y logros. Continuamente me preguntaba qué podía hacer yo, que tenía vista, para ayudarlos. Lo principal que hacía era escucharlos, pero también los animaba a «ver» que todavía les era posible llevar vidas plenas, productivas y felices. La vida es un reto, no una tragedia.

A veces eso era pedir demasiado. Veía a demasiados bebés nacidos ciegos, y también a otros nacidos hidrocefálicos, a quienes se los consideraba vegetales y se los colocaba en instituciones para el resto de sus vidas. Qué manera de desperdiciar la existencia. También estaban los padres que no lograban encontrar ayuda ni apoyo. Observé que muchos padres cuyos hijos nacían ciegos mostraban las mismas reacciones que mis moribundos. La realidad suele ser difícil de aceptar, pero ¿qué otra alternativa hay?

Recuerdo a una madre que tuvo nueve meses de embarazo normal, sin ningún motivo para esperar otra cosa que un hijo normal y sano, pero durante el parto ocurrió algo y su hija nació ciega. Reaccionó como si hubiera habido una muerte en su familia, lo cual era lógico. Pero una vez superado el trauma inicial, comenzó a imaginar que algún día su hija, llamada Heidi, terminaría sus estudios secundarios y aprendería una profesión.

Esa era una reacción sana y maravillosa.

Por desgracia, habló con algunos profesionales que le dijeron que sus sueños no eran realistas y le aconsejaron que pusiera a la niña en una institución. Eso causó un terrible sufrimiento a la familia. Pero afortunadamente, antes de tomar ninguna medida, acudieron al Lighthouse, que fue donde conocí a esta mujer.

Evidentemente, yo no podía ofrecerle ningún milagro que le devolviera la vista a su hija, pero sí escuché sus problemas. Y cuando me preguntó mi opinión, le dije a esa madre, que tanto deseaba un milagro, que ningún niño nace tan defectuoso que Dios no lo dote con algún don especial.

—Olvide toda expectativa —le dije—. Lo único que tiene que hacer es abrazar y amar a su hija como a un regalo de Dios.

—¿Y después? —me preguntó.

—A su tiempo El revelará su don especial.

No tenía idea de dónde me brotaron esas palabras, pero las creía. Y la madre se marchó con renovadas esperanzas.

Muchos años después, estaba leyendo un diario cuando vi un artículo sobre Heidi, la niñita del Lighthouse. Ya adulta, Heidi era una prometedora pianista y acababa de actuar en público por primera vez. En el artículo, el crítico decía maravillas sobre su talento. Sin pérdida de tiempo contacté con la madre, que con orgullo me contó cómo había luchado por criar a su hija; repentinamente la niña demostró estar dotada para la música. Su talento floreció como una flor y su madre atribuyó el mérito a mis alentadoras palabras.

—Habría sido tan fácil rechazarla —comentó—. Eso fue lo que me dijeron que hiciera las otras personas.

Naturalmente yo comentaba esos gratificantes momentos con mi familia, y deseaba que mis hijos no tomaran nada por descontado. Nada está garantizado en la vida, fuera de que todo el mundo tiene que enfrentarse a dificultades. Así es como aprendemos. Algunos se enfrentan a dificultades desde el instante en que nacen. Esas son las personas más especiales de todas, que necesitan el mayor cariño, atención y comprensión, y nos recuerdan que la única finalidad de la vida es el amor.

Créanlo o no, había personas que realmente pensaban que yo sabía de qué hablaba. Una de esas personas fue Clement Alexandre, jefe de redacción de la editorial Macmillan de Nueva York. No sé cómo llegó a su escritorio un corto artículo que yo había escrito sobre mis seminarios «La muerte y el morir». Eso lo indujo a volar hasta Chicago a preguntarme si desearía escribir un libro sobre mi trabajo con moribundos. Yo me quedé pasmada, muda de asombro, incluso cuando él me presentó un contrato para firmar, en que se me ofrecían 7.000 dólares a cambio de 50.000 palabras.

Bueno, acepté, siempre que me dieran tres meses para escribir el libro. Eso les pareció bien a los de Macmillan. Pero luego me quedé sola para calcular cómo me las iba a arreglar para atender a dos hijos, un marido, un trabajo a jornada completa y otras varias cosas, y además escribir un libro. Observé que en el contrato ya habían puesto título al libro:
On Death and Dying
(
Sobre la muerte y los moribundos
, en su versión castellana). Me gustó. Llamé a Manny para contarle la buena nueva, y después comencé a imaginarme como escritora; no me lo podía creer.

Pero ¿por qué no? Tenía innumerables historias de casos y observaciones amontonadas en la cabeza. Durante tres semanas me instalé en mi escritorio por la noche, cuando Kenneth y Barbara ya estaban durmiendo, hasta conseguir hacerme una idea del libro. Vi con mucha claridad cómo todos mis pacientes moribundos, en realidad todas las personas que sufrían una pérdida, pasaban por fases similares. Comenzaban con un estado de fuerte conmoción y negación, luego indignación y rabia, y después aflicción y dolor. Más adelante regateaban con Dios; se deprimían preguntándose «¿Por qué yo?». Y finalmente se retiraban dentro de sí mismos durante un tiempo, aislándose de los demás mientras llegaban, en el mejor de los casos, a una fase de paz y aceptación (no de resignación, que es lo que se produce cuando no se pueden compartir las lágrimas ni expresar la rabia).

En realidad, vi con más claridad esas fases en los padres que había conocido en Lighthouse. El nacimiento de un hijo ciego era para ellos como una pérdida, la pérdida del hijo normal y sano que esperaban. Pasaban por la conmoción y la rabia, la negación y la depresión, y finalmente, ayudados por alguna terapia, lograban aceptar lo que no se podía cambiar.

Las personas que habían perdido o iban a perder a un pariente próximo pasaban por las mismas cinco fases, comenzando por la negación y conmoción. «No puede ser que vaya a morir mi esposa. Acaba de tener un hijo, ¿cómo me va a abandonar?» O exclamaban: «No, yo no, no puede ser que vaya a morir.» La negación es una defensa, una forma normal y sana de enfrentarse a una noticia horrible, inesperada, repentina. Permite a la persona considerar el posible fin de su vida y después volver a la vida como ha sido siempre.

Cuando ya no es posible continuar negándolo, la actitud es reemplazada por la rabia. La persona ya no se pregunta «¿Por qué yo?» sino «¿Por qué no él o ella?». Esta fase es particularmente difícil para los familiares, médicos, enfermeras, amigos, etc. La rabia del paciente sale disparada como perdigones, y golpea a todo el mundo. El enfermo despotrica contra Dios, sus familiares, contra toda persona que esté sana. También podría gritar: «Estoy vivo, no lo olvides.» No hay que tomar esa rabia como ofensa personal.

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