Cuando una hermosa joven se desvanece en Tokio, el prometido de ésta pide ayuda a su tío, inspector de policía, con la esperanza de que lo ayude a encontrarla. Sin embargo, el comienzo de la búsqueda, lejos de mostrar respuestas no hace más que introducir nuevas incertidumbres. El detective no tarda en averiguar que la joven no es quien dice ser y oculta un oscuro pasado. Encontrar a la prometida de su sobrino sumirá a este inspector en un viaje que lo llevará a recorrer las ciudades más importantes de Japón y a introducirse de lleno en un peligroso submundo financiero donde las deudas astronómicas y la Yakuza empujan a las personas al borde de la desesperación, a cometer actos al margen de la ley, e incluso al suicidio.
En este escenario, gastos desmesurados, bancarrotas personales, identidades robadas y prestamistas sin escrúpulos conforman una mezcla letal con la que Miyuki Miyabe crea
La sombra del KASHA*
, una novela de misterio y terror psicológico que la ha valido el favor de la crítica japonesa.
* KASHA: espíritu maligno que se manifiesta en los ritos fúnebres para robar y devorar las almas de los cadáveres. En Japón, los velatorios son muy ruidosos para alejarlo
.
Miyuki Miyabe
La Sombra Del KASHA
Tetralogía de Tokio - 02
ePUB v1.1
CharlyRB17.08.12
Título original:
KASHA
Miyuki Miyabe, 1997.
Traducción: Purificación Meseguer Cutillas
Editor original: CharlyRB (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
En cuanto el tren abandonó la estación de Ayase, comenzó a caer una lluvia gélida. No era extraño que llevara doliéndole la rodilla toda la mañana. Shunsuke Honma estaba junto a la puerta del tren, mirando a través del cristal, con una mano en la barandilla y la otra en el paraguas, que apoyaba contra el suelo para no dejar caer todo el peso sobre la pierna.
Los trenes que salían a las tres de la tarde solían ir vacíos. Había un montón de asientos libres pero a él no le apetecía sentarse. Apenas había pasajeros, sólo dos chicas con el uniforme del instituto, una ama de casa que dormitaba con la cabeza agachada sobre un bolso enorme y un chico que se sentaba junto al compartimento del conductor, moviéndose al ritmo de la música que escuchaba en los auriculares. Había tan pocos rostros que se podían contemplar uno a uno, sin prisas. Nada lo obligaba a permanecer de pie.
Era obvio que sentarse hubiera sido la elección más cómoda. Llevaba pateándose las calles desde las once de la mañana. Primero había ido a la sesión de fisioterapia y, después, a hacerles una visita a los chicos de la División. No había querido coger un taxi; se las había arreglado con sus piernas y el transporte público. Tenía los músculos de la espalda agarrotados.
Los muchachos del Departamento de Investigación estaban de servicio. Sólo se había cruzado con el jefe de la División, que pese a una bienvenida exagerada, dejó bien clara su apatía con un tácito «¿Qué estás haciendo aquí?». Aquello preocupó bastante a Honma, sobre todo porque era la segunda vez que aparecía después de haber cogido la baja por enfermedad, a finales del año pasado. Pero claro, su jefe no tenía por qué darle una palmadita en la espalda, ¿o sí? Aquello no era un juego, y no podían sustituirlo sin más, como el jugador que ha de abandonar el campo tras cometer una falta. Ellos no dudarían en cambiar las reglas y eliminarlo del partido, ¿qué se lo iba a impedir? Era la primera vez que sentía una punzada de remordimiento por haberse cogido la baja.
Esa era precisamente la razón por la que estaba decidido a ir de pie: tenía el orgullo herido. Aunque nadie estuviera mirándolo. O quizás fuera ese el motivo. Porque nadie iba a decirle: «Parece que está pasando por un mal momento».
Honma recordó la época en la que había sido Subdirector del Departamento de Menores. Se acordó de aquella ladrona de tiendas, toda una profesional. Si aquella amiga no la hubiera delatado, puede que jamás hubieran conseguido dar con ella. Aquella chica limitaba sus hurtos a las mejores boutiques; nunca se arriesgaba a llevar la ropa robada en público, y tampoco se apresuraba a revenderla. Tan sólo regresaba a su habitación, echaba el pestillo a la puerta, y se probaba un conjunto tras otro delante de un espejo de cuerpo entero. Ataviada con la ropa, los relojes y otros accesorios, posaba cual modelo de revista. Sólo para el espejo. Cuando salía a la calle, se ponía los mismos vaqueros viejos con las rodillas desgastadas.
¿De verdad habían pasado veinte años desde aquello? Puede que esa chica ya fuera madre de un hijo de la misma edad que ella tenía por entonces. ¿Acaso se acordaría de aquel joven detective que, mediante su torpe retórica de novato, intentó derribar su pared de silencio?
La lluvia no parecía dar señales de amainar. Las gotas descendían por la ventanilla del tren, formando abundantes meandros, a través de los cuales Honma podía ver los edificios que parecían acurrucarse bajo el banco de nubes que rozaba sus tejados. Tenía gracia, Honma estaba seguro de que la ciudad habría adoptado un aspecto más cálido con sus deslustradas calles ocultas por la nieve. «Eso es lo que pensáis los de Tokio», le había dicho Chizuko una vez. «Vosotros no sabéis lo que es la nieve de verdad». Y pese a aquella advertencia, Honma no podía evitar esbozar una sonrisa cuando veía las grises calles de la ciudad teñirse de blanco.
Unos cuantos pasajeros subieron en la estación de Kameari. Cuando una cuadrilla de mujeres de mediana edad se precipitó por el pasillo, Honma intentó echarse a un lado sin dejar caer demasiado peso sobre su pierna izquierda. Sin pretenderlo, dejó escapar un gemido. Las chicas de instituto le lanzaron una mirada cargada de desconcierto. «Qué miedo da ese tío…»
Atravesaron el río en Nakagawa, donde las chimeneas blancas y rojas del Mitsubishi Paper Mill expulsaban unas densas columnas de humo. Incluso las fábricas tenían un aspecto diferente dependiendo de la estación del año o de la temperatura. El aguanieve empezaba a cuajar.
Bajarse en Kanamachi fue toda una odisea. Tendría que haber vagones especiales reservados para los minusválidos y no sólo esos patéticos «asientos plateados»
[1]
. Unos vagones cuyas puertas se abrieran y cerraran dejando el tiempo suficiente como para que una persona no tuviera que abalanzarse por ellas. Aún tenía que arreglárselas para bajar la escalera de la estación. Le estaba bien empleado por empeñarse en complicar las cosas más sencillas. Si no se andaba con ojo, el paraguas podía resbalar en el suelo húmedo y acabaría cayéndose de bruces.
La urbanización quedaba a tan sólo cinco minutos, al sur de Minamoto Park, pero al final decidió coger un taxi. Cuando pasaron junto al canal, reparó en un hombre que pescaba en medio de la oscuridad, ataviado con un chaleco de plumas para combatir el frío. Aquello le hizo sentir viejo.
El taxi se detuvo frente a su edificio. Honma cogió el ascensor para subir a la tercera planta. Al final del pasillo se abrió una puerta por la que asomó Makoto. Debía de haber estado junto a la ventana y haberlo visto llegar en taxi.
—Llegas tarde a casa —dijo el chico antes de acercarse para echarle una mano.
—Puedo yo solo —le aseguró Honma.
Su hijo tan sólo tenía diez años, era demasiado pequeño como para que Honma apoyara su peso en él. Si se resbalaba, le arrastraría al suelo y ambos acabarían haciéndose daño. Pero aun así, el chico caminó junto a él, con los brazos bien abiertos, preparado para atrapar a su padre si acababa tropezándose.
Tsuneo Isaka, el hombre que se encargaba de cocinar y limpiar la casa, sostenía la puerta abierta. Honma tuvo que esbozar una sonrisa ante la calurosa bienvenida que ambos le estaban dando.
—Debes de estar agotado —dijo Isaka—. Cuando empezó a llover, me preocupé por ti. ¿Por qué no has utilizado el paraguas?
—Está roto —repuso Honma, abriéndose paso entre los zapatos que descansaban a la entrada del piso—. Sólo es un trasto viejo, pero me sirve de bastón.
—Ah —contestó Isaka. El hombre tenía el pelo casi grisáceo, aunque aún poseía un cuerpo recio. Se inclinó hacia Honma para que éste pudiera apoyarse sobre su hombro.
—De todas formas, no tiene sentido comprar un bastón… Aún no.
—Tienes toda la razón.
Un cálido olor emanaba del piso de tres habitaciones. Isaka debía de estar calentando sake dulce. Honma se dirigió a su habitación para cambiarse de ropa, pero se detuvo a medio camino. Apoyando la mano contra la pared, giró la cabeza para dirigirse por encima del hombro a Makoto.
—¿Alguna novedad?
El saludo de siempre. Aquella era la misma frase que Honma solía articular cuando llamaba por teléfono a Chizuko o cuando la veía tras haber pasado varias noches fuera, trabajando. Hacía tres años que había muerto, dejándolo solo con Makoto, pero Honma seguía haciendo la misma pregunta. «¿Alguna novedad?». Y la respuesta siempre era: «No. En realidad, no hay mucho que contar».
Aquel día fue la excepción. —Hay una novedad.
Honma miró automáticamente a Isaka, pero era Makoto quien hablaba.
—Ha llamado el tío Jun.
—El tío Jun. ¿Qué demonios… ?
—Ya sabes, el que trabaja en el banco —explicó el chico.
—Ah, ¿te refieres a Jun Kurisaka?. Sí, los Kurisaka eran familia de Chizuko.
—Sí, ese. El tipo grande.
—¡Vaya! ¡Qué buena memoria, hijo! ¿Oíste su voz y supiste de inmediato de quién se trataba?
—Bueno, fingí que lo sabía pero tardé un rato en acordarme de él —repuso el chico, negando con la cabeza.
Isaka estalló en carcajadas.
—¿Cuándo ha llamado?
—Hace una hora.
—¿Y qué quería?
—Me dijo que no podía explicarme nada. Preguntó si estarías en casa esta noche. Aseguró que se trataba de algo muy importante y que se pasaría por aquí.
—¿Esta noche?
—Sí.
—Me pregunto de qué se trata. Bueno, supongo que no nos queda más remedio que esperar, si es que cumple con su palabra y se deja caer por aquí.
Honma fue a cambiarse y regresó a tiempo para ver a Makoto salir de puntillas con una bandeja y dos tazas humeantes de sake dulce.
—Voy a casa de Kazzy —anunció el chico antes de que su padre le preguntara.
«De acuerdo», pensó, pero en cambio, dijo:
—¿Kazzy bebe sake dulce?
—Me ha dicho que no lo ha probado nunca.
Kazzy era compañero de clase de su hijo y vivía en la quinta planta. Sus padres trabajaban, así que el niño estaba solo en casa demasiado tiempo.
—No cojas el ascensor. Si derramas el sake ahí, costará mucho limpiarlo.
—Sí, lo sé —contestó el chico, dirigiéndose hacia la puerta.
Honma apartó una silla y dejó escapar el hondo suspiro que había estado reprimiendo.
—Deberías tomártelo con más calma —aconsejó Isaka tras dejar una taza frente a él.
—Díselo a mi fisioterapeuta. Piensa todo lo contrario.
—¿Es un poco dura, no?
—Yo la describiría más bien como una sádica profesional.
—Bueno, una experiencia más. —Una sonrisa se esbozó en la redonda cara de Isaka. Honma pudo verla reflejada en la superficie pulida de la mesa. El hombre tenía la casa como una patena: no había rastro de las huellas de un vaso dejado sobre la mesa, ni manchas de café—. He hecho sopa para tres —añadió, rodeando la taza con sus dedos rechonchos.