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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La saga de Cugel

BOOK: La saga de Cugel
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Aunque escrita más de diez años después de su antecesora,
Los ojos del sobremundo, La saga de Cugel
retorna a su héroe, Cugel el Astuto, en el mismo momento y lugar donde lo dejó al final del libro anterior: varado por segunda vez en una lejana playa septentrional, odiando más que nunca a Iocounu, el Mago Reidor, y deseoso de emprender de nuevo, y más que nunca su venganza. Para ello tendrá que iniciar de nuevo el periplo que lo lleve de vuelta a Almery. Pero eso no arredra a un hombre del ingenio y la astucia de Cugel. Cruzando tierras desconocidas; actuando según se presente como ladrón de escamas mágicas, sanador de gusanos gigantes, capitán de una tripulación de coléricas mujeres; avanzando etapa a etapa, intenta, una vez más, el regreso a sus orígenes. Y, por el camino, encontrará a otros cuatro magos, víctimas también del Mago Reidor, y ansiosos como él de vengarse de Iocounu…

Jack Vance

La saga de Cugel

La saga de la tierra moribunda III

ePUB v2.0

Zacarias
01.09.12

Título original:
Cugel´s Saga

Jack Vance, 1983

Traducción: Domingo Santos

Portada: Antoni Garcés

Editor original: Zacarias (v1.0)

ePub base v2.0

Donde prosiguen las aventuras

del Cugel el astuto, iniciadas en

«Los ojos del sobremundo».

Libro Primero
DE LA COSTA DE SHANGLESTON
A SASKERVOY
1
Flutic

Iucounu (conocido en toda Almery como «el Mago Reidor») había gastado a Cugel una de sus más hirientes bromas. Por segunda vez, Cugel había sido llevado por los aires, arrastrado hacia el norte a través del Océano de los Suspiros, y dejado caer sobre aquella melancólica playa conocida como la costa de Shanglestone.

Cugel se puso en pie, se sacudió la arena de su capa y se ajustó el sombrero. Estaba a menos de veinte metros del lugar donde había sido dejado caer la primera vez, también a instancias de Iucounu. No llevaba espada, y su bolsa no contenía ningún terce.

La soledad era absoluta. No podía oírse ningún sonido excepto el suspirar del viento entre las dunas. Muy hacia el este un impreciso promontorio penetraba en el agua, al igual que otro, muy remoto también, hacia el oeste. Al sur se abría el mar, vacío a no ser por el reflejo del viejo sol rojo.

Las heladas facultades de Cugel empezaron a descongelarse, y toda una sucesión de emociones, una tras otra, se dejaron sentir en su interior, con la furia dominando a todas las demás.

Iucounu debía estar gozando ahora plenamente de su jugarreta. Cugel alzó el puño derecho y lo agitó hacia el sur.

—¡Iucounu, esta vez te has pasado! ¡Esta vez pagarás por lo que has hecho! ¡Cugel promete venganza!

Durante un tiempo caminó arriba y abajo, gritando y maldiciendo: una persona de largos brazos y piernas con lacio pelo negro, mejillas hundidas y una fruncida boca de gran flexibilidad. Era media tarde, y el sol, a mitad de camino ya hacia el oeste, se arrastraba por el cielo como un animal enfermo. Cugel, cuya principal virtud era ser práctico, decidió posponer el resto de sus maldiciones; lo más urgente ahora era hallar un abrigo para la noche. Apeló a una última maldición que arrojó brasas encendidas sobre la cabeza de Iucounu, luego echó a andar sobre los guijarros y trepó a la cresta de una duna para mirar en todas direcciones.

Al norte, una sucesión de marismas y bosquecillos de alerces negros se perdía en la oscuridad.

Cugel se limitó a lanzar una fugaz mirada hacia el este. Allí estaban los poblados e Smolod y Grodz, y la gente tenía buena memoria en la región de Cutz.

Al sur, inmóvil y lánguido, el océano se extendía hasta el horizonte y más allá.

Al oeste, la orilla se dilataba hasta lo lejos para unirse con una línea de bajas colinas que penetraban en el mar, formando una especie de promontorio. Un destello rojizo parpadeó en la distancia, y Cugel sintió inmediatamente atraída su atención.

¡Un destello como aquel solamente podía significar la luz del sol reflejada en un cristal!

Cugel marcó la posición del destello, que desapareció de su vista cuando el sol varió de posición. Bajó la cara de la duna y echó a andar a buen paso a lo largo de la playa.

El sol se ocultó tras el promontorio; una penumbra gris lavanda se extendió sobre la playa. Un brazo de aquel enorme bosque conocido como el Gran Erm descendía desde el norte, sugiriendo un cierto número de siniestras posibilidades, y Cugel aceleró el paso a largas y rápidas zancadas.

Las colinas se recortaban negras contra el cielo, pero no se veía ninguna señal de presencia humana. El desánimo se apoderó de Cugel. Siguió avanzando más lentamente ahora, escrutando con cuidado el paisaje, y al fin, con gran satisfacción, llegó a un amplio y elaborado edificio de diseño arcaico, escudado tras los árboles de un descuidado jardín. Las ventanas inferiores resplandecían con una luz ámbar: una visión alegre para un vagabundo sorprendido por la noche.

Cugel giró rápidamente y se acercó al edificio, echando a un lado todas sus habituales precauciones de vigilancia y de echar primero un vistazo por las ventanas tras divisar dos formas blancas al borde del bosque, que retrocedieron rápidamente a las sombras cuando se volvió para mirar.

Avanzó directamente hacia la puerta y tiró con energía de la cadena de la campanilla. Desde dentro llegó el sonido de un distante gong.

Transcurrió un momento. Cugel miró nervioso por encima del hombro y tiró de nuevo de la cadena. Finalmente oyó acercarse unos lentos pasos desde el interior.

La puerta se abrió ligeramente, y un hombre de rostro crispado, delgado, pálido y de hombros caídos miró por la rendija.

Cugel usó los tonos más suaves de la gentileza.

—¡Buenas tardes! ¿Puedo preguntar cómo se llama este antiguo y agradable lugar?

El viejo respondió sin la menor cordialidad:

—Señor, esto es Flutic, donde reside el Maestro Twango. ¿Qué se te ofrece?

—Nada fuera de lo normal —dijo Cugel alegremente—. Soy un viajero que parece que ha perdido su camino. En consecuencia, solicito la hospitalidad del Maestro Twango para esta noche, si es posible.

—Completamente imposible. ¿De qué dirección vienes?

—Del este.

—Entonces sigue el camino y cruza el bosque y la colina hasta Saskervoy. Encontrarás alojamiento acorde a tus necesidades en la Hospedería de las Lámparas Azules.

—Esto está demasiado lejos, y de todos modos los ladrones me han robado todo mi dinero.

—Encontrarás pocas comodidades aquí; el Maestro Twango dedica poca atención a los indigentes. —El viejo empezó a cerrar la puerta, pero Cugel puso el pie en la abertura.

—¡Espera! He visto dos formas blancas en el lindero del bosque, y no me atrevo a ir más lejos esta noche.

—Sobre esto puedo aconsejarte —dijo el viejo—. Esas criaturas son probablemente remerodeadores, o calípedes hiperbóreos, si prefieres ese término. Vuelve a la playa y métete tres metros en el agua; estarás a salvo de su avidez. Luego, mañana, podrás seguir tu camino a Saskervoy.

La puerta se cerró. Cugel miró ansiosamente por encima del hombro. A la entrada del jardín, donde una serie de grandes tejos flanqueaban el camino, entrevió un par de inmóviles figuras blancas. Se volvió hacia la puerta y tiró fuertemente de la cadena de la campanilla.

Los lentos pasos volvieron a sonar sobre el suelo, y la puerta se abrió de nuevo. El viejo miró al exterior.

—¿Señor?

—¡Los ghouls están ahora en el jardín! ¡Bloquean el camino a la playa!

El viejo abrió la boca para hablar, luego parpadeó cuando una nueva idea penetró en su mente. Inclinó la cabeza hacia un lado y dijo con astucia.

—¿No tienes fondos?

—Ni siquiera una moneda.

—Bien, entonces, ¿estás dispuesto a trabajar?

—¡Por supuesto, si sobrevivo a esta noche!

—En ese caso, estás de suerte. El Maestro Twango puede ofrecer empleo a un trabajador voluntarioso. —El viejo acabó de abrir la puerta, y Cugel entró agradecido en el edificio.

Con un floreo casi exuberante, el viejo cerró la puerta.

—Ven, te llevaré al Maestro Twango para que discutas con él los términos de tu empleo. ¿Cómo quieres ser anunciado?

—Me llamo Cugel.

—Así, pues. Te gustarán las oportunidades. ¿Vienes? ¡Aquí en Flutic somos activos!

Pese a todo, Cugel retuvo el paso.

—Dime algo acerca del empleo. Al fin y al cabo, soy una persona de calidad, y no meto la mano sobre cualquier cosa.

—¡No temas! El Maestro Twango te concederá todas las distinciones que quieras. ¡Ah, Cugel, serás un hombre feliz! ¡Oh, si yo fuera joven de nuevo! Por aquí, por favor.

Cugel siguió en su sitio.

—Primero lo primero. Estoy cansado y mi aspecto no es demasiado bueno a causa del viaje. Antes de conferenciar con el Maestro Twango me gustaría beber algo y quizá dar un par o tres bocados. De hecho, podríamos esperar hasta mañana por la mañana: así le haré mucha mejor impresión.

El viejo meditó.

—En Flutic todo es exacto, y cada cosa se equilibra con otra. ¿A qué cuenta cargar lo que comas y bebas? ¿A la de Gark? ¿A la de Gookin? ¿A la del propio Maestro Twango? Absurdo. Inevitablemente, la consumición deberá ser cargada a la cuenta de Weamish, es decir, yo. ¡Nunca! Mi cuenta está limpia, y tengo intención de que siga estándolo porque pronto voy a retirarme.

—No comprendo nada de esto —gruñó Cugel.

—¡Oh, lo entenderás! Ahora vamos a ver a Twango. Cugel siguió de mala gana a Weamish hasta una estancia llena de estanterías y alacenas: un almacén de curiosidades, a juzgar por los artículos a la vista.

—¡Espera aquí un momentito! —dijo Weamish, y salió de la habitación cojeando sobre sus largas piernas.

Cugel miró aquí y allá, inspeccionando las curiosidades y estimando su valor. Era extraño hallar tales objetos en un lugar tan remoto. Se inclinó para examinar un par de grotescas formas cuasi humanas talladas con extremado detalle. Un gran despliegue de habilidad artesana, pensó.

Weamish regresó.

—Twango te verá dentro de un momento. Mientras tanto, te ofrece para tu personal regalo esta copa de té de verbena, junto con estas dos galletas nutritivas, sin ningún cargo.

Cugel bebió el té y devoró las galletas.

—Este acto de hospitalidad de Twango, aunque simbólico, habla mucho en su favor. —Señaló las alacenas—. ¿Todo esto es la colección personal de Twango?

—Así es. Antes de su actual ocupación, trataba ampliamente con estos artículos.

—Sus gustos son extraños, me atrevería a decir incluso peculiares.

Weamish alzó sus blancas cejas.

—Al respecto no puedo decir nada. Todo esto me parece completamente normal.

—En absoluto —dijo Cugel. Señaló el par de grotescas figuras—. Por ejemplo, raras veces he visto objetos tan estudiadamente repulsivos como este par de bibelots. ¡Están muy bien hechos, de acuerdo! ¡Observa el detalle con que están modeladas estas horribles orejitas! Los hocicos, las garras: ¡su malignidad es casi real! Pero pese a todos, son el trabajo innegable de una imaginación enferma.

Los objetos retrocedieron y se irguieron. Uno de ellos dijo con voz rasposa:

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