Jun y Honma llegaron al bloque de apartamentos sobre las ocho de la tarde. Honma prefirió apearse antes y dejar que Jun fuera a buscar una plaza de aparcamiento libre. Estaban en una zona residencial situada a unos quince minutos a pie de la estación de Honancho, en un ramal suburbano que conectaba con la línea de Marunouchi. El bloque era de construcción moderna pero sobria y estaba provisto de unos elegantes miradores. Shoko vivía en el 103, piso de la planta baja que daba al sureste. Los vecinos tenían las bicicletas encadenadas a las rejas de su ventana.
Jun se había ofrecido a recoger a Honma. Pensaba que así podían aprovechar el trayecto para que Honma le pusiera al tanto de los avances de la investigación, pero éste había preferido guardar silencio y a Jun se le veía algo molesto.
—Se suponía que hoy tenía que quedarme a trabajar hasta tarde, pero me he marchado a las seis por esto, ¿sabe? Al menos, podría decirme algo —espetó enfadado mientras hurgaba en el bolsillo en busca de la llave del apartamento.
—Dudo que perder unas pocas horas extras deje una mancha en tu expediente —repuso Honma con serenidad, apoyándose en la columna que quedaba a la entrada.
Jun guardaba la llave de Shoko en la cartera y no en su propio llavero para evitar que su madre la viera. Cuando la introdujo en la cerradura, dejó escapar un suspiro.
—¿Acaso cree que no me molesta no saber nada?
Honma lo ignoró y entró en el apartamento.
—¿Dónde está la luz?
Jun pulsó el interruptor que quedaba a su espalda y se encendió la lámpara de la entrada. Ambos se descalzaron antes de avanzar por el diminuto pasillo.
Tras la visita al abogado, Honma había intentado localizar a Jun en su oficina y al no lograrlo, pidió que lo llamaran al busca. Acto seguido, Jun telefoneó a la cafetería donde se encontraba su tío.
—Oye, ¿no sabrás en qué dirección está empadronada? —Le preguntó.
Jun no daba crédito a aquella repentina pregunta. —¿A qué viene eso? —¿Lo sabes o no?
—¿Si lo sé… ? Claro que lo sé. En Honancho. Lleva viviendo allí una buena temporada.
—¿En serio?
—Sí, en serio. Fue allí donde recibió la tarjeta electoral en las últimas elecciones municipales de Tokio.
—De acuerdo. Entonces, me gustaría que consiguieras una copia de su certificado de empadronamiento. ¿Crees que podrás hacerme ese favor mientras
andas de un lado para otro
?
—¿Para qué lo necesita?
—No puedo explicártelo ahora. Pero si dices que eres su prometido y que ella te ha pedido que vayas a solicitarlo, me extrañaría que los del ayuntamiento se negaran a dártelo. Llévate algún documento de identidad. El «no» ya lo tenemos, así que no te cuesta nada probar.
—Bien. Lo intentaré.
Esas fueron las únicas instrucciones que había dado Honma antes de regresar a casa. Durante todo el trayecto en tren le estuvo doliendo la cabeza. Cuando llegó a la estación, aún le palpitaban las sienes.
Jun fue a recogerlo la tarde siguiente, alrededor de las siete, y encontró a Honma inmerso en medio de una crisis familiar, con una pequeña bomba de relojería a punto de estallar: su hijo. El chico se había enterado de que su padre pretendía salir de nuevo por la noche.
Honma, por supuesto, entendía que Makoto se preocupara, o mejor dicho, que temiera por él. Desde el accidente de coche de su madre, el chico se comportaba de aquel modo. Su padre era lo único que le quedaba en el mundo y si algo le sucedía… bueno, al parecer la idea le hacía entrar en pánico. No podía permitir que su padre corriera ningún riesgo o se enfrentara al menor peligro. Honma siempre se las había arreglado para tranquilizarlo, pero aquella noche sus palabras no surtieron efecto: el chico se había encerrado en su habitación.
—Lo siento. No he podido conseguir el certificado de empadronamiento —dijo Jun en cuanto Honma se subió al coche. Durante un segundo, daba la impresión de estar satisfecho consigo mismo.
—Entonces, ¿has averiguado que no existe un certificado de empadronamiento en Honancho?
—No, no. Pero se han negado a darme nada. Alegan que no es suficiente con que sea su prometido, que necesito presentar un documento que me autorice.
Había sido pedir demasiado. Conociendo la suerte de aquel chico, seguro que se había topado con un funcionario de los de verdad.
—¿No tenía un compañero de piso?
Con las manos en el volante, Jun giró la cabeza para lanzarle a Honma una mirada cargada de perplejidad.
—¿Se refiere a si alguien vivía con ella? Debe de ser una broma.
—¿Alguna vez conociste a su casero?
—Sólo de pasada. Vive en el vecindario. Shoko pasa de vez en cuando por su casa para charlar con ella.
La prometida de Jun había estado viviendo en aquel apartamento de Honancho bajo el nombre de Shoko Sekine; tenía una buena relación con su casera, y aquella era la dirección en la que estaba empadronada.
Pero, ¿y si la auténtica Shoko Sekine se había deshecho de su nombre, vendiendo su identidad a ojos de la administración? Puede que la bancarrota la hubiera empujado hasta tal extremo, y que aquella fuera su única opción de salir a flote. ¿Y si se lo hubiera vendido a una mujer de la misma edad que necesitara un
pasado
?
Aunque también cabía la desoladora posibilidad de que la verdadera Shoko Sekine estuviera muerta. A Honma no le atraía la idea de plantear aquel escenario, pese a que no lograra sacárselo de la cabeza. Así que durante el resto del trayecto, permaneció en silencio. Y Jun con el pie sobre el acelerador.
Hacía frío en el interior del apartamento de Honancho. Un frío que se asemejaba al humor de Honma.
A la izquierda en el pasillo, había un baño; a mano derecha, una cocina minúscula. Honma entró en la cocina. Una nevera, una alacena y un microondas sobre un carrito quedaban alineados en la pared, dejando el espacio justo para que una sola persona cupiera dentro. Todo estaba limpio y ordenado. El fregadero de acero inoxidable resplandecía con un brillo apagado. Una lata vacía de cerveza quedaba abandonada en el fregadero, sin duda, un recuerdo de la última visita de Jun. Por lo demás, no había nada que no estuviera en su sitio. La brisa que corría del exterior hizo girar las relucientes aspas del extractor un par de veces. Honma salió de la cocina.
El salón presentaba el mismo aspecto impoluto. De planta rectangular, era bastante amplio como para servir a la vez de dormitorio. Una simple cama descansaba en el rincón derecho. La colcha cubría toda su superficie hasta la almohada. Encima de la cabecera, un estante en el que únicamente había una lamparita y dos libros de edición barata:
Viaje en solitario por América
y
Guía para ir de compras por Europa
. Dos puntos cardinales, dos direcciones opuestas. La cubierta del primer volumen parecía más desgastada y raída. Junto a la cama, bajo la ventana, había una papelera. Estaba vacía.
Aparte del armario empotrado, había un ropero grande y una estantería. Sobre una pequeña cómoda con ruedecitas descansaba un teléfono inalámbrico. Dos sillas y una mesa redonda de madera sin acabar se levantaban sobre la alfombra. Junto a la mesa, una cesta de mimbre contenía un jersey a medio tejer y varios ovillos de lana ensartados en agujas de hacer punto.
—Estaba haciéndome ese jersey. Teníamos planeado ir a esquiar el mes que viene.
—¿Tenía ella esquís?
—Sí, están en el armario de la terraza —contestó Jun, asintiendo con la cabeza.
Honma abrió la puerta. Contra el tabique que separaba la terraza del apartamento contiguo —espacio que, en teoría, debía quedar despejado por si se producía un incendio— se levantaba uno de aquellos grandes armarios de exterior que se ven en los catálogos de venta por correo. Dentro encontró un par de esquís nuevos y unas botas de esquí. Ambos efectos quedaban sellados por unas bolsas de plástico.
—¿Cuánto tiempo lleváis esquiando? —preguntó Honma.
—Shoko empezó hace un par de años, después de que nos conociéramos. Yo, desde el instituto.
—¿Y cuándo se compró todo el equipamiento?
—Pues poco a poco, a lo largo de los dos últimos años. Primero se compró el traje; y con las pagas extras que acumuló en verano y en invierno del año pasado se compró los esquís y las botas. Fuimos juntos a comprarlos —añadió, con expresión sombría—. Siempre pagaba en efectivo, aunque la tienda ofreciera la posibilidad de pagar a plazos.
Honma se ahorró el comentario. Le podría haber dicho que aquella Shoko Sekine no era la misma que se había declarado en bancarrota. Y que, por lo tanto, ni siquiera ese era su verdadero nombre. Pero no le pareció el momento oportuno.
Esquís Rossignol y botas Salomón. Ambas marcas líderes en el mercado.
—El equipo será muy caro, imagino.
Jun se agachó junto a la bolsa de las botas.
—No tanto. No, si son modelos algo anticuados. Eso sí, los modelos más modernos pueden costar un ojo de la cara, sobre todo si uno lo compra todo a la vez. Pero un artículo de vez en cuando… No son caprichos exagerados, ni siquiera para un principiante. Creo que su traje es de la marca Cresso.
Honma apartó la bolsa de las botas a un lado, y encontró una caja de herramientas volcada. Junto a ésta, había una botellita envuelta en un trapo de cuyo interior emanaba un fuerte olor.
—¿Qué es eso? —preguntó Jun, asomando la cabeza por el armario.
—Gasolina —contestó Honma, dejando el frasco donde estaba. Llevaban cinco minutos en el exterior, pero la gélida brisa de la noche ya le había entumecido los dedos. La terraza daba a otro bloque de apartamentos. Si a aquello se le sumaba el panel que habían colocado sobre la barandilla para preservar algo de intimidad, los rayos de sol ni rozaban la terraza. No había ningún tendedero—. ¿Qué hacía con la colada?
—Utilizaba la lavandería —explicó Jun—. No había espacio en el apartamento para una lavadora. Ni tampoco para secar la ropa. De todas formas, el piso queda en la planta baja y a Shoko no le apetecía que su ropa interior quedara a la vista de todos.
Volvieron dentro. Honma apartó una silla y se sentó. Echó otro vistazo a su alrededor. Ni las cortinas ni los muebles eran de una notable calidad. La excepción era el armario, que parecía hecho de madera noble y debía de haber costado un buen pellizco. Puede que no hubiera escatimado teniendo en cuenta que aquella era una pieza que le duraría toda la vida.
—¿Cuánto pagaba por el alquiler? ¿Te lo comentó?
Jun levantó la vista del jersey inacabado, sin mangas, que había desplegado ante él. Tenía la mirada perdida, por lo que Honma repitió la pregunta.
—Pues… un poco más de sesenta mil yenes. —Barato.
Y pequeño, oscuro y poco aislado del frío. Sin embargo, era bastante céntrico y estaba nuevecito.
—Al parecer, la casera heredó el terreno y lo edificó para evitar los impuestos. Si saca beneficio, se mete en un buen lío. Shoko estaba muy contenta de haber dado con una oportunidad así. —Entonces, lanzando una mirada de suspicacia a Honma, añadió—: ¿Por qué le interesan ese tipo de detalles?
Pero Honma no lo escuchaba, estaba absorto en el armario. Se acercó para echarle un vistazo más de cerca y encontró una mancha bastante grande en uno de los pomos laterales. Probablemente habrían tenido que rebajar el precio por aquel desperfecto. La inquilina de aquel piso parecía ser toda una cazadora de gangas.
—¿Tienes idea de lo que se llevó consigo?
Jun se sentó en la cama, observando el armario.
—Algo de ropa y la bolsa que siempre lleva cuando salíamos de viaje. Eso junto a su cartilla del banco y su sello.
—¿Eso es todo? ¿Estás seguro?
—Segurísimo. Shoko guardaba los efectos de valor en una caja de galletas que escondía bajo la cama. —Jun se agachó y sacó una caja cuadrada procedente de un famoso confitero de Ginza. Estaba prácticamente vacía. Todo lo que quedaba era un diminuto sello en el que podía leerse: «Sekine».
«¿Se habrá deshecho ya de ese nombre?», pensó Honma.
—Me gustaría que dieras con tres cosas. Primero, su álbum de fotos.
—Eso debe de estar en la estantería.
—Segundo, su anuario de instituto.
—¿Para qué? —preguntó Jun con los ojos entrecerrados.
—¿Te lo enseñó alguna vez?
El chico hizo una mueca.
—¿Te lo enseñó?
Jun negó lentamente con la cabeza.
—No. Insistía en no querer saber nada de su pasado, ni del lugar de donde venía.
—Pero eso es algo que suele guardarse. ¿Crees que podría tener un espacio alquilado en otro lugar? ¿Algo que le sirva de almacén?
—No, eso es imposible. Para empezar, no lo necesita. Vive sola y tampoco tiene tanto dinero. Y ya ha visto la pinta de Imai Office Machines. Shoko sobrevive con ese sueldo. No puede permitirse gastos extras.
—De acuerdo. Bueno, pues un anuario de instituto o algo que se le parezca.
—¿Y lo tercero? —Jun no parecía tener la menor idea de cuál sería la respuesta. Apoyó la mano contra la pared para equilibrarse, como alguien que camina con los ojos tapados. Ignoraba qué pretendía Honma con todo aquello, hacia donde se encaminaba.
—Al declararse en quiebra, debió de haber recibido varios documentos de su abogado o del juzgado. ¿Puedes echar un vistazo y averiguar qué ha sido de ellos?
Las comisuras de los labios de Jun temblaron ligeramente. Fuera lo que fuese lo que estaba a punto de decir, pareció habérselo pensado mejor y concluir que más le valía mantener la boca cerrada. Durante la siguiente media hora, los dos trabajaron en silencio, buscando en aquella ordenada habitación. Había huecos en el armario que denotaban la ausencia de unas cuantas prendas.
Al final, Jun sólo consiguió dar con su álbum de fotos, precisamente en el lugar en el que sabía que lo encontraría. Honma encontró un pequeño frasco de perfume en un rincón aislado de la estantería. Le quitó el tapón y se maravilló con la embriagadora fragancia que desprendía. Si Shoko se ponía aquel perfume cada mañana antes de ir a Imai Office Machines, el viejo Imai debía de estar al borde el infarto.
—¿Es este el perfume que solía utilizar? —preguntó Honma, pasándole la botella. Jun arrugó la nariz.
—No, nunca utilizaba fragancias tan fuertes. Siempre llevaba la misma colonia fresca. Guardaba un pequeño pulverizador en el bolso.
Honma dejó el frasco en la estantería. Un lugar cómodo y limpio en su conjunto. La casera podría realquilar el apartamento tal como estaba. No hacía falta limpiar ni ordenar nada.