Se cuentan terribles relatos sobre el pueblo Innsmouth, un pueblo pesquero que antaño fue próspero, pero que ahora se halla sumido en la pobreza. La causa de la degradación se achaca a una epidemia procedente de un barco y que azotó sin piedad al pueblo. Sin embargo, las malas lenguas hablan sobre pactos con el diablo. Son pocos lo que se aventuran a viajar a ese pueblo, pues muchos extranjeros que no han regresado tras viajar a Innsmouth. Pese a todo, el protagonista de esta historia, un viajante en busca de sus orígenes familiares, se siente atraído por el pueblo y decide visitarlo de pasada hacia su destino final. Pero, para su desgracia, se ve obligado a pasar la noche en el pueblo. ¿Estará preparado para conocer los macabros secretos del pueblo?
H.P. Lovecraft
La sombra sobre Innsmouth
ePUB v2.2
Perseo15.09.12
Título original:
The Shadow Over Innsmouth
Howard Phillips Lovecraft, 1931.
Diseño/retoque portada: Demes.
Editor original: Demes (v1.0)
Segundo editor: Perseo (v2.0 a v2.2)
Corrección de erratas: stunnegar y revnoise
ePub base v2.0
D
urante el invierno de 1927—28, los agentes del Gobierno Federal realizaron una extraña y secreta investigación sobre ciertas instalaciones del antiguo puerto marítimo de Innsmouth, en Massachusetts. El público se enteró de ello en febrero, porque fue entonces cuando se llevaron a cabo redadas y numerosos arrestos, seguidos del incendio y la voladura sistemáticos —efectuados con las precauciones convenientes— de una gran cantidad de casas ruinosas, carcomidas, supuestamente deshabitadas, que se alzaban a lo largo del abandonado barrio del muelle. Las personas poco curiosas no prestarían atención a este suceso, y lo consideraron sin duda como un episodio más de la larga lucha contra el licor.
En cambio, a los más perspicaces les sorprendió el extraordinario número de detenciones, el desacostumbrado despliegue de fuerza pública que se empleó para llevarlas a cabo, y el silencio que impusieron las autoridades en torno a los detenidos. No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco de qué se les acusaba; ni siquiera fue visto posteriormente ninguno de los detenidos en las cárceles ordinarias del país. Se hicieron declaraciones imprecisas acerca de enfermedades y campos de concentración, y más tarde se habló de evasiones en varias prisiones navales y militares, pero nada positivo se reveló. La misma ciudad de Innsmouth se había quedado casi despoblada. Sólo ahora empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento renacer.
Las quejas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron acalladas tras largas deliberaciones secretas; los representantes de dichas sociedades efectuaron algunos viajes a ciertos campos y prisiones, y como consecuencia, tales organizaciones perdieron repentinamente todo interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno. Sólo un periódico —un diario sensacionalista y de escaso prestigio por esta razón— hizo referencia a cierto submarino capaz de grandes inmersiones que torpedeó los abismos de la mar, justo detrás del Arrecife del Diablo. Esta información, recogida casualmente en una taberna marinera, parecía un tanto fantástica ya que el arrecife, negro y plano, queda por lo menos a milla y media del puerto de Innsmouth.
Los campesinos de los alrededores y las gentes de los pueblos vecinos lo comentaron mucho, pero se mostraron extremadamente reservados con la gente de fuera. Llevaban casi un siglo hablando entre ellos de la moribunda y medio desierta ciudad de Innsmouth y lo que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se comentaba en voz baja desde muchos años antes. Habían sucedido cosas que les enseñaron a ser reservados, de modo que era inútil intentar sonsacarles. Además, sabían poca cosa en realidad, porqué la presencia de unos saladares extensos y despoblados dificultaba mucho la llegada a Innsmouth por tierra firme, y los habitantes de los pueblos vecinos se mantenían alejados.
Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión. Estoy convencido de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que, aparte un sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron los horrorizados agentes que irrumpieron en Innsmouth no pueden causar ningún daño. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé exactamente hasta qué punto me han contado toda la verdad, pero tengo muchas razones para no desear indagar más a fondo, ya que el caso, y el recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas.
Fui yo quien, a primera hora de la mañana del 16 de julio de 1927, huyó frenéticamente de Innsmouth, y quien suplicó horrorizado al Gobierno que abriese una investigación y actuase en consecuencia, petición que dio origen a todo el episodio relatado. Yo estaba firmemente resuelto a permanecer callado mientras el asunto estuviera reciente en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha perdido interés y curiosidad, tengo un extraordinario deseo de contar, en voz muy baja, las horas escasas y terribles que pasé en aquel puerto de tan siniestra reputación, sobre el que se cierne una sombra blasfema y mortal. El mero hecho de contarlo me ayudará a recobrar la confianza en mis facultades, a convencerme de que no fui simplemente la primera víctima de una pesadilla colectiva. Me servirá además para decidirme a mirar de frente cierto paso terrible que aún tengo que dar.
Nunca había oído hablar de Innsmouth hasta la víspera del día en que lo vi por primera y —hasta ahora— última vez. Celebraba mi mayoría de edad dando la vuelta a Nueva Inglaterra —turismo, antigüedades, interés genealógico— y había planeado ir directamente desde el antiguo pueblo de Newburyport a Arkham, de donde provenía la familia de mi padre. No tenía coche y viajaba en tren, en trolebús o en coches de línea, buscando siempre el itinerario más barato. En Newburyport me dijeron que para ir a Arkham debía tomar el tren. Y fue en el despacho de billetes de la estación donde, al vacilar ante el elevado precio del billete, oí hablar por vez primera de Innsmouth. El empleado, hombre corpulento de rostro sagaz y un acento que no era de la región, consideró con simpatía mis esfuerzos por ahorrar y me sugirió una solución que hasta entonces nadie me había propuesto.
—Creo que podría coger el autobús viejo —dijo después de cierta vacilación— aunque por aquí nadie suele cogerlo. Pasa por Innsmouth… Puede que haya oído usted hablar del pueblo ese… A la gente no le gusta. El conductor es de allí, un tal Joe Sargent, y nunca coge viajeros de aquí ni de Arkham. No me explico de qué vive esa empresa. El precio del billete debe ser bastante barato, pero nunca lleva más de dos o tres personas… y todas de Innsmouth. Sale de la Plaza, delante de la Droguería Hammond, a las diez de la mañana y a las siete de la tarde, a no ser que hayan cambiado de horario últimamente. Parece una cafetera rusa… Jamás me he metido dentro de ese trasto.
Esta fue la primera noticia del siniestro pueblo de Innsmouth. Cualquier referencia a un pueblo que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera registrado en las guías actuales de viajes me habría interesado, pero además, la extraña manera que tuvo el empleado de mencionarlo acabó de suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que un pueblo capaz de inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser curioso y digno de atención turística. Puesto que estaba antes de llegar a Arkham, me detendría en él… Así que pedí al empleado que me informase un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía, exclamó:
—¿Innsmouth? Sí, es un pueblo bastante raro. Está en la desembocadura de Manuxet. Era casi una ciudad, un puerto relativamente importante, antes de la guerra de 1812, pero se ha arruinado durante los últimos cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril… Hace años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Rowley.
»Debe haber más casas vacías que habitantes, y no hay comercio ni industria, excepto la pesca y las nasas. La gente prefiere venir aquí o a Arkham o a Ipswich para hacer sus negocios. Años atrás había algunas fábricas, pero ahora no queda más que una refinería de oro que además se pasa largas temporadas sin funcionar.
»Sin embargo, esa refinería fue un buen negocio en sus tiempos, y el viejo Marsh, el dueño, debe de ser más rico que Creso. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada. Dicen que ha contraído una enfermedad de la piel o que le ha salido alguna deformidad, y no se deja ver. Es nieto del capitán Obed Marsh, que fue el fundador del negocio. Parece que su madre era extranjera, dicen que procedía de los Mares del Sur; así que se armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Ipswich, hace cincuenta años. A la gente de por aquí no le gustan los de Innsmouth, y si alguno lleva sangre de Innsmouth procura siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y los nietos de Marsh tienen un aspecto normal. Me los señalaron una vez que pasaron por aquí… Y ahora que lo pienso, parece que los hijos mayores no vienen últimamente. Al viejo no lo he llegado a ver nunca.
»¿Que por qué las cosas andan tan mal en Innsmouth? Bueno, muchacho, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ahí. Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado los últimos cien años chismorreando sobre lo que pasa en Innsmouth, y me figuro que están más asustados que otra cosa. Algunas historias que se cuentan son de risa. Por ejemplo, dicen que el viejo capitán Marsh negociaba con el diablo y sacaba trasgos del infierno para traérselos a vivir a Innsmouth, y también que celebraban una especie de culto satánico y sacrificios espantosos, cerca de los muelles, y que lo descubrieron allá por el año 1845 más o menos… Pero yo soy de Panton, Vermont, y no me trago esas historias.
»Tenía usted que oír lo que cuentan los viejos del arrecife de la costa… El Arrecife del Diablo lo llaman. En muchas ocasiones sobresale por encima de las olas, y cuando no, aparece a flor de agua, pero ni siquiera se puede decir que sea una isla. Según cuentan, se ve a veces una legión entera de demonios en ese arrecife, desparramados por allí o saliendo y entrando de unas cuevas que hay en la parte alta de la roca. Es una peña abrupta y desigual, a bastante más de una milla de la costa. Ultimamente los marineros solían desviarse bastante para evitarla.
»Los marineros que no procedían de Innsmouth, se entiende. Una de las cosas que tenían contra el capitán Marsh era que, al parecer, atracaba allí algunas veces por la noche, cuando la marca lo permitía. Puede que atracara, porque la roca es interesante, y hasta es posible que fuese en busca de algún tesoro pirata; pero lo que decían es que negociaba con los demonios de allí. Para mí, la pura realidad es que fue el capitán quien verdaderamente le dio fama de siniestro al arrecife.
»Eso fue antes de la epidemia de 1846, en que murió más de la mitad de la población de Innsmouth. No se llegó a explicar completamente qué fue lo que pasó, pero seguro que se trataba de alguna enfermedad exótica, traída de China o de alguna parte, por mar. Debió de ser terrible; hubo desórdenes por culpa de eso, y pasaron cosas horribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera del pueblo. El caso es que con eso se arruinó para siempre. No volvió a repetirse la hecatombe, pero ahora apenas vivirán allí trescientas o cuatrocientas personas.