Completado el reconocimiento del cadáver y con la ayuda de los señores peritos, fue juzgada la muerte del llamado Vlaich, derivada del estrangulamiento causado por una soga que se ha encontrado alrededor de su cuello. Una extremidad de la cuerda estaba anudada a un gancho de hierro anclado en los travesaños del soportal de los Scalzi, lateral a la posada Grande. Dicho cadáver desnudo presentaba algunos moratones en la muñeca izquierda, que el médico no ha sabido aclarar. El brazo derecho carecía de mano, pero el muñón resultaba bien cicatrizado, probablemente unos meses antes. Tenía además la cara hinchada y ennegrecida. Investigado el motivo por el que dicho hombre se ha quitado la vida con una muerte tan desesperada, el tabernero de la posada Grande ha indicado que, un par de horas antes del hecho, Vlaich se le acercó preguntando por un cliente allí alojado. Habiéndole explicado el tabernero que la persona que buscaba no se encontraba en su habitación, Vlaich había vuelto insistentemente a buscarlo una hora más tarde y, recibida la misma respuesta, se había ido desconsolado. Poco después, por obra del mismo tabernero, que había abierto un ventanuco de la cocina, comunicante con el soportal de los Scalzi, nuestro hombre fue encontrado colgado del travesaño.
La persona tan esperada por Vlaich en las horas anteriores al hecho fatal ha aparecido ante el actuario criminal Giovanni Pichel de Ehrenlieb. Se trata de un caballero alemán que en su pasaporte lleva por nombre Joanni Winckelmann,
Praefecti Antiquitatum Romae
. El aquí nombrado se hallaba a la espera del paso de una nave que se dirigía a Ancona, y no supo indicar ni suponer el motivo por el que Vlaich le buscaba con tanto ahínco.
No se conocen otros motivos por los que el desgraciado cantante haya vuelto a Trieste, de donde faltaba desde hacía casi veinte años. En el bolsillo de la chaqueta se encontró el indecente opúsculo que se adjunta a la investigación…
Roma, febrero de 1772
T
OCAD QUÉ SUAVE ES —DIJO MlLADY A Heinrich, mostrándole un grueso libro encuadernado en piel. El joven se sentía un poco mareado después de aquel brusco despertar. Además de él mismo, allí solo estaban Moira, Tomaso y pocos más.
Heinrich se estiró para coger entre sus manos el volumen que la Comendadora le entregaba. Se trataba en apariencia de un libro de cuentas, que llevaba en las páginas numeradas en papel aterciopelado una larga serie de nombres en columna y orden alfabético, acompañados por una serie de fechas.
—¿Qué te parece, joven? —le preguntó Moira, sonriendo—. ¿Una encuadernación excelente, no?
—Efectivamente se trata de un trabajo bien hecho —respondió Heinrich. Había algo que se le escapaba, teniendo en cuenta el interés con el que todos a su alrededor trataban aquel libro. Estaba seguro.
—¿No sentís curiosidad por saber de qué se trata? —le preguntó de nuevo Milady, guiñándole el ojo con una mueca irónica—. Leed también los nombres. ¿Los hay de gente poco sospechosa, no creéis? Nobles, cardenales, literatos… son todos de gente que tiene cuentas pendientes con alguno de nosotros, o con nuestros amigos, o con los amigos de nuestros amigos…
«¿Cuentas pendientes?»
—¿Y qué es lo que le ocurre a esta gente?
—Pagan sus cuentas. Antes o después, pero al final todos pagan —se rio Milady— La primera es la fecha de la deuda, la otra la del pago —los ojos de color avellana, salpicado de verde, le brillaron con malicia.
—Creo que no lo entiendo del todo… ¿Cómo pagan?
—Las descortesías cuestan caras, mi querido amigo —la voz de la mujer se había vuelto repentinamente dura y cortante—.
Iustitia suum cuique distribuit
, dice el gran Cicerón. A cada uno lo suyo.
Heinrich notaba que tenía la garganta seca. No podía apartar de aquellos nombres la mirada llena de asombro. Algunos eran sumamente ilustres, y había incluso príncipes y cardenales, italianos y extranjeros. ¿Cómo podía esta banda de vagabundos que le había hecho prisionero tener algo que ver con gente de aquella notoriedad y poder?
—Me resulta increíble pensar que algunas de estas personas, que yo tengo noticia de que han sido recibidas en las cortes y en las universidades de Europa, hayan hecho algo malo a alguno de vosotros… —tartamudeó.
—No necesariamente a uno de nosotros. A menudo actuamos por comisión. Uno tiene un enemigo, quiere librarse de él, nos paga, y nosotros realizamos el trabajo. Los negocios son lo único que nos importa. La persona en cuestión satisface su deseo más grande sin ensuciarse las manos, nosotros recibimos el dinero, que es repartido entre todos los miembros de la Gran Confraternidad, según la necesidad de los tiempos. Sin contar que, desde ese momento, tenemos entre manos el arma para chantajear a la persona que nos ha pedido el favor… —reía. La voz era cada vez más ronca.
Heinrich tembló. Se hubiera esperado cualquier otra cosa, pero no aquella crueldad tan tranquilamente expuesta. «¿Quién era aquella mujer? Pero, ¿de verdad se trataba de una mujer? ¿Puede una mujer concebir pensamientos parecidos?»
—Entonces, la justicia ¿dónde está? —tartamudeó con la respiración entrecortada—. Yo creía que… Vamos, que cuando Tomaso hablaba de la injusticia que había padecido… de la justicia que tenía que volver…
—Cada uno tiene la justicia que se merece —cortó por lo sano Tomaso, que hasta aquel momento había permanecido callado. También Moira levantó los hombros y se agachó para coger algo de tabaco de una cajita plateada que le había traído Jacobus.
—A Winckelmann apenas lo conocía —replicó Milady con aire aburrido—. En Roma se termina de todos modos por conocer a todo el mundo. Un hombre bien situado, si tengo que decirlo todo, pero no de mi gusto, aunque no me disgusta que el trasero de un hombre tenga esa redondez. Tan aburrido, por desgracia, en la elección de los argumentos de conversación… Y todavía peores eran sus amigos cantantes: aquel castrado, Domenico Annibali, tan presuntuoso que desde la primera vez que lo vi sentí el impulso de lanzarle un puntapié en su gordo trasero. Y aquel otro, Vlaich, tan desagradable y artificioso hablando: además, era un perfecto gilipollas por sus ideas sobre las mujeres… Ah, pero lo han pagado caro. Porque yo, tarde o temprano, llego para hacer las cuentas. Nadie puede burlarse impunemente de Milady. ¿Acaso no es verdad que soy la Comendadora de los Avispones, capaz de poner de rodillas a los hombres más fieros de Europa? —su voz había subido repentinamente de tono, llena de ira.
Las personas a su alrededor se arrodillaron con respeto. Milady pareció tranquilizarse.
—No tenía nada personal con ese Winckelmann. Fue Tomaso quien recurrió al Gran Comendador de todas las hermandades, y por lo tanto su caso fue encargado a mi gente, dada la calidad de la red que habíamos desplegado en toda Europa. Naturalmente, me comprometí a fondo. En primer lugar, porque humillar a un poderoso es siempre una gran satisfacción; en segundo lugar, porque encuentro un gusto especial si el tipo en cuestión es además de los que desprecian a las mujeres. Deberías haberlo visto aquella mañana, cuando mí Sebastian se enfrentó con él en el bosque, en los alrededores de la posada del Tejón. Cómo perdió la cabeza, aquel gran hombre. Desde la copa de los árboles seguí la escena de maravilla. Pareció que se desplomaba sobre sí mismo, el rostro completamente contraído por el miedo… Francamente, no existe para mí un placer más grande que ese: asustar a una persona hasta el punto de verla realizar estupideces, olfatear el olor equino que los machos emanan cuando un profundo terror los agita… Algunos de los comendadores de las otras hermandades seguramente habrían actuado de otra forma, pero yo creo que a los poderosos es justo echarles en cara la amenaza de revelar al mundo sus trapos sucios. Que tiemblen ante el pensamiento de sus infamias aireadas. Que imploren. Que se arrastren como gusanos.
Heinrich se quedó sin respiración. Había muchos nombres extranjeros en aquella extraña lista. Le entraron ganas de mirar en las últimas páginas, donde seguramente estaba anotado también el de Winckelmann, pero no se atrevió. «Tengo que estar pendiente de lo que digo. Estoy en peligro. No quiero morir en la oscuridad de estas catacumbas.»
Milady señaló el libro con el dedo.
—Actuamos también más allá de las fronteras del Estado Pontificio, como seguramente habéis entendido. También al otro lado de los Alpes, me refiero.
—Por lo tanto, debéis tener una organización muy poderosa.
—Poderosa porque está organizada con reglas de obediencia férrea, y quien entra está obligado a seguirlas o paga con su propia muerte —dijo fríamente Milady—. Y porque está dotada de una red de Avispones siempre alerta. Nada escapa a sus oídos, ni siquiera el mínimo susurro. Nada pasa desapercibido. Aquí tenemos algún excelente ejemplo —concluyó, mirando con una sonrisa a Sebastian y a Jacobus que, ante el cumplido, se arrodillaron complacidos.
Heinrich cerró el libro y pasó el dedo por encima de la cubierta. Excelente fabricación, no había nada que objetar.
—¿Suave, eh? Nuestro taller cerca del Tíber está especializado en estos trabajos refinados… —se entrometió nuevamente Moira, carcajeándose—. ¿Sabes, joven, a qué me refiero?
—Ternero, diría —suspiró Heinrich, y volvió a pensar que algo se le escapaba de tanto como insistía la Comendadora sobre la fabricación del libro…
—Todos caen. Y en cambio se trata de piel humana, de un hombre de unos treinta años, que mató a uno de los nuestros.
—¡Imposible! —gritó el joven horrorizado.
Entre el coro de risas, cuyo eco se perdió en los túneles negros de la caverna, Moira le contestó.
—Nada más fácil, en cambio. Es materia disponible en gran cantidad y ofrece resultados sorprendentes en cuanto a resistencia y suavidad: guantes, botas, incluso ropa interior… —se dirigió a Sebastian, autoritario—. Venga, muestra tus culotes a nuestro incrédulo amigo, déjaselos tocar… —y mientras Sebastian le hacía caso, desabrochándose los pantalones y mostrándole unos largos calzoncillos de piel clara, el impresor añadió—. ¡Mira, suizo! Piel suave, sin una sola costura. Era de una señorita muy sabionda que se negó a satisfacer las apetencias de nuestro amigo. Ahora ya no puede escapar a un… toque suyo, ¿digo bien, Sebastian?
La nueva risa de la camarilla a su izquierda heló a Heinrich. Pero todavía más le hizo temblar la voz malvada de Sebastian.
—Y cuando me entran ganas, golpeo los muslos, los rozo y tengo la satisfacción de gritar: «¡Toma ya! ¡Pedazo de gilipollas! ¡Esto va por ti!»
Heinrich empezó a temblar y el libro se le cayó de las manos.
Roma, noviembre de 1759
P
ROCESO VERBAL DE LAS DECLARACIONES RECIBIDAS por Matteo Rizzucci, llamado Alfredo, de cuarenta y dos años, de profesión alfarero de Santa María de Trastevere. Sostiene el arriba nombrado Rizzucci que, encontrándose con un sujeto de nombre Vittorino Melli di Caprarola, un conocido suyo ocasional, en la calle de la Scrofa, frente al taller de un peletero, que se distinguía a distancia por el fuerte olor, Melli le dijo que buscaba información y entró allí dentro. El arriba nombrado Rizzucci, permaneciendo junto a la puerta, escuchó la conversación que ahora refiere, palabra por palabra.
MELLI: ¿Tenéis en vuestro taller artículos de piel humana?
PELETERO: No, señor. Pero si los necesitáis, podría encontrarlos. Conozco ciertas curtidurías, al por mayor, especializadas precisamente en ese material. Están fuera de las murallas, a lo largo del Tíber. Aquí trabajamos al por menor, sólo con pedidos.
MELLI: Pero, ¿se puede estar seguro de que se trata de piel de buena calidad?
PELETERO: El material es resistente. Excelente para encuadernar libros, mejor que la piel de ternera. Y se puede confeccionar cualquier cosa: guantes, zapatillas, cojines. Hay quien quiere incluso culotes a la francesa, porque son muy suaves, duran mucho y, sobre todo, carecen de las tan molestas costuras.
MELLI: ¿Mejor la piel de hombre o de mujer?
PELETERO: Es lo mismo. La de mujer es, sin lugar a dudas, la más fina, ideal para los guantes.
MELLI: ¿Y de dónde procede el material?
PELETERO: De las prisiones pontificias, de los hospitales, de los asilos de mendigos… sobre todo de la cárcel de Ponte Sixto. Los guardias redondean las pagas con estos tráficos, ya que cada noche llega una barcaza de cadáveres que sube por el Tíber, hasta esa zona de bosques que os he mencionado antes. Porque para la salazón y el curtido se necesita aire y agua en cantidad, y aquí en la ciudad, por el olor y las suciedades que producen, es un trabajo que no se puede realizar.
MELLI: Siento curiosidad por saber qué tipo de gente se ocupa de este trabajo.
PELETERO: Les llaman los Ventosos. Yo creo que son pastores, acostumbrados a descuartizar a las bestias con su cuchillo. Muchos son ex soldados que aprenden la práctica en la guerra, con los enemigos muertos, a quienes suelen arrancar algo para llevarlo como trofeo a casa. De todos modos, los que traen a la ciudad la piel ya preparada pertenecen a la llamada hermandad de los Huérfanos.
Así ha referido y jurado Matteo Rizzucci, llamado Alfredo.
No es necesario hacer un gesto delante de la gente, nadie tiene que saber nada de nosotros, excepto Dios en el cielo.
ANÓNIMO POLACO,
Peregrynacja
Trieste, junio de 1768
Q
UÉ HACER? WlNCKELMANN ESTABA ASUSTADO por lo que le había ocurrido a Vlaich. Y no creía que se tratara de una simple coincidencia. Alguien le seguía, pisándole los talones con su odio mortal. Vlaich había sido eliminado y ahora le tocaba el turno a él.
No era demasiado tarde, pero empezaba a caer una noche brumosa. La habitación donde se alojaba empezaba a llenarse de sombras. Al otro lado de la puerta el caballero escuchaba vagos ruidos, pasos amortiguados a lo largo de las escaleras, el eco de una conversación en el patio. No conseguía apartar de su memoria la imagen del caballero Vlaich colgando de un gancho en el soportal. Continuamente regresaba a su mente acompañada de un temblor de miedo físico y una gran repugnancia mental. ¿Qué era lo que tenía que hacer? ¿Qué podía hacer? ¿Salir corriendo hacia Roma para buscar un protector? Pero la nave hacia Ancona tardaba en llegar y, mientras tanto, todos los días aquel maldito canciller llamaba a su puerta para repetirle sus insistentes preguntas. Quizás el incómodo librito de Moira estaba ya circulando por los salones de Europa y él no lo sabía.