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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (37 page)

BOOK: La seducción de Marco Antonio
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Iría a Antioquía, pero esta vez no lo haría disfrazada sino con una larga lista de exigencias que él tendría que cumplir so pena de perder la alianza con Egipto. Sabía que ahora no querría dedicar sus esfuerzos a una acción militar contra nosotros, porque tal cosa habría retrasado todavía más su principal campaña y le habría hecho perder mucho tiempo y dinero. Nos necesitaba, y necesitaba que nos estuviéramos quietos. No podía permitirse el lujo de volver la espalda a un enemigo en potencia mientras combatía contra un enemigo real.
No me llevé a mis hijos. Si Antonio quería verlos, sólo habría una manera: tendría que casarse conmigo. Y de una forma pública, no como César mediante un rito secreto en File. Me tendría que tomar por esposa en Oriente -¿qué me importaba Roma?- y reconocer a nuestros hijos como legítimos. No me importaba que no fuera legal en Roma. Ya estaba harta de aquellas excusas tanto por parte de César como de Antonio.
Y tendría que ceder a Egipto unos territorios ancestrales. Si, tendría que ofrecerme posesiones romanas como regalo de boda. No necesitaba joyas ni cosas por el estilo; me interesaban más los territorios. Y si él no estuviera de acuerdo con mis exigencias, me iría inmediatamente sin pasar ni un solo momento a solas con él. Todas aquellas decisiones habían hecho aceptable mi viaje.
En cuanto a mis sentimientos… Noche y día le pedía a Isis que me diera fuerzas para no dejarme dominar por ellos. «Cuando vuelva a verle -le decía-, ayúdame a no caer en la ignominia. Ayúdame a verle tan sólo como alguien con quien tengo que cerrar un trato político. No permitas que sucumba a las emociones, a no ser que él acceda a mis exigencias.»
Aún no le había visto. Llevaba dos días en el palacio y cada uno de nosotros esperaba que el otro lo llamara. Yo no tenía la menor intención de hacerlo, aunque tuviera que pasarme todo un mes sin verle. De hecho, al día siguiente pensaba salir a dar una vuelta para contemplar las bellezas de aquella famosa ciudad. Ya era hora de que lo hiciera.
Las sombras eran cada vez más alargadas y ya llegaban a las puertas del palacio. Más allá del horizonte el sol teñía el cielo de rojo y los pájaros regresaban volando a sus moradas.
Estaba a punto de retirarme a mis aposentos cuando se acercó un criado y me entregó una nota. Por fin. La desdoblé y la leí bajo la escasa luz.
«Me sentiría muy honrado si esta noche quisieras cenar conmigo en mis aposentos.» No decía nada más.
El muchacho estaba esperando con la cabeza ladeada.
- Puedes decirle a Antonio que la Reina acepta -le dije.
Ahora me encontraba de pie delante de la alta puerta de madera de cedro con tachones de bronce de la cámara de Antonio. Los Seléucidas eran muy aficionados a la ostentación, aunque los Lágidas tampoco les íbamos a la zaga. Pero teníamos mejor gusto que ellos. Era difícil asociar a Antonio con una puerta como aquélla, aunque tal vez fuera mejor que me reuniera con él en un lugar que no encerrara ningún recuerdo. Me ayudaría a afianzarme en el presente y a recordar lo que tenía que hacer.
Se abrió la puerta y vi una espaciosa sala con un techo tan alto que se perdía en las sombras, y en cuyas gigantescas vigas de madera ornamentada brillaban los mismos tachones de bronce que en la puerta. Al fondo, en una silla de madera labrada, se hallaba sentada una figura que, pese a su poderosa estampa, quedaba empequeñecida por el monumental tamaño de todo lo que la rodeaba.
Habían transcurrido casi cuatro años desde la última vez que le viera, el mismo tiempo que había transcurrido desde la muerte de César cuando me trasladé a Tarso. ¿Qué habría sucedido si de repente hubiera vuelto a ver a César entonces? El impacto del encuentro después de una larga separación fue mucho más fuerte de lo que yo había imaginado. Pero al mismo tiempo lo fue mucho menos pues al fin y al cabo era sólo un hombre sentado en una silla.
Se levantó, y la capa cayó en airosos pliegues a su espalda. Después alargó el brazo en gesto de bienvenida.
- Saludos, mi muy amada Reina -me dijo con una voz que inmediatamente borró de mi mente cualquier otra cosa.
- Saludos, nobilísimo triunviro Antonio -contesté, acercándome y dejándome que tomara mi mano. La besó con cierta turbación. Había muy pocas personas en la estancia, pero eran demasiadas.
- Podéis retiraros -dijo Antonio, despidiendo a sus sirvientes-. Os llamaré cuando estemos preparados para la cena.
Mientras los sirvientes se retiraban, pensé que su ausencia agravaría la situación. Éramos dos figuras excesivamente minúsculas en aquel espacio vacío que parecía destinado a albergar un ejército, un ejército montado a lomos de elefantes. Todo parecía ampliado y yo tenía la sensación de que nuestras voces resonaban como un eco.
Una parte de mí lo miraba como si fuera un desconocido mientras que la otra parte lo veía tan conocido que me parecía fuera de lugar comportarme ceremoniosamente en su presencia. Fue una sensación tan extraña que no supe qué decir.
- Siéntate aquí -me pidió Antonio, empujando una silla hacia mí.
Debía de sentir exactamente lo mismo que yo. Volvió a acomodarse en su asiento, apoyó las manos en las rodillas y se me quedó mirando.
Se le veía más viejo. En los pocos instantes en que vemos a alguien después de una larga ausencia podemos detectar todos los cambios que se han producido en su rostro; después la impresión se desvanece y se confunde con los recuerdos que tenemos de aquella persona. Su cabello no era tan negro, tenía algunas hebras grises, pero era todavía muy abundante. Su rostro no era tan terso como antes sino que tenía unas arrugas en los ángulos de los ojos y en las mejillas. Los cambios no afeaban su aspecto sino que le conferían un aire más propio de un comandante.
- Estás más bella que nunca -me dijo por fin.
Estuve casi a punto de echarme a reír. Debía de haber estado observando mentalmente en mí los mismos cambios que yo había observado en él y, para negarlos, había soltado justo lo contrario de lo que pensaba.
- Eso quiere decir que has olvidado cómo era antes -comenté.
- No. ¡Nunca!
Me lo dijo con una cara tan seria que esta vez no me reí.
- Te juro…
- No es necesario -me apresuré a decir-. Nunca jures nada que no puedas demostrar. -Sabía que mi aspecto tenía que ser distinto, aunque mi espejo me aseguraba que el largo declive aún no había empezado-. Me mandaste llamar y aquí estoy -añadí, volviendo a la conversación formal.
No podía olvidar el propósito de mi visita ni dejarme atrapar en las redes de aquella reunión.
- ¿Y los niños? ¿Puedo verlos?
Su voz era desconfiadamente cortés.
- No los he traído. -Vi la decepción pintada en su rostro-. Quizá los puedas ver en Alejandría. ¿Cómo están tus otros hijos? ¿Podré verlos?
- No, yo… están en Roma.
- ¿Y el que todavía no ha nacido?
- De camino hacia Roma.
Estaba tratando de reprimir una sonrisa. Al final estalló en una carcajada.
Intenté no reírme, pero no pude evitarlo y me uní a sus risas.
- ¿El niño… y su madre… se van a quedar en Roma? -pregunté finalmente.
- Sí. Para siempre -me contestó.
- ¿Y tú?
¡Qué rápido había ido al grano! Y eso que no tenía ninguna intención de hacerlo.
- Yo me quedo aquí.
- ¿Para siempre?
- Eso depende.
- ¿De la Partia?
- En parte sí, y en parte de lo que pueda ocurrir en otros lugares -me contestó.
- No puedes permanecer lejos de Roma para siempre -le dije-, porque eso dejaría todo el poder en manos de Octavio.
- Por favor, te ruego que no me empieces a dar consejos políticos nada más llegar -me contestó en tono airado.
- Sí, ya lo sé, hace cuatro años que te las arreglas sin ellos. Y has visto disminuidos tu poder y tu autoridad. Ahora tienes mucho menos de lo que tenías cuando zarpaste rumbo a Tiro.
- ¡No quiero discutir! -me dijo levantando la voz-. ¡Esta noche no!
- ¿Mañana entonces?
No podía evitar pincharle.
- ¡No, mañana tampoco! ¡Ya basta! -chilló, llevándose las manos a las sienes.
Al oír su voz, uno de los sirvientes asomó la cabeza por una puerta lateral, pero Antonio le hizo señas de que se retirara.
- ¡Todavía no! -le gritó.
- Ni siquiera me has preguntado si tengo apetito. A lo mejor yo no deseo demorar la cena. Podríamos hablar mientras comemos.
- Sí, claro, perdón…
Parecía muy dispuesto a acceder a mis deseos. A lo mejor cuando se ponía de aquella manera, era el mejor momento para atacar.
Pero todavía no, pensó una parte de mí. No estoy preparada. Pero lo que realmente quería decir era que no estaba preparada para marcharme en caso de que la respuesta fuera que no. Necesitaba uno o dos días, después de haber viajado desde tan lejos. Uno o dos días para volver a acostumbrarme a aquel hombre que al fin y al cabo era el padre de mis hijos.
Nos sirvieron inmediatamente la cena durante la cual un ejército de criados nos ofreció un absurdo número de platos para sólo dos personas. Estábamos en una rica región agrícola y las verduras rellenas, la uva dulce como la miel y las aromáticas nueces asadas convertían el pescado sazonado y las delicadas ostras en un festín digno de los dioses. Un espléndido vino blanco de la cercana Laodicea del Mar se agitaba en nuestras copas de plata. Antonio, recostado en su triclinio, comió con apetito pero en silencio.
- Has dicho que podíamos hablar mientras comiéramos, pero no has abierto la boca -me dijo por fin.
- Perdóname -repliqué-, pero no se me ocurre ningún pensamiento que merezca la pena.
Me miró sonriendo y tomó un buen sorbo de vino mientras su bronceada garganta se movía al tragar. Aparté la mirada y bajé rápidamente los ojos al suelo de mármol oscuro.
- No me lo creo. Tú eres famosa por tu conversación. Vamos, habla.
Lo que tenía que decir no sería divertido. Lo diría más tarde.
- Háblame de tus preparativos para la guerra.
Me comentó gustosamente sus planes, copiados de César, para invadir la Partia por el norte a través de Armenia, evitando las desastrosas llanuras abiertas que habían sido la desgracia de Craso. Me habló de sus lugartenientes en quienes confiaba, incluido el recién adquirido y fogoso Enobarbo. Mientras hablaba, su rostro se fue sonrojando de emoción. Estaba deseando emprender aquella campaña y se moría de impaciencia por empezarla. Tanto mejor para mí.
Como todos los soldados, no abrigaba el más mínimo temor de perder… o de morir. ¿Hubiera estado tan deseoso de empezar si hubiera pensado que al año siguiente por aquellas fechas estaría en un sepulcro? ¿Hubiera tenido tanta prisa? Sin embargo, una vez un hombre muy sabio me había explicado el Principio de los Noventa y Nueve Soldados. Era el siguiente: Si cien soldados se estuvieran preparando para la batalla del día siguiente y un adivino les dijera que noventa y nueve de ellos estaban destinados a morir, cada uno de los hombres se diría: «Lástima por los otros noventa y nueve.» Y yo sabía que era verdad, nada como aquel principio explicaba la naturaleza de los soldados. Ahora Antonio lo estaba demostrando en la práctica.
Una vez terminada la cena, me acompañó con aire indiferente a sus aposentos privados, tal como yo sabía que haría. No hizo ninguna insinuación ni lo expresó con palabras, se limitó a entrar con la mayor naturalidad del mundo, hablando como si tal cosa de sus tropas y sus pertrechos. Una vez dentro, despidió hábilmente a sus criados sin el menor comentario y nos quedamos solos, con la puerta cerrada.
Entonces se quitó la capa y se acercó ansiosamente a mí, apoyando las manos sobre mis hombros. Acto seguido se inclinó para darme un beso.
- Llevo cuatro años esperando este momento, siempre…
Pero yo aparté el rostro, alejando mis labios de los suyos. No podía permitir que me besara pues en tal caso hubiera estado perdida. Mi determinación se hubiera resquebrajado al contacto con sus labios. Aparté sus manos y me eché hacia atrás.
- ¿Y qué has estado esperando durante estos cuatro años? -pregunté-. ¿Que pudiéramos reanudar nuestra antigua vida? No podemos. Se han producido dos grandes cambios: yo te he dado dos hijos y tú te has convertido en el esposo de la hermana de Octavio; tu aliado político es ahora tu cuñado. La elegiste cuando eras libre de elegir otra cosa.
- No te entiendo…
- Pues entonces eso quiere decir que eres un estúpido, y yo sé que no lo eres. Eres un hombre consentido que siempre se sale con la suya, como un príncipe mimado de un pequeño reino que se comporta sin pensar y siempre se salva. Armaste un alboroto en Roma, pero César regresó a tiempo para salvar la situación. Dejaste que Fulvia emprendiera una desastrosa guerra en tu nombre, pero ella murió a tiempo para salvarte del castigo. Dejaste que Octavio te avasallara una y otra vez… y esta vez, ¿quién te va a salvar?
- ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? -replicó, debatiéndose entre el desconcierto y la decepción.
- Tiene que ver por lo siguiente. Podemos reanudar nuestra vida en común… -su rostro se iluminó-, con estas condiciones. Te casarás conmigo. Públicamente. Te divorciarás de Octavia. Reconocerás a nuestros hijos como legítimos. Me cederás ciertos territorios, es decir, se los cederás a Egipto.
- ¿Y qué territorios serían, si se puede saber? -me preguntó fríamente.
- Mi ancestral territorio perdido de Fenicia, Judea, algunas partes de Siria, y la isla de Chipre, de la que se adueñaron los asesinos y que no nos ha sido devuelta en contra de tu promesa.
Pensaba que se reiría y diría que no, pero tras pensarlo un momento contestó:
- Judea no te la puedo conceder. Herodes es amigo mío y nuestra amistad se remonta a un tiempo en que tú y yo ni siquiera nos conocíamos. Es un valioso y fiel aliado. No quiero que se convierta en mi enemigo.
- ¿Prefieres que me convierta yo?
- Tú jamás podrías ser mi enemiga.
- Si no me otorgas estas cosas, te juro que lo seré. Egipto te causará problemas si intentas emprender una guerra en Oriente, a no ser que…
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