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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (10 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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Isaka interrumpió los pensamientos de Honma. —Supongo que la prometida de Jun no sabía que esa tal Shoko Sekine estaba en quiebra, ¿qué opinas?

—Que aquello debió de sorprenderla más que a nadie. —Como se desprendía del relato de Jun, la chica se había quedado paralizada. No le extrañaba. Vaya un funesto error de cálculo.

—Lo peor es que tuvo que darse cuenta de que si alguien empezaba a fisgonear en esa bancarrota, descubriría todo el pastel: que esa mujer no era quien decía ser. Esa debe de ser la razón por la que huyó.

—Como alma que lleva el diablo.

—Sí, no creo que se dirigiera al cielo precisamente —repuso Isaka, en un tono bajo y serio.

—Tuve una horrible sensación. Necesito dar con ese certificado de empadronamiento.

—Me temo que Jun es demasiado cuadriculado —observó Isaka—. Me lo imagino perdiendo los papeles cuando fue a la administración. —Pero ya que Honma no le había detallado toda la historia, su interlocutor no podía apreciar lo importante que era conseguir ese documento—. ¿Por qué no recurrir a un compañero del cuerpo y pedirle ese favor? El capitán no mira con lupa cada movimiento de sus hombres, ¿verdad? Nadie tiene por qué enterarse. Sería la opción más fácil… Pero quizás no te apetezca mucho tirar de esos hilos.

—No. Porque, el caso es que esta es una investigación privada. Y sigue siendo competencia del área del Gran Tokio. Si las cosas se tuercen y van más allá de los límites metropolitanos, no podré encargarme yo solo. Tendré que solicitar ayuda a nivel regional.

—¿Y si acudes a las autoridades y les explicas la situación? ¿Crees que te echarán una mano?

—Ni hablar. Los burócratas tienen sus manías cuando se dan casos como éste. Tienen las manos atadas.

Isaka reflexionó sobre aquello, con la mano apoyada en la barbilla.

—¿Y si mandas a una chica que tenga la misma edad de esa mujer? Quizá pueda presentarse allí y decir: «Soy Shoko Sekine». ¿Crees que comprobarían su identificación?

—Lo dudo… pero no, es muy difícil saberlo —dijo Honma, negando con la cabeza.

—Pues está decidido —repuso Isaka con una tímida sonrisa—. Le pediremos a Hisae que envíe una de las chicas de su oficina.

—No, no podemos hacerlo. Eso es pasarse de la raya.

—Se trata de una emergencia. Hay que ir a por todas. Hablaré con Hisae.

Isaka se marchó arrastrando los pies alrededor de las once, pero a Honma no le apetecía dormir, aún no. Se dispuso a pasar las hojas del álbum de fotos. Al parecer, Jun y su prometida no era la típica pareja que siempre estaba haciéndose fotos. Llevaban saliendo juntos un año y medio, una época digna de fotografiar, pero el álbum estaba medio vacío. O bien eso, o…

Honma dejó de pasar las hojas. Recapacitó: se trataba de alguien que vivía al borde del precipicio, que había usurpado la identidad de otra persona. Aquello significaba estar en un estado de alerta constante. Tomar fotos equivalía a dejar huellas. Su pequeño círculo de amistades también estaba más que justificado. Era una persona que se enfrentaba a su destino sin nada con lo que defenderse. Estaría preparada para salir huyendo en cuanto el cerco se estrechara lo más mínimo. Honma se acordó de la botella de gasolina que había encontrado en el armario del apartamento en Honancho. Un niño de papá como Jun no podía tener idea de para qué servía aquello —no había lavado un plato en la vida— pero Honma lo supo de inmediato. Ya había visto a Chizuko hacerlo alguna vez: quitar la grasa de la cocina con gasolina. De ahí las resplandecientes aspas. No es que la prometida de Jun se hubiera detenido a limpiar el extractor antes de su huida, sino que su condición de fugitiva la había obligado a pasar el trapo por cada superficie, cada día. Había hecho suya la siguiente divisa: no tomar prisioneros, no dejar rastro.

¿Y qué si las cosas hubieran seguido su curso, y hubieran acabado casándose? ¿Y si la hubieran descubierto después de comenzar una nueva vida? ¿Qué hubiera pasado entonces? ¿Habría huido igualmente?

La última foto del álbum era un gran primer plano de su rostro. Estaba frente a los iluminados chapiteles del castillo de
Cenicienta
, en Disneyland Tokio. Probablemente, su última salida juntos. Puede que durante las Navidades o en Año Nuevo. Tenía una hermosa hilera de dientes perfectos.

Honma tenía delante a una chica que parecía tan escrupulosa con la limpieza de su casa como con su aspecto físico. La imaginaba pasando la aspiradora en su apartamento, sacando un destornillador de la caja de herramientas para montar la estantería, limpiando las aspas del extractor de la cocina con un trapo empapado en gasolina.

«Puedes utilizar el típico producto, pero si quieres que todo quede como los chorros del oro, no hay nada como la gasolina», algo así solía decir Chizuko. Después, se aplicaba cantidades ingentes de crema porque la piel se le ponía roja. Le costaba creer que una chica que tenía los mismos trucos que su mujer para las tareas domésticas tuviera un pasado tan sombrío. Honma no estaba acostumbrado a indagar en las sórdidas historias de buenas chicas.

De repente, oyó un sonido a su espalda y se giró sobre sí mismo.

—¿Qué haces despierto?

Makoto estaba plantado como sólo puede hacerlo un niño de diez años, medio dormido, frotándose los ojos, con la cabeza agachada y haciendo pucheros.

—Si sales de la cama, ponte algo de ropa. ¿Tienes que ir al baño?

El niño seguía sin responder, así que Honma suavizó el tono de voz.

—Suéltalo ya. No puedo saber qué te pasa sólo por la cara que me pones. —Durante un momento, Honma sólo podía oír la respiración de Makoto. Oh, oh, está pillando un resfriado, otra vez, pensó Honma—. ¿Todavía tienes la nariz taponada, verdad?

—No —espetó el chico, lanzándole una mirada que decía: «a ti qué te importa».

—Si te quedas ahí descalzo durante diez minutos más, vas a empezar a moquear.

—¿Puedo? —Makoto señaló con la barbilla una de las sillas. Entonces, frunció el ceño y matizó—: ¿Puedo sentarme?

—Sí que puedes.

Makoto se acomodó en la silla y volvió la cabeza para mirarlo. Tenía una expresión nerviosa y apremiante.

—¿Dónde has estado?

—Aquí y allá.

—¿Qué es eso? —Señaló el álbum de fotos. —Algo que le he cogido prestado al tío Jun.

—¿Qué es eso que te ha pedido el tío Jun? ¿Es tan importante como para que salgas cuando aún no estás recuperado del todo? ¿No me prometiste que te quedarías en casa hasta que te pusieras mejor? —Sus palabras fueron retomando velocidad hasta acabar en un balbuceo. Makoto debía de haber estado en vilo toda la noche, dándole vueltas al asunto en su diminuta cabeza. Planeando qué decir. Pero casi en el instante en el que había abierto la boca, se había quedado en blanco. Lo único que afloraba era su rabia.

—Lo siento —dijo Honma sin titubeos—. He roto mi promesa. No he debido hacerlo. —Makoto se limitó a parpadear, impasible—. Pero, verás, el tío Jun está en un verdadero aprieto. Necesita que alguien le eche una mano.

—El tío Jun nunca ha hecho nada para ayudarnos. ¿Por qué ayudarlo tú? Me hace gracia, la verdad.

Makoto tenía razón.

—¿Eso piensas?

—Sí.

—Bueno, por esa regla de tres, no tendríamos por qué ayudar a nadie que esté en un apuro.

Makoto guardó silencio entonces, y tras unos cuantos sollozos exagerados, continuó con su protesta.

—No, pero ¿por qué nos toca a nosotros? ¿No puede pedírselo a otra persona?

—¿Cómo quién?

Makoto se lo pensó un momento. —¿No puede ir a la policía?

—A estas alturas, la policía no movería un dedo. Créeme, sé de lo que hablo.

Makoto balanceó las piernas, impaciente. —¿Está buscando a alguien? —Así es.

—¿Alguien del álbum de fotos? Honma asintió. —¿Puedo verlo?

Makoto quería ver la cara de la persona por la que su padre había roto su promesa. Honma le mostró la última foto del álbum y dijo:

—Es esta mujer.

El chico observó atentamente la fotografía.

—Está en Disneyland, ¿verdad?

—Probablemente.

—Es una señora muy guapa, ¿eh?

—¿A ti también te lo parece?

—¿Y a ti, papá? —Sí, claro.

—Apuesto a que el tío Jun cree que es hermosa.

—Por supuesto.

—¿Ha salido huyendo de él?

Honma guardó silencio durante un segundo antes de contestar. —Bueno, no es la manera más elegante de decirlo. Makoto agachó la cabeza y columpió los pies. Al parecer, su enfado se atenuaba poco a poco.

—¿Sabes? Hoy… —dijo en tono bajo.

—¿Qué?


Zoquete
se ha perdido.

La grapadora mental de Honma acababa de quedarse sin grapas. Era incapaz de procesar información alguna. Oía perfectamente lo que su hijo le estaba diciendo, pero no lograba comprender nada.

—¿Cómo dices?


Zoquete
se ha perdido. No regresó a casa de Kazzy anoche. ¿Y si se lo ha llevado alguien?

Zoquete
era un chucho, la mascota de la familia de Kazzy. Makoto y Kazzy lo habían encontrado en el parque hacía tres meses. Makoto quiso quedárselo pero Honma se había negado en rotundo; el reglamento de la residencia prohibía tener mascotas. Y, además, habría supuesto una carga más para Isaka. Al final, Kazzy se las había arreglado para convencer a sus padres para que
Zoquete
, el nombre que le habían puesto, se quedara con ellos. Desde entonces, Makoto lo sacaba cada vez que podía.


Zoquete
ya no es un cachorro —explicó Honma—. A veces le apetecerá pasar un par de días fuera de casa. Puede que más.

De hecho,
Zoquete
ya era un perro adulto, a pesar de su diminuto tamaño. Podías cogerlo con una sola mano. Puede que fuera el resultado de un cruce con un terrier, lo que también explicaba ese temperamento tan despreocupado que lo hacía salir corriendo detrás del primer desconocido. Por mucho que se empeñaran en enseñarle los trucos más básicos, como dar la pata o hacerse el muerto, el perro se negaba a aprender, o quizás no fuera capaz de hacerlo. Ese detalle le valió su nombre. Un perro así se hubiera ido con el primero que pasara por delante.

—No te preocupes, dale un poco de tiempo. Seguramente habrá vuelto mañana a primera hora.

Así que aquello era lo que preocupaba a Makoto. Vale, puede que estuviera algo nervioso porque su padre iba calle arriba, calle abajo con la rodilla mala, pero también necesitaba algo de comprensión por el asunto del perro.

—Si no regresa, ¿podré salir a buscarlo? —No veo por qué no.

Tras un momento, Makoto habló de nuevo.

—Papá, tú también estás preocupado por la novia de tío Jun, ¿verdad? —Desde luego.

—Igual que yo por
Zoquete
—confesó Makoto, asintiendo con la cabeza—. Pero no vayas a trabajar demasiado y a cansarte mucho, o la fisioterapeuta te dará un toque de atención, ¿vale?

La fisioterapeuta de Honma era tan dura que el día en que se saltó una de las sesiones, llamó a casa para soltarle todo un sermón. Ese tipo de cosas tiraban por los suelos la imagen de un padre.

—Te lo prometo.

Makoto soltó una risita al bajarse de la silla.

—¡Ups! ¡Lo siento! —exclamó cuando su codo golpeó el álbum que acabó cayendo de la mesa. El niño se agachó para recogerlo, y una fotografía se deslizó desde el interior. Honma la recuperó. Era una instantánea de una casa, tomada desde el frente y que captaba toda la fachada.

—¿Qué es eso? —preguntó el chico, estirando el cuello.

Era una casa residencial muy elegante, de estilo occidental. Los muros estaban pintados de un marrón chocolate y los marcos de las ventanas y la puerta eran de color blanco. Unos maceteros adornaban cada lateral del porche. La casa estaba coronada por un tejado inclinado que lucía una diminuta claraboya. En primer plano, cruzando la imagen de derecha a izquierda, aparecían dos mujeres. Ambas se habían percatado de la presencia de la cámara al pasar por delante de la casa. Una de ellas miraba hacia delante; la otra tenía la cabeza vuelta hacia la cámara y la mano ligeramente levantada, como saludando.

Ambas llevaban unas faldas de color azul chillón y unas camisetas a juego, unas blusas blancas de manga larga con corbatas granates. Uniformes, sin duda.

Una casa y dos mujeres. Un trocito de cielo azul en el margen superior izquierdo. Y una especie de torre de metal. Sólo quedaba una parte visible de esta última, pero tras un momento Honma creyó reconocer de qué se trataba: ¿las luces de un estadio de béisbol?

Abrió el álbum de nuevo, y comprobó que la foto había caído de un sobre escondido en la contracubierta. De un espacio hecho de un papel opaco, diseñado para guardar negativos. Aquello explicaba por qué no había reparado antes en el sobre.

Una vez que Makoto se fue a la cama, Honma se sentó con la instantánea en mano. Una imagen frontal de la casa, eso era todo. De repente, dos mujeres habían aparecido en escena. Debía de haber ocurrido por casualidad. De no ser así, estarían posando. No cabía la menor duda, la casa era la protagonista de la foto. Entonces, ¿por qué la habría guardado? ¿Se trataba de su casa? Si así era, podía estar frente a una pista. ¿Y qué hacían esos focos ahí? ¿Una casa junto a un estadio? Un detalle muy valioso para rastrear su localización. Ahora que lo pensaba, ¿cuántos estadios habría en Japón?

Decidido a quedarse con la instantánea, junto con el primer plano de la prometida de Jun, las introdujo en su bloc de notas. Fue justo cuando el reloj de cuco de la habitación de Makoto marcaba la medianoche.

Capítulo 8

A las diez de la mañana siguiente, Hisae Isaka apareció con las copias del registro familiar y el certificado de empadronamiento. Fuera, hacía un frío de mil demonios que le había teñido las mejillas de un rojo vivo. Su aliento todavía cuajaba en el aire, tan blanco como los zapatos nuevos que llevaba puestos. Y eso que Hisae solía vestir bastante informal para ser alguien que conducía un deslumbrante Audi de color rojo y generaba los ingresos suficientes como para tener contratados a una secretaria y a tres diseñadores.

—Una chica de mi oficina, Rie, se ha acercado y ha conseguido los documentos. No ha tenido más que presentarse y decir: «Soy Shoko Sekine». No le han puesto ninguna pega —explicó mientras se deshacía de su chaqueta de color amarillo mostaza.

En cuanto desvió la mirada hacia Honma, que se encontraba en la cocina, exclamó:

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