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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

La sombra del águila (11 page)

BOOK: La sombra del águila
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—Se dio cuenta —nos diría el capitán, más tarde—. Ese tío sabía que en Sbodonovo nos quisimos largar. Se dio cuenta pero le importa un carajo… Su instinto le dice que la
Grande Armée
tiene los días contados, y ni él mismo está seguro de salir bien de ésta.

Eso es lo que nos contó García. De una u otra forma, lo cierto es que al Enano debió de gustarle lo que había en los ojos de nuestro capitán, porque éste observó que le echaba un vistazo al cuello de la casaca, de donde García se había quitado por la tarde la legión de honor, y no hizo ningún comentario, sino que acentuó su extraña media sonrisa.

—Comprendo —se limitó a decir.

Y dando media vuelta, hizo ademán de alejarse. Pero a los dos pasos se detuvo, como si hubiese olvidado algo.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted, capitán? —preguntó sin volverse.

García se encogió de hombros, consciente de que el Ilustre no podía ver su gesto:

—Mantenerme vivo, Sire.

Hubo un largo silencio. Después, la espalda del Petit Cabrón se movió imperceptiblemente.

—Eso no está en mi mano, capitán. Buenas noches.

Y el emperador de Francia se alejó lentamente por la muralla.

García lo estuvo mirando hasta que desapareció entre las sombras. Después se encogió de hombros por segunda vez. La tagarnina se había apagado, así que fue al resguardo de la almena para encender el chisquero. Entonces se dio cuenta de que la guitarra de Pedro el cordobés se había interrumpido y el centinela ya no cantaba su copla. Se asomó a la muralla, inquieto, y entonces vio el resplandor rojo que crecía en la zona este de la ciudad.

Moscú estaba en llamas.

X. El puente del Teresina

Fue un largo camino y una larga agonía. El 326 se había ido diluyendo a retaguardia en el barro, la nieve y la sangre desde aquella noche del incendio, cuando el capitán García cambió unas palabras con el Enano en las murallas del Kremlin. Incapaz de sostenerse en la ciudad, con el invierno encima, el Ilustre convocó a sus mariscales y generales para tocar retirada, o sea, caballeros, a casita que llueve. Y empezó el viacrucis: trescientos mil hombres iban a quedarse en el camino, jalonando aquella tragedia con nombres de resonancia bárbara: Winkowo, Jaroslawetz, Wiasma, Krasnoe, Beresina… Columnas de rezagados, combates a quemarropa en la nieve, hordas cosacas acuchillando a espectros en retirada demasiado embrutecidos por el frío, el hambre y el sufrimiento para oponer resistencia, así que puede irse usted, directamente al carajo, mi coronel, no pienso dar un paso más, etcétera. Batallones exterminados sin piedad, pueblos ardiendo, animales sacrificados para comer su carne cruda, campañías enteras que se tendían exhaustas en la nieve y ya no despertaban jamás. Y mientras caminábamos sobre los ríos helados, envueltos en harapos, arrancando las ropas a los muertos, pasando junto a hombres sentados inmóviles y rígidos, con los copos de nieve cubriéndolos lentamente como estatuas blancas, el aullido de los lobos nos seguía a retaguardia, cebándose con los cuerpos que dejábamos atrás en la retirada. ¿Se imaginan el panorama…? No, no creo que puedan. Hay que haber estado allí para imaginar eso.

Un tercio de los soldados de la
Grande Armée
no éramos franceses, sino españoles, alemanes, italianos, holandeses, polacos, enrolados de grado o por fuerza en la empresa imperial. Algunos afortunados consiguieron largarse. Muchos compatriotas del regimiento José Napoleón lograron escabullirse en la retirada y terminaron alistados en el ejército ruso, donde con el tiempo tuvieron ocasión de devolverles ojo por ojo a los antiguos aliados gabachos. Emotivos diálogos del tipo hola, Dupont, qué sorpresa. ¿Te suena mi cara? Sí, hombre. Yo soy Jenaro el de Vitebsk, cómo no te vas a acordar, si cuando intentamos desertar y tú eras coronel ordenaste fusilar a uno de cada dos, haz memoria: uno, dos, bang, uno, dos, bang. Fue muy ingenioso, Dupont, de verdad. Todavía me estoy descojonando de risa. Y aquí me tienes ahora, al final lo hice, de sargento ruso a pesar de este acento malagueño mío que no se puede aguantar. Las vueltas que da la vida, Dupont, camarada, cómo lo ves. Mira, de momento te voy a rebanar los huevos despacito, en recuerdo de los viejos tiempos, sin prisas. Tenemos todo el invierno por delante.

Eso los que tuvieron suerte. Otros desaparecieron por las buenas, perdido su rastro para siempre entre los fugitivos, los rezagados y los muertos; cayeron prisioneros o fueron fusilados por los franchutes en los primeros momentos del desastre, cuando aún se intentaba mantener cierta apariencia de disciplina. En cuanto al 326 de Línea, los azares del destino y de la guerra nos impidieron repetir el intento de deserción en los primeros momentos de la retirada. Después, cuando todo empezó a desmoronarse y aquello se convirtió en una merienda de negros, los merodeadores rusos, la caballería cosaca y el odio de la población civil que dejábamos atrás desaconsejaban alejarnos del grueso del ejército. En nuestra misma división, los supervivientes de un batallón italiano que intentó entregarse a los ruskis fueron degollados, desde el comandante al corneta, sin darles tiempo a ofrecer explicaciones, o sea, ni
ochichornia tovarich
ni espaguettis en vinagre.
Italiani degollati
.
Tutti
. Vete a andarle con sutilezas a un cosaco.

Una vez, en el camino de Kaluga, creímos llegada la ocasión. Llovía a mantas como si se hubieran abierto de golpe todas las compuertas del cielo, ríos de agua repiqueteando en los charcos y el barro del camino donde nos hundíamos hasta los tobillos. El día anterior habíamos intercambiado disparos con infantería ligera rusa que se movía por nuestro flanco, e hicimos algunos prisioneros; así que, aprovechando la lluvia y la confusión de la jornada, al capitán García se le ocurrió utilizarlos para que aclarasen el asunto a sus compatriotas y estos nos recibieran con los brazos abiertos en vez de a tiros. García convocó a dos de los prisioneros, un comandante y un teniente joven, y les explicó nuestro plan.

—Aquí todos
tovarich
, y los franzuskis a tomar por saco. ¿Me explico?

Los Iván dijeron que sí, que vale, que de acuerdo, y nos pusimos en marcha bajo la lluvia, por el camino que conducía a través de un bosque espeso y embarrado. Todo fue de maravilla hasta que se nos acabó la suerte, y en lugar de encontrarnos con tropas regulares rusas topamos de boca con una horda de caballería cosaca que no dio tiempo ni a gritar nos rendimos. Cargaron por todos lados aullando hurras como salvajes, con los caballos chapoteando en el barro. Al comandante ruso se lo cepillaron a las primeras de cambio, en el barullo, justo cuando abría la boca para decir hola. En cuanto al teniente, salió por piernas y no volvimos a verlo más. Aquello terminó en un sucio combate entre los árboles, ya saben, pistoletazos a bocajarro y sablazos, bang-bang y zas-zas dale que te pego, con los ruskis yendo y viniendo mientras nos ensartaban con aquellas jodidas lanzas suyas tan largas. El caso es que perdimos veinte hombres en la escaramuza, y salvamos la piel porque unos húsares que andaban cerca acudieron a echarnos una mano y pusieron en fuga a los Iván.

—Hay que joderse, François. En toda esta puta guerra nunca me he alegrado tanto de verle el careto a un gabacho como hoy a ti.

—¿Pardón? ¿Quesque-vou-dit?

—Nada, colega. Olvídalo.

En fin. Ya fuera por casualidad, o bien porque los húsares viesen algo extraño en la situación y transmitieran sus sospechas, a partir de entonces nos vimos mucho más vigilados. Dejaron de asignarnos misiones que nos alejaran del grueso de la tropa, y al 326 se le mantenía siempre entre otras unidades gabachas, imposibilitando cualquier nuevo intento de pasarnos al enemigo.

Después vino la nieve, y el hielo, y el desastre. Los trescientos y pico españoles que habíamos salido de Moscú con el 326 quedamos reducidos a la mitad entre Smolensko y el Beresina. Cada amanecer, el capitán García, con un gorro cosaco de piel en la cabeza y estalactitas de escarcha en las patillas y el bigote, nos levantaba a patadas del suelo helado, arriba, joder, en pie, maldita sea vuestra estampa, idiotas, si os quedáis ahí estaréis muertos dentro de un par de horas, oíd cómo aúllan los lobos oliendo el desayuno. Arriba de una vez, pandilla de inútiles, aunque sea a patadas en el culo tengo que devolveros a España. Algunos, sin embargo, ya no se levantaban, y García, vencido, sorbiéndose lágrimas de impotencia y rabia que se le helaban en la cara, ordenaba coged los fusiles y vámonos de aquí, y la tropa se ponía en marcha sobre la llanura helada por la que soplaba un viento frío como la muerte, dejando atrás, cada vez, cuatro o cinco bultos inmóviles en la nieve. Caminábamos apiñados, inclinados hacia adelante, entornados los ojos para no quedar cegados por el resplandor blanco que nos quemaba los párpados. Y al rato escuchábamos a los lobos aullar de placer, disfrutando el festín que les abandonábamos a nuestra espalda. Se habían vuelto tan sibaritas y había tanto donde elegir que ya no jalaban sino de suboficial para arriba.

Una vez, la última que lo vimos, llegó el Enano cabalgando junto a nosotros. Ya nadie en lo que quedaba del ejército franchute levantaba el chacó para gritar viva el Emperador y todo. eso, sino que se le acogía en todas partes con un hosco silencio. Los del 326 estábamos en un pueblo quemado hasta los cimientos, buscando inútilmente algo de comida entre los tizones que negreaban en la nieve, cuando apareció con varios oficiales de su Estado Mayor y una escolta de la Guardia. Ya no estaban allí el mariscal Lafleur ni el general Labraguette: el primero cayó prisionero de los rusos en Mojaisk, y el segundo había tartamudeado un último «po-podéis iros a la mi-mierda, Sire», antes de salir de la fila, sentarse bajo un abedul y saltarse la tapa de los sesos de un pistoletazo. El caso es que el Enano se dejó caer por allí, junto a aquel pueblo calcinado, y le preguntó al capitán García cómo se llamaba el lugar. Por supuesto que no reconoció al 326. Había pasado mucho tiempo desde Sbodonovo y la muralla del Kremlin, y además a García o a cualquiera de los que seguíamos vivos no nos hubiera reconocido en ese momento ni la santa madre que nos parió. El asunto es que García se quedó mirando al Petit Cabrón sin responder, allí de pie en el suelo helado, pequeño y cetrino con su gorro de cosaco y sus bigotes blancos de escarcha.

—¿No has oído la pregunta, soldado? — insistió el Enano.

García se encogió de hombros. Los que estaban cerca de él juran que reía entre dientes.

—No sé cómo se llama el pueblo —dijo—. Ni lo sé ni me importa.

No añadió Sire ni Vuecencias en vinagre. Lo que hizo fue sacar del bolsillo su legión de honor, aquella que el Ilustre le había colgado al cuello en el Kremlin, y arrojarla a sus pies, sobre la nieve. Un coronel de la Guardia hizo ademán de sacar el sable de la vaina, pero el Enano lo detuvo con un gesto. Miraba a nuestro capitán como si su rostro le fuera familiar, esforzándose inútilmente por reconocerlo, hasta que al fin se dio por vencido, volvió grupas y se alejó con su escolta.

—Hijo de la gran puta —dijo García entre dientes, mientras el Petit Cabrón salía para siempre de nuestras vidas. Y ese fue su último parte de guerra.

Proseguimos la marcha hacia el oeste. Ya apenas quedaban caballos. Algunos regimientos se reducían a unas docenas de hombres, y los mariscales y generales caminaban a pie, como la tropa, empuñando el fusil para defenderse del merodeo de los cosacos: es terrible, Duchamp, parbleu, dos mariscales de Francia como somos usted y yo, y aquí estamos, a pie y con nuestro curriculum, codeándonos con la soldadesca, imagine que dirían en Fontainebleau si nos vieran con esta pinta. Se ha salido de madre el invento, Duchamp, se lo digo yo. Bien nos la endiñó doblada, el Ilustre. Y es que ya no hay guerras como las de antes, ¿verdad? Recuerde ese paso del San Bernardo. Ese sol de Austerlitz. Esos burdeles de El Cairo… Pero no presta usted atención a lo que le digo, estimado colega. ¿Cómo?… Anda, pues tiene razón. Los cosacos. A correr tocan. Más ritmo, Duchamp, más ritmo. Up, dos, up, dos. Más ritmo que nos trincan. Up, dos, cof, cof. Maldito tabaco, Duchamp. ¿Sabe lo que le digo…? Esta guerra es una puñetera mierda. Oficiales y soldados desertaban por la vía rápida, o sea pegándose un tiro, mientras centenares de infelices nos seguían rezagados, sin armas, y a veces los Iván eran tan osados que llegaban hasta nosotros y se cargaban a alguno de un lanzazo o lo sacaban fuera de las filas para rematarlo a golpes de sable y apoderarse de lo que llevara encima, mientras el resto continuaba caminando, embrutecidos e indefensos como un rebaño de ovejas camino del matadero. A finales de noviembre, las unidades con capacidad de combatir en buen orden eran muy pocas en el ejército franchute. Y así llegamos a las orillas del Beresina.

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