Cugel empezó a sentirse intranquilo ante la proximidad de la casa. Sujetó la cuerda y dijo:
—
¡Tzat!
La cuerda colgó fláccida en su mano.
—¡Cuerda, encógete!
La cuerda tuvo de nuevo tres metros de largo.
Cugel miró de nuevo a la mansión.
Faucelme, fueran cuales fuesen tus intenciones, te agradezco esta cuerda, y también tu cama, aunque me temo que voy a tener que dormir al aire libre.
Miró por el otro lado de la cama y, a la luz de las estrellas, vio la cinta más clara del camino. La noche era completamente tranquila. Empezó a derivar con lentitud hacia el oeste.
Cugel colgó su sombrero de uno de los postes de la cama. Se tendió de espaldas, se echó el edredón por encima de la cabeza, y se dispuso a dormir.
Transcurrió la noche. Las estrellas recorrieron su camino por el cielo. Del páramo le llegó la melancólica llamada del visp: una vez, dos, luego silencio.
Cugel despertó con la salida del sol, y por un apreciable intervalo de tiempo no pudo definir dónde estaba. Empezó a bajar de la cama, asomó una pierna, luego se echó bruscamente hacia atrás con un sobresaltado movimiento.
Una sombra negra aleteó cruzando el sol; un pesado objeto negro descendió en picado para posarse en los pies de la cama de Cugel: un pelgrane de mediana edad, a juzgar por el sedoso pelo gris de su abdomen globular. Su cabeza, de sesenta centímetros de largo, estaba esculpida en cuerna negra, como la de un ciervo volante, y unos blancos y encorvados colmillos asomaban de su hocico. Perchado en el barrote de los pies de la cama, contempló a Cugel con avidez y regocijo.
—Hoy desayunaré en la cama —dijo el pelgrane—. No es algo que pueda permitirme a menudo.
Se adelantó y agarró la pantorrilla de Cugel, pero éste dio un brusco tirón hacia atrás. Tanteó en busca de su espada, pero no consiguió sacarla de la funda. En su frenético esfuerzo enganchó su sombrero con la punta de la vaina; el pelgrane, atraído por el relumbre rojo, intentó coger el sombrero. Cugel le arrojó la «Estallido Pectoral de Luz» al rostro.
La ancha ala del sombrero y el propio terror de Cugel confundieron el fluir de los acontecimientos. La cama se agitó hacia arriba como liberada de un peso; el pelgrane ya no estaba.
Cugel miró asombrado hacia todos lados.
El pelgrane había desaparecido.
Cugel contempló la «Estallido Pectoral», que parecía resplandecer con un fulgor quizá un poco más vivo.
Cugel volvió a colocarse con grandes precauciones el sombrero. Miró por encima del borde de la cama y observó que por el camino se aproximaba una pequeña carreta de dos ruedas tirada por un muchacho gordo de doce o trece años.
Cugel dejó caer la cuerda, enlazó un tocón, y descendió al suelo. Cuando el muchacho pasó con la carreta, Cugel saltó al camino.
—¡Alto! ¿Qué llevas aquí?
El muchacho retrocedió, asustado.
—Es una nueva rueda para el carro y desayuno para mis hermanos: un perol de buen guiso, una hogaza de pan y una jarra de vino. Si eres un ladrón, aquí no hay nada para ti.
—Yo seré el juez de eso —dijo Cugel. Dio un puntapié a la rueda para liberarla del peso, y la envió girando por el cielo mientras el muchacho le miraba con la boca abierta de asombro. Luego tomó el perol del guiso, el pan y el vino de la carreta.
—Ahora puedes continuar —le dijo al muchacho—. Si tus hermanos preguntan por la rueda y el desayuno, puedes mencionarles el nombre «Cugel» y la suma «cinco terces» —El muchacho se marchó a toda prisa con la carreta. Cugel tomó el perol, el pan y el vino y, soltando la cuerda, derivó de nuevo en el aire.
Los tres granjeros llegaron a la carrera por el camino, seguidos por el muchacho. Se detuvieron y gritaron:
—¡Cugel! ¿Dónde estás? Queremos decirte una o dos palabras. —Y uno añadió ingeniosamente—: ¡Queremos devolverte tus cinco terces!
Cugel no se dignó contestar. El muchacho, buscando la rueda en el cielo, divisó la cama y la señaló, y los granjeros, con el rostro enrojecido por la furia, agitaron sus puños y barbotaron maldiciones. Cugel escuchó con impasible regocijo durante unos minutos, hasta que la brisa, refrescando, lo barrió hacia las colinas y Port Perdusz.
Un viento favorable empujó a Cugel y a su cama por encima de las colinas, confortable y convenientemente. Mientras derivaban sobre la última cresta, el paisaje se disolvió en la lejanía, y ante él, de este a oeste, se extendió el estuario del río Chaing, en un gran meandro de líquido metal negro.
Hacia el oeste, a lo largo de la orilla, Cugel observó una dispersa extensión de desmoronantes estructuras grises: Port Perdusz. Había media docena de barcos amarrados en los muelles; a tanta distancia, Cugel no podía distinguir uno de otro.
Hizo que la cama descendiera colgando su espada y sus botas a cada lado, de modo que sufrieran los efectos de las fuerzas de la gravedad. Empujada por caprichosas ráfagas de viento, la cama descendió en direcciones más allá del control de Cugel, y finalmente cayó en medio de un matorral de tulsíferos, a unos pocos metros de la desembocadura del río.
Cugel abandonó reluctante la cama y echó a andar hacia el camino que bordeaba el río, cruzando una pantanosa llanura poblada por una docena de especies de plantas más o menos nocivas: bardana roja y negra, espinos vesicantes, hurses de flores marrones, enredaderas sensitivas que se apartaban con disgusto al acercarse él. Lagartos azules le silbaban furiosamente a su paso, y Cugel, ya de humor irritable por el contacto con los espinos vesicantes, les gritó en respuesta:
—¡Silbad hacia otro lado, sabandijas! ¡No espero nada mejor de bestias de tan poca calaña!
Los lagartos, adivinando la naturaleza de la respuesta de Cugel, corrieron hacia él a pequeños saltos, silbando y escupiendo, hasta que Cugel agarró una rama muerta y, golpeando el suelo, los mantuvo a raya.
Finalmente alcanzó el camino. Se sacudió las ropas, golpeó el sombrero contra su pierna, cuidando de evitar el contacto con la «Estallido Pectoral». Luego, girando la espada de modo que formara un ángulo más airoso, echó a andar hacia Port Perdusz.
Era mediada la tarde. Una hilera de altos deodars bordeaba el camino; Cugel se veía alternativamente bañado por su negra sombra y la rojiza luz del sol. Observó la presencia de alguna choza ocasional en la ladera de la colina, y barcazas medio podridas a lo largo de la orilla del río. El camino pasaba junto a un antiguo cementerio al que daban sombra irregulares hileras de cipreses, luego se desvió hacia el río para evitar una escarpadura sobre la que se divisaba perchado un palacio en ruinas.
Entrando en la ciudad propiamente dicha, el camino formaba un recodo en torno a la parte de atrás de una plaza central, donde pasaba frente a un amplio edilicio semicircular, que en su tiempo debía haber sido un teatro o una sala de conciertos pero ahora era una posada. Luego el camino volvía junto al agua, y pasaba al lado de los barcos que Cugel había observado desde el aire. Una pregunta se formó en la mente de Cugel: ¿estaría el Galante todavía en el puerto?
Era improbable, pero no imposible.
Sería de lo más embarazoso si por casualidad se encontraba frente al capitán Baunt, o Drofo, o la señora Soldinck, o incluso el propio Soldinck
Se detuvo en medio del camino y enumeró una serie de tortuosos argumentos que quizá pudiera usar para aliviar las tensiones. Al fin se admitió a sí mismo que, realísticamente, no cabía esperar que ninguno tuviera éxito, y que una formal inclinación de cabeza, o un simple gesto que no comprometiera a nada, serviría lo mismo.
Vigilando atentamente en todas direcciones, Cugel vagabundeó por el viejo y ruinoso puerto. Descubrió tres barcos de altura y dos pequeñas embarcaciones costeras, junto con un transbordador que debía unir la orilla opuesta.
Ninguno era el Galante, con gran alivio de Cugel.
El primer barco, y el más alejado de la plaza, era una barcaza sin nombre visible, que se dedicaba evidentemente al comercio fluvial. El segundo, un gran galeón llamado Leucidion, había descargado ya lo que transportaba, y ahora se dedicaba a tareas de reparación. El tercero, y más cercano a la plaza, era el Avventura, un barco pequeño y de lineas graciosas, que estaba embarcando carga y provisiones para zarpar.
El muelle estaba comparativamente animado; con el trasiego de los carretones, los gritos y maldiciones de los cargadores, y la alegre música de las concertinas a bordo de la barcaza.
Un hombre bajo, grueso y rubicundo, con el uniforme de oficial subalterno, se detuvo para inspeccionar a Cugel con ojo calculador, luego se dio la vuelta y entró en uno de los almacenes cercanos.
Un hombre corpulento, con una camisa a rayas azul índigo y blanco, un sombrero cónico con una cadena de oro colgando al lado de su oreja derecha, y una canilla de oro en su mejilla izquierda estaba reclinado en la borda del Leucidion. Su atuendo era el de los castilliones ribereños
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Cugel se acercó confiado al Leucidion y, asumiendo una expresión jovial, agitó una mano en amistoso saludo.
El capitán de la embarcación le observó impasible, sin responder.
Cugel exclamó:
—¡Un hermoso barco! Veo que ha sufrido algunas averías.
Finalmente, el capitán de la embarcación respondió:
—Ya he sido notificado al respecto.
—¿Hacia dónde zarpáis cuando estén reparados los daños?
—A nuestra ruta habitual.
—¿Que es?
—A Latticut y Las Tres Hermanas, o a Woy si se presenta carga.
—Estoy buscando pasaje a Almery —dijo Cugel.
—No lo encontrarás aquí —respondió el capitán con una hosca sonrisa—. Soy valiente, pero no imprudente.
Con voz ligeramente humilde, Cugel protestó:
—¡Pero seguro que hay alguien que parta hacia el sur desde Port Perdusz! ¡Es algo lógico!
El capitán se encogió de hombros y miró hacia el cielo.
—Si ésta es tu opinión razonada, entonces no dudo de ella.
Cugel tiró impacientemente hacia abajo del pomo de su espada.
—¿Cómo sugerís que puedo viajar al sur?
—¿Por mar? —El capitán señaló con el pulgar hacia el Avventura—. Habla con Wiskich; es un dilck y un loco, con tanto talento marinero como una oveja de las montañas azules. Págale los terces suficientes, y te llevará hasta la propia Jehane.
—Sé seguro —dijo Cugel— que algunos cargamentos de valor llegan a Port Perdusz procedentes de Saskervoy, y de aquí son embarcados a Almery.
El capitán escuchó con escaso interés.
Lo más probable es que lo hagan por caravana, como la de Yadcomo o la de Varmous. O, por lo que sé, Wiskich los embarque al sur en el Avventura. Todos los dilcks están locos. Creen que vivirán eternamente e ignoran el peligro. Sus barcos llevan lámparas en el mástil de proa para que, cuando el sol se apague definitivamente, puedan iluminar su camino de regreso a través del mar hasta Dildusa.
Cugel empezó a hacer otra pregunta, pero el capitán se había retirado a su cabina.
Durante la conversación, un hombre bajo y robusto vestido de uniforme había surgido del almacén. Escuchó un momento lo que se decía, luego se dirigió con paso enérgico al Avventura. Subió corriendo la pasarela y desapareció en la cabina. Casi inmediatamente regresó pasarela abajo, se detuvo un momento, luego, ignorando a Cugel, volvió con paso tranquilo y digno al almacén.
Cugel se dirigió al Avventura, esperando al menos averiguar el itinerario propuesto por Wiskich para su barco. Al pie de la pasarela había un cartel, que Cugel leyó con gran interés:
¡PASAJEROS CON DESTINO AL SUR,
TOMAD NOTA!
LOS PUERTOS DE ATRAQUE
SON YA DEFINITIVOS. SON:
MARAZÉ Y LAS ISLAS DE LA BRUMA
LAVRRAKI REAL, OCTORUS, KAIIN
VARIOS PUERTOS DE ALMERY
¡NO SUBAIS AL BARCO SIN BILLETE!
ASEGURAD EL BILLETE
EN UN AGENTE EXPENDEDOR
EN EL ALMACÉN GRIS JUNTO AL MUELLE
Cugel avanzó a largas zancadas cruzando el muelle y entró en el almacén. Una oficina a un lado estaba identificada con un viejo letrero:
OFICINA DEL AGENTE EXPENDEDOR
DE BILLETES
Cugel entró en la oficina, donde, sentado tras un destartalado escritorio, descubrió al hombre bajo y robusto con el uniforme oscuro, efectuando anotaciones en un libro.
El oficial alzó la mirada de su trabajo.
—¿Deseáis, señor?
—Quiero un pasaje a bordo del Avventura para Almery. Puedes prepararme un billete.
El agente volvió una página del libro y frunció pensativo los ojos mientras contemplaba una serie de anotaciones.
—Lamento decir que el barco está completamente lleno. Una lástima… ¡Un momento! ¡Puede que se produzca una cancelación! Si es así, estáis de suerte, pues no habrá otro viaje este año… Dejadme ver. ¡Sí! El jerarca Hopple se ha puesto enfermo.
—¡Excelente! ¿Cuál es el precio?
—El billete disponible es de primera clase en alojamiento y vituallas, a doscientos terces.
—¿Qué? —exclamó angustiado Cugel—. ¡Ése es un precio escandaloso! ¡Sólo tengo cuarenta y cinco terces en mi bolsa, ni una moneda más!
El agente asintió con placidez.
—Volvéis a estar de suerte. El jerarca hizo un depósito de ciento cincuenta terces como reserva de su billete que no le serán devueltos. No veo ninguna razón por la que no debamos añadir vuestros cuarenta y cinco terces a la suma y, aunque el total asciende solamente a ciento cincuenta y cinco terces, tendréis vuestro billete, y yo haré algunos ajustes en mis libros para que cuadren las cuentas.
—Es muy amable por vuestra parte —dijo Cugel, con en repentino respeto hacia el hombre. Sacó los terces de su bolsa y se los entregó al agente, que le devolvió un rozo de papel marcado con una serie de caracteres extraños a Cugel.
—Y aquí está vuestro billete.
Cugel dobló reverentemente el billete y lo metió en su bolsa. Dijo:
—Espero que podré subir ahora mismo al barco, puesto que me he quedado sin fondos para comer o dormir en otro lugar.
—Estoy seguro de que no habrá ningún problema —dijo el agente expendedor—. Pero si aguardáis aquí un momento, iré al barco y hablaré unas palabras con el capitán.
—Es muy amable por vuestra parte —dijo Cugel, y se sentó en una silla. El agente abandonó la oficina.