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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (15 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Un camaleón humano, la más escurridiza de todas las criaturas.
- No, quiero decir justo lo contrario. Quiero decir que siempre es el mismo, independientemente de las personas que lo acompañen. En el fondo es un hombre sencillo y honrado. ¿Qué puede haber de más noble y principesco que eso?
- Por desgracia, éstas no suelen ser las cualidades más habituales entre los nobles y los príncipes.
- Creo que intenta engañar lo menos posible a los demás y que no se quiere engañar a sí mismo en absoluto. Si los hombres ven engaño en él es porque primero se han engañado ellos mismos, viendo cosas que no hay.
- ¿Ha visto a mi hermana? -pregunté.
¿Qué habría hecho con Arsinoe?
- No -contestó Arquelao-. Arsinoe sigue en el sagrario del templo de Artemisa. Antonio no frecuenta aquel templo. Muchos de sus hombres han estado utilizando los servicios de las meretrices no oficiales que hay por allí… unas mujeres que afirman servir a la diosa con sus habilidades terrenas.
Ambos volvimos a estallar en una carcajada. Me alegraba de que Antonio no visitara aquel templo; hubiera sido humillante. Pero ¿a mí que más me daba?
Arquelao me estaba contando una historia de su corte, pero yo le escuchaba prestando más atención a mis propias reacciones que a lo que él me decía. Las observaba con el mismo detenimiento con que un niño contempla un capullo de mariposa a la espera de que se abra.
Pasé una tarde muy entretenida y Arquelao me pareció muy agradable, pero no más que muchas otras personas que yo conocía: el sacerdote de Serapis que acudía a visitarme siempre que yo quería celebrar algún aniversario o hacer una ofrenda especial; la mujer que cuidaba de los lotos del estanque del palacio y con los que confeccionaba unos delicados collares. El principal responsable de los carros de guerra, un joven muy apuesto y bien plantado. Todos eran seres humanos muy agradables que me reconfortaban el corazón con su ingenio, su habilidad o su gentileza, convirtiendo mi existencia cotidiana en una delicia.
Pero ninguna de ellas despertaba aquella parte de mi persona que se había quedado dormida o -peor todavía- que había sido asesinada junto con César. Y Arquelao tampoco la despertaba. No acertaba a imaginármelo desnudo, pero lo más significativo era que la cuestión no me interesaba. Tampoco me imaginaba a mí misma en semejante situación con él.
Aquella noche, tendida en mi lecho en medio del sofocante aire estival que llenaba la estancia, me pregunté qué era lo que despertaba semejantes sensaciones en mí y por qué razón el pensar en ellas no poseía el mismo carácter inmediato que el experimentarlas.
A veces basta el simple deseo de algo para que este algo se haga realidad. El deseo de estudiar puede despertar la voluntad de hacerlo y estimular el interés. Una lectura sobre una región puede despertar el interés por conocerla y el deseo de visitarla. Pero la pasión no se puede canalizar, no se puede sacar de su guarida por medio de trucos o estratagemas. Posee una vida propia obstinada e independiente que se queda dormida cuando sería mejor que bailara y brincara, aunque no haya motivo ni lugar donde hacerlo.
Pensé que ojalá pudiera sentir algo por Arquelao, pero no podía torcer mi voluntad. Nada se agitaba en mi interior, no sentía el menor calor en lo más hondo de mi ser. Me encontraba todavía en el sagrado lago de Isis, donde tiempo atrás había nadado surcando las aguas en medio del silencio nocturno.
40
Los vientos que soplaban en el Mediterráneo traían barcos y noticias. Yo estaba informada de lo que ocurría en todos los frentes, desde la casi mortal enfermedad de Octavio durante su travesía de regreso hasta los impresionantes progresos de Antonio en Asia. Una vez en Italia, y cuando todavía se encontraba muy débil, Octavio había tropezado con un sinfín de dificultades, desde los veteranos que le exigían la paga que él no podía darles por falta de dinero hasta los asaltos de Sexto en las rutas romanas de transporte de víveres. Las fortunas de ambos hombres eran totalmente distintas: la de Antonio subía y la de Octavio bajaba.
Antonio se pasó algún tiempo enviándome mensajeros que me «invitaban» a ir a verle. Al final dejé de recibirlos y ya no supe más de él. Muy bien. Pensaba ir a verle cuando me conviniera y de la manera que me conviniera, cuando él ya no me esperara.
Tenía que llegar a un entendimiento con Roma. A pesar de mis duras palabras y de mis despectivos pensamientos, al final no tuve más remedio que reconocer que yo tenía un hijo medio romano, hijo también de Julio César, y que estaba unida para siempre a Roma. Lo que ocurriera en Roma era importante para mi hijo y para Egipto.
El destino me había favorecido, enviando a Antonio a Oriente en lugar de Octavio. Podía negociar con Antonio y tenía intención de arrancarle el mejor pacto posible tanto para Cesarión como para Egipto. Él había hablado en el Senado de la filiación de Cesarión y yo necesitaba que siguiera apoyando mis reivindicaciones. Y quería que supiera que Egipto podía ser un valioso aliado, pero un molesto enemigo. Éramos demasiado grandes como para que se nos tratara como a unos subordinados. Nosotros no éramos Comana. Tendría que presentarse con respeto y no exigir las cosas sino pedirlas, si de veras deseaba tener las manos libres para enfrentarse con la Partia. Me pregunté cómo habría descrito exactamente Delio mi negativa a responder. En cualquier caso, Antonio se había dado por vencido. Yo había ganado la partida, al menos de momento. No sabía qué ocurriría después.
Tardaron dos meses en prepararme el barco que utilizaría en aquella curiosa misión. Elegí un «seis» y mandé reformarlo por dentro y por fuera para que no hubiera otro igual en todo el mundo. La popa estaba decorada con pan de oro. Bajo la cubierta había mandado construir una gran sala de banquetes con capacidad para doce triclinios, y espacio para los acróbatas y músicos. Mandé construir unas alacenas en las que guardar una vajilla de oro suficiente para servir tres banquetes y la bodega del barco se convirtió en una cuadra para albergar treinta caballos. Como bien saben los carpinteros de ribera, un caballo ocupa tanto espacio como cuatro hombres. Hice que mis artesanos crearan lámparas con varias luces que se pudieran colgar de los aparejos de la nave y cuya forma se pudiera modificar, pasando de un círculo a un cuadrado o a un triángulo. Cuando las lámparas subían o bajaban parecían un cielo nocturno, aunque más mágico y brillante.
Mis aposentos estarían en la popa y dispondrían de una espaciosa cama, varias mesas y sillas y muchos espejos y lámparas fijados a las paredes.
Sí, había forjado un plan y todo el dinero que me gastara en el barco merecería la pena.
En cuanto a mí, aún no había decidido cuál sería la mejor manera de presentarme en Tarso. ¿Vestida como un solemne guerrero con yelmo ceremonial y escudo? ¿Cómo la viuda de César, modesta y recatadamente vestida? ¿Cómo una altiva reina? Sería una visita de Estado. ¿Qué imagen deseaba transmitir? ¿La de una belicosa Atenea, una doliente Deméter o una majestuosa Hera?
Mis ojos se posaron casualmente en el mosaico colocado en el centro del suelo de la sala de banquetes mientras mis pensamientos vagaban sin rumbo, y entonces vi a Venus, surgiendo del mar en todo su esplendor. Venus… Afrodita… En nuestro camino hacia Tarso pasaríamos por delante de su isla, la isla de Chipre, donde quizás ella surgiría de las aguas y subiría a nuestra embarcación.
Antonio. Antonio era Dioniso. ¿Quién podría por tanto hacerle una visita de Estado a Dioniso sino Afrodita?
Sí, César me había llamado Venus y había colocado mi estatua bajo la apariencia de Venus en su templo familiar, y Antonio, como miembro que era de la
gens
Julia, también descendía de Venus. Lo más natural era que Venus Afrodita fuera a Tarso para visitar a Dioniso. De esta manera no seríamos nosotros sino otras personas, y semejante circunstancia conferiría a la reunión una característica totalmente distinta que llamaría la atención y la situaría en otro plano.
- ¡Carmiana! -grité, levantándome de mi asiento-. ¡Carmiana, avisa al maestro del vestuario!
Las velas se hincharon primero con cierta vacilación y después con orgullosa audacia. Se abrían las aguas y nosotros navegábamos a toda vela, seiscientas millas hacia la costa de Cilicia y Tarso.
A bordo del barco había todo lo necesario para crear una corte y agasajar a los romanos y a los ciudadanos de Tarso. Allí yo no le debería nada a nadie, no tendría que ser la huésped de nadie. Yo enviaría las invitaciones y tendría una corte.
¿Quiénes eran los demás gobernantes? Ninguno de ellos podía codearse con Antonio de igual a igual ni podían presentarse bajo ningún disfraz que no fuera el suyo. Tal vez el imperio tolemaico hubiera menguado y estuviera casi en las últimas, pero yo haría que mis antepasados se sintieran orgullosos de mí en aquella circunstancia. Me presentaría como una reina y como Afrodita, y todo el mundo se quedaría boquiabierto de asombro.
Sabía que mi atuendo no tendría precedentes. No sería ni de ceremonia ni convencional. Me presentaría como una mujer, pero una mujer intocable. Navegamos con Chipre a sotavento, rodeando la hermosa isla llamada de «la eterna primavera», y yo arrojé ofrendas a la diosa para que las olas las depositaran a sus pies.
«¡Afrodita -le recé-, dígnate proteger a tu hija!» Las flores y las velas se alejaron flotando a su encuentro.
Había transcurrido más de un año y medio desde que Antonio me mandara llamar por primera vez. Ya le había hecho esperar lo suficiente y tal vez ya se había hecho a la idea de que no iría a verle. Pero no estaría enojado; era un hombre tolerante, eso yo lo recordaba muy bien. Tolerante y fácil de complacer.
Pero yo tendría que hacer algo más que complacerle. Los que son fáciles de contentar, también son los más difíciles de ganar. Como todo les complace más o menos -los retazos de una canción que alguien está cantando en la habitación de al lado, un pan un poco soso, una copa de vino sencillo en un día muy caluroso-, nada les complace por encima de todo lo demás. Y sólo cuando se complace a alguien hasta ese extremo se puede decir que se ha triunfado.
Paseaba por la cubierta rodeada por un extraño mundo poblado de sueños.
Recordaba a Antonio tal como lo había visto en Roma, y me lo imaginaba fugazmente durante las Lupercales. Para ser sincera, conservaba intacto su recuerdo en algún secreto escondrijo de mi memoria pues su persona me había llamado poderosamente la atención. Y ello no sólo por su perfección física -¡cosa que tampoco se puede desdeñar!- sino también por su entusiasmo, energía y poder desbordante que, combinados con su aspecto y sus movimientos, aquel día lo habían convertido casi en un dios.
Sí, recordaba a Antonio, y recordaba también que habían transcurrido casi cuatro años. Ahora tenía cuarenta y uno y no treinta y siete. En cuatro años pueden ocurrir muchas cosas, se pueden perder otras muchas. Pero la alegría de vivir, su entusiasmo infantil, ¿se habrían perdido del todo? Y le encantaba el teatro. ¿Se habría perdido también eso?
No, lo dudaba. Era su esencia, y no se podía perder.
O sea que finalmente visitaría a Antonio. Mi llegada sería un homenaje a esas facetas de su personalidad. Yo las repetiría como un eco y las ampliaría. Juntos haríamos un ruido ensordecedor.
La costa de Cilicia apareció en el horizonte. Era la fértil región de Cilicia, una llanura costera con las montañas al fondo. Los Lágidas la habían dominado en otros tiempos, junto con Chipre. Su región hermana, la Cilicia «áspera» del oeste, era una indómita región de ensenadas y gigantescos árboles, donde los piratas habían levantado sus plazas fuertes, ahora en manos de Roma. La ciudad de Tarso se encontraba a unas doce millas romanas tierra adentro, a orillas del río Cidno, cuyas aguas solían ser muy frías; Alejandro se había bañado una vez en ellas y había pillado un fuerte resfriado pues las nieves en fusión las alimentaban en primavera.
- ¡Echa el ancla! -le ordené al capitán mientras nos acercábamos a la costa. Esperaríamos allí hasta el día siguiente, en que navegaríamos río arriba. Se tenían que hacer muchos preparativos. Y yo sabía que en cuanto avistaran el barco alertarían a Antonio en Tarso. No le había anunciado a nadie mi llegada, no había enviado ningún mensaje.
Aquella noche permanecimos anclados y yo tuve unos extraños sueños. Al final había empezado a explorar el mundo perdido de mis antepasados y había visto por mí misma lo que habíamos sido en otros tiempos. Y me estaba esperando un romano enamorado de Oriente. ¿Habría prescindido de la toga? Vería a un Antonio desconocido e ignorado. Y él me vería a mí tal como me había visto César, en mi aspecto oriental. Seríamos nuevos el uno para el otro.
Al amanecer desplegamos las velas especiales, de color púrpura y empapadas con aceite de juncia. Los vientos que soplaran a través de ellas llevarían consigo el perfume del bosque. Pero en aquel río tan abrigado y lleno de nenúfares no soplaría demasiado viento. Se necesitarían remeros, y por este motivo sacaron de la bodega los remos especiales de punta de plata para sustituir a los normales de madera de pino. Los músicos que marcarían los movimientos de los remos ocuparon sus lugares en la cubierta y bajo ella con sus flautas, pífanos y arpas. Para aquella corta travesía, los marineros de rostro curtido por el sol fueron sustituidos por unas mujeres vestidas de ninfas, que inmediatamente se situaron cerca de los cabos y el timón. Otras sostenían incensarios de perfume, de los que se escapaban nubes de olíbano y mirra que volaban hacia la playa.
Carmiana me vistió con una túnica de Venus de color dorado, casi transparente, que me caía en relucientes pliegues desde los hombros. Unos servidores colocaron en la cubierta un dosel dorado que parecía un pabellón divino y cubrieron los almohadones con pieles de leopardo. Antes de levar el ancla ocupé mi lugar, reclinándome sobre las pieles, mientras unos bellos jóvenes vestidos de Cupido se situaban a mi derecha y a mi izquierda y me daban suavemente aire con unos abanicos de plumas. Era la reproducción más fiel que había podido conseguir de una pintura de Venus que había visto en la vida real.
La embarcación se fue abriendo paso lentamente corriente arriba entre los nenúfares, sin que yo abandonara mi postura en ningún momento. Observé que la gente empezaba a congregarse en ambas orillas. Carmiana e Iras, vestidas de sirenas, permanecían junto al timón, arrojando flores a los espectadores.
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