Authors: Fran Ray
—¿David?
—Sí.
—Nos vamos.
David se apresura a alcanzar la puerta de entrada antes que ella y la abre. El viento le mete el abrigo entre las piernas y tira de su pelo rojizo en todas direcciones: esa mañana podría haberse ahorrado el peinado. Conecta el móvil y, para hacerse oír por encima del viento, grita que necesita dos personas más.
—Sí, de inmediato, ¡me da igual que sea domingo!
—Nicolas Gombert, veintisiete años —oye la voz de David a sus espaldas—. Estudiante de biología. Vive en... —David se interrumpe, su rostro se crispa y estornuda.
—¿En...? —Ella hace tintinear las llaves del coche con impaciencia.
Él vuelve a estornudar.
—Perdón, los chopos están en flor. —Sufre un acceso de estornudos, tiene los ojos rojos y lagrimosos.
—Chopos, ¿dónde? —Lejeune mira en torno, no es una experta en botánica, a duras penas logra distinguir un arce de un abedul. Bueno, también reconoce un roble, pero aquí sólo hay cemento.
—Avellanos, alisos, chopos, olmos, sauces. —David hace un amplio gesto con el brazo, como si París no fuera una ciudad sino un bosque—. Todos florecen al mismo tiempo, y con este viento... —señala a la izquierda— quién sabe lo que allí, en el Jardin des Plantes, está despidiendo polen.
Lejeune suspira; es verdad que Sophie no sufre de fiebre de heno, pero sí es alérgica a la lactosa. La pobre niña no comprende que no puede tomar helados, nata ni leche como los demás niños... y como su hermano Thierry.
La vida es injusta, a sus cuarenta y ocho años Lejeune lo sabe, pero ¿cómo explicárselo a una niña de once?
Frente a la estación de metro Jussieu descubre un bar. David ya ha tendido la mano hacia la puerta del acompañante del Peugeot plateado, sus ojos llorosos le proporcionan un aspecto lamentable.
Ella señala el bar.
—Cinco minutos. —Tiene frío, y no sólo por el sorprendente descenso de la temperatura de ayer.
Cuando Ethan baja del avión de Air Europa y la azafata morena le lanza una mirada admirativa, él le sonríe y aprieta el paso. De pronto todo ha cambiado. Se ha deshecho de un peso. Todos esos años, cada libro suponía una piedra del muro que levantó para defenderse de las amenazas externas. Del miedo a la muerte, del miedo al fracaso. Del miedo de no tener nada que decir... de llevar una vida sin sentido. Con
Un verano
por fin ha dado en la tecla, ha tocado algo...
«¿Con qué continuamos?», quiso saber Leon tras el plato principal. «Con la historia de un hombre cuya mujer desaparece un buen día aparentemente sin motivo, una mujer que no regresa a casa —había dicho Ethan—. Su búsqueda es al mismo tiempo la búsqueda de su amor perdido.» «Genial», dijo Leon, y por fin Ethan se tambaleó hasta el taxi de muy buen humor.
El cielo sobre París está gris, igual que el de Londres de hace un par de horas. A pesar de llevar un jersey de cuello alto, Ethan se levanta el cuello de su chaqueta marinera azul oscuro. El piloto había dicho que la temperatura máxima era de seis grados y que llovía.
—Rue Dugay-Trouin 71. —Ethan deja que el taxista cargue su maleta en el maletero, pero conserva el ordenador portátil—. Sexto
arrondissement
—añade, porque no confía en que alguien conozca la calle.
Se reclina contra el respaldo. ¿Qué opinará Sylvie de su éxito? De pronto todo funciona perfectamente, a excepción de una entrevista un tanto malograda con un periodista estadounidense, al que por lo visto no le agradaban ni los libros de Ethan ni él mismo, las demás reacciones fueron todas positivas.
Los carteles indicadores donde pone Bordeaux y Nantes pasan volando, el tráfico no se detiene, como suele ocurrir a menudo en la A3 desde el aeropuerto a la ciudad, los domingueros ya se han marchado, almuerzan en alguna parte, tal vez a orillas del mar.
A orillas del mar,
se titula el libro que escribió después de trasladarse a París. Tras abandonar a Ruth y a su hijo.
Por un momento Ethan vuelve a ver la ancha playa del Atlántico, la pequeña bahía junto a Biarritz. En aquel entonces, hace siete años, llovía, y él y Sylvie, con sus impermeables mojados y el pelo empapado, buscaron refugio en el primer local que encontraron. Aunque eran los únicos huéspedes, se quedaron y el dueño subió la calefacción y colgó sus abrigos para que se secaran. Después percibieron aquel aroma increíble a sopa de pescado fresco que surgía de la cocina. Los manteles de las pequeñas mesas eran de hule cuadriculado rojo y blanco, lo recuerda perfectamente, y el dueño tenía las manos secas y agrietadas de un pescador. Tras casi tres horas, un menú de seis platos y dos botellas de vino, había dejado de llover y el sol asomaba entre las nubes.
El taxi enfila por el Périphérique y de repente el tráfico se vuelve más denso. Atraviesan el Boulevard Auguste Blanqui, se ha acostumbrado a leer los nombres de las calles en todas partes, también en el trayecto desde el aeropuerto de Roissy hasta su casa, que ya ha recorrido innumerables veces. Llegan a la Place Denfert Rochereau, por fin al Boulevard Raspail, donde vuelve a sentir la misma sensación de familiaridad. Esta noche podrían salir a cenar en algún restaurante acogedor y romántico. Entonces recuerda que a Sylvie le disgusta salir los domingos por la noche, puesto que el lunes a las siete y media debe estar en la clínica. Golpea el respaldo del conductor.
—Pare aquí.
—¿Dónde?
—Allí, junto al quiosco de flores.
Ethan baja y compra un gran ramo de rosas rojas.
—Especialmente cultivadas —le asegura el vendedor al tenderle el ramo.
—Huelen a rosas y violetas —comprueba Ethan, asombrado.
—¡Lo dicho! —El vendedor sonríe y guarda el dinero.
Rosas. El primer ramo de flores que le regaló a Sylvie era de tulipanes. Le costaba cargar con él, porque se apoyaba en dos muletas. Recuerda con una sonrisa que Sylvie se había ruborizado cuando se lo entregó.
Hace media hora que Nicolas está de pie ante la barra del bar de la Rue Le Prince y bebe su segundo coñac, entre varios ancianos que apestan a tabaco. «¡Y de mañana!» También ha devorado un paquete de patatas fritas porque el estómago le crujía. No acostumbra hacerlo, demasiado grasiento, poco saludable. Tiembla, y tiene los dedos pálidos y azulados debido al frío. Desde aquí puede ver la entrada del edificio de seis plantas donde ha alquilado un apartamento en la planta baja. Algo impidió que se dirigiera directamente a su casa, así que recorrió la ciudad preguntándose si debería ir a la policía. Podría haber llamado por teléfono, pero incluso ahora es incapaz de hablar. Tuvo que esforzarse para pedir el coñac y ahora observa su apartamento. Sabe que se encuentra en estado de shock: sudor frío y pringoso, rodillas temblorosas, inquietud, pánico. Los síntomas son claros e inconfundibles. Se dice que el que aún no haya hablado con la policía indica que está conmocionado. Suena su móvil. Con manos temblorosas lo saca de la chaqueta y derrama el coñac. La copa no se rompe, pero el líquido moja la manga de la chaqueta. No reconoce el número. No, no piensa contestar, y vuelve a deslizar el móvil en el bolsillo. El dueño del bar le lanza una mirada desagradable y golpea el paño contra la barra. El sonido le recuerda la noche anterior; ahora sabe que está relacionado con la sangre. Mira fijamente al dueño, que se aleja murmurando.
«Proletarios», piensa Nicolas, disgustado. Echa un vistazo a los otros huéspedes: no es el único que bebe coñac a las ocho de la mañana. Todos proletarios, como su padre. Treinta y cinco años como obrero de la Renault, el olor a sudor cuando regresaba al pequeño apartamento que su madre mantenía dolorosamente limpio y ordenado. La ira repentina de su padre, los golpes sin motivo. «¡Nunca llegarás a nada!» No, Nicolas nunca se lo dijo, nunca le dijo que es gay, porque hubiera significado firmar su propia sentencia de muerte. La última vez que visitó a sus padres fue dos años atrás, por Navidad. Ahora sólo los llama de vez en cuando porque sabe que la única que se pone al teléfono es su madre.
Nicolas deposita las monedas en la barra y sale fuera. «Fueron ecologistas militantes.» ¿Y qué podría haber hecho él?
Mira a derecha e izquierda y, cuando se dispone a cruzar la calzada, ve un Peugeot azul oscuro que se acerca a gran velocidad y aparca en segunda fila delante de la entrada. Preferiría echar a correr, pero se obliga a dar un par de pasos por la acera. Un individuo joven con cara de niño y una atractiva cuarentona bajan del coche, ella le recuerda a una actriz. «¿Cómo se llamaba? Isabel Huppert, claro. Pequeña, delgada, cabello rojizo, cutis claro y pecoso y esa mirada arrogante y decidida. La policía», está seguro. Ambos desaparecen en la entrada. «¡Maldición!» ¿Y ahora qué debe hacer? ¿Entrar en su edificio y decir que no pudo ir a la policía hasta ahora? Entonces querrían saber por qué. ¡Estaba bajo los efectos del shock! «Ah, usted es el que el año pasado fue arrestado por posesión de cocaína, ¿verdad? ¿Qué hizo mientras estaba drogado, Monsieur Gombert?» El corazón de Nicolas palpita con fuerza. «¿Acaso de repente sintió lástima por los pobres animales a los que tortura? ¿O es que quería vengarse de su profesor?»
Nicolas se detiene y simula marcar un número en el móvil, pero sin apartar la vista de la entrada. No nota ningún cambio en su ventana de la planta baja. Ha bajado las cortinas, pero como es de día incluso si prenden la luz no lo notaría. Todavía no ha llamado a nadie, ni siquiera a Jean-Marie. ¡Tiene que preguntarle a alguien qué le conviene hacer!
Después de que Nicolas no contestara al móvil y no abriera la puerta tras llamar varias veces al timbre, llaman al apartamento de enfrente. Cuando entran en la imponente casa del siglo XIX, Lejeune de inmediato nota el aroma de la cera con que lustran el pasamanos. El techo estucado está recién pintado y la piedra de los peldaños de la escalera brilla. Lejeune recuerda el permanente olor a comida y los cochecitos de bebé en el pasillo de su edificio, en la Rue d'Alésia. Un edificio de los años sesenta, de techos bajos y ventanas pequeñas. En el pasado también ella vivió en otra casa, pero ahora no quiere recordarlo. Hay que tomarse la vida como viene
—¿Sí? —La joven que se asoma a la puerta entreabierta lleva un chándal gris con manchas de sudor en el vientre y las axilas. Tiene la cara enrojecida. En el fondo suena una voz animosa. «Quizás estaba escuchando su DVD de Pilates.» Otra más con una figura perfecta y mucho más joven que ella. Lejeune le muestra su credencial.
—Buscamos a Nicolas Gombert.
—¿Ha cometido un delito? —La vecina parece hostil.
«Le da rabia tener que interrumpir sus condenados ejercicios de Pilates», piensa Lejeune, pero disimula.
—Quizá pueda ayudarnos. No está en casa. ¿Sabe dónde podríamos encontrarlo? ¿En casa de su amiga, tal vez?
La vecina niega con la cabeza, agitando su coleta rubia.
—En todo caso, en la de su amigo —dice, mirando a Lejeune y después a David con desprecio.
—¿Sabe cómo se llama su amigo? —La comisaria sigue hablando en tono afable, aunque no tiene ganas de hacerlo tras la mirada anterior de la otra.
—Lo siento. Sólo nos cruzamos de vez en cuando en la escalera, y cuando salgo de viaje le doy las llaves, por las flores y eso. —La puerta empieza a cerrarse, la vecina quiere librarse de ellos.
—¿Y usted también tiene una llave? —pregunta David.
—Sí, por seguridad, por si olvida la suya.
—¿Nos abre la puerta? —pide él con una sonrisa.
—No sé... ¿No necesitan una orden de registro?
—Sólo queremos asegurarnos de que no le ha ocurrido nada —dice Lejeune.
La joven ladea la cabeza y añade en tono escéptico:
—Pero si acaba de decir que él podría ayudarles...
David asiente.
—Así es, suponiendo que no le haya ocurrido nada. —Vuelve a sonreír.
«Vaya, qué sencillo», piensa Lejeune, malhumorada. La ha convencido. La joven sólo titubea un instante, después se gira y al darse la vuelta sostiene una llave colgada de un llavero en forma de pelota de fútbol dorada.
—Devuélvamela antes de marcharse. —Deja caer el llavero en la mano de David, le lanza una mirada recelosa y cierra la puerta.
En cuanto entra, Lejeune percibe un aroma seco y descubre el ambientador encima de un aparador de aspecto moderno y caro.
—¿Cuánto gana un asistente universitario? —Lejeune recorre el apartamento diáfano con la mirada: podría haber aparecido en una revista de interiorismo. Parqué oscuro, en el centro asientos de cuero rojo, a un lado una
kitchenette
minimalista equipada con aparatos muy modernos. Recuerda su cocina, la placa cerámica rota y el horno poco fiable. Lo único que siempre funciona es el microondas, aunque Lejeune sabe que las ondas no son saludables y tampoco las lasañas y las pizzas precocinadas que calienta en el aparato.
—A lo mejor sus padres tienen dinero. —David se arrodilla junto a la pantalla de plasma, revisa los DVD y no logra reprimir una sonrisa. Durante los dos primeros meses se resistía a que ella viera su apartamento. En cierta ocasión resultó inevitable, porque Lejeune tuvo que traerle algo de allí. El apartamento de dos habitaciones en el Marais vale al menos medio millón de euros. Su padre tiene una inmobiliaria. David podría haber ingresado en la empresa, pero estudió derecho e ingresó en la policía. Hasta ahora nunca le ha contado el motivo a Lejeune. Tal vez por eso le cae mal, porque él renunció sin más al lujo cómodo que ella ansia.
—¿Qué pasa con el portátil? —Lejeune señala el aparato apoyado en el pequeño escritorio de madera oscura.
—Pero no podemos, sin una...
Suena el móvil de Lejeune. Es Roland, que quiere saber si llegará a casa puntualmente a las tres. Los niños quisieran... «¿Acaso alguna vez llego puntualmente a casa, maldita sea? No, ¿verdad? ¿Por qué siempre me lo pregunta?» Ella lo interrumpe.
—Creo que no, Roland.
—Vale.
Ella sabe que él acaba de desanimarse. ¿Por qué ha tenido que llamarla justo ahora?
—No, creo que no —repite—. ¿Roland? —Pero él ya ha colgado. La tarde del domingo ha vuelto a estropearse. Una vez más. La mirada expectante de David le recuerda que espera una respuesta.
—No, claro que no podemos. —Procura centrarse en la tarea, ahora no hay tiempo para la familia. No hay una agenda ni una libreta de direcciones por ninguna parte—. Debe de tenerlo todo archivado en el ordenador y en el móvil —dice.