Me alegré de bajar del autobús. Inmediatamente después, procedí a consignar mi maleta en el sórdido vestíbulo del hotel. Sólo había una persona a la vista, un hombre de edad, que carecía de lo que yo había dado en llamar «pinta de Innsmouth». Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban de este hotel. Así que salí a dar una vuelta por la plaza. El autobús se había ido ya. Me entretuve en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a un solar pedregoso tras el cual se extendía el río. Al otro extremo había un semicírculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente databan de 1800. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharme de allí antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una docena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste, una droguería, un almacén de pescado al por mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única industria del pueblo, las Refinerías Marsh. Habría unas diez personas por allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera. Evidentemente, se trataba del centro comercial de Innsmouth. Hacia oriente se podían ver los azules parpadeos del puerto, sobre los que se alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una torre blanca por detrás de un edificio que debía ser la refinería Marsh.
Después de pensarlo un rato, decidí empezar mis indagaciones en la tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Innsmouth, como así resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometía abundante información. Daba la impresión de que estaba deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su olor a pescado, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio poder hablar con cualquier forastero. Era de Arkham y vivía con una familia que procedía de Ipswich. Siempre que podía, hacía una escapada para visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Innsmouth, pero la empresa lo había destinado allí y él no deseaba dejar el empleo.
Dijo que en Innsmouth no había biblioteca pública ni cámara de comercio, pero que no me sería difícil orientarme por las calles. Seguramente encontraría monumentos de interés. Donde yo me había apeado era Federal Street. De aquí nacía en dirección a poniente una serie de calles residenciales —Broad, Washington, Lafayette y Adams—, y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese barrio —cuya arteria era Main Street— encontraría unas viejas iglesias muy bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. Sería conveniente que yo no llamara demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del río, ya que el vecindario era gente hosca y mal encarada. Incluso se decía que algunos forasteros habían llegado a desaparecer.
Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según había aprendido a costa de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores de la refinería Marsh, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de la Orden de Dagon situado en New Church Green. Los cultos que se practicaban eran muy extraños. Todos ellos habían sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Innsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres, practicaban las más extrañas ceremonias y utilizaban unas vestiduras sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y misteriosos hacían alusión a ciertas metamorfosis prodigiosas, a consecuencia de las cuales se obtenía la inmortalidad material en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor Wallace, de Arkham, le había instado a que no frecuentara ninguna iglesia de Innsmouth.
En cuanto a la gente, él apenas sabía nada. Eran huidizos; se les veía raramente y vivían como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba muy difícil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna pesca. A juzgar por las cantidades de licor clandestino que consumían, se debían de pasar la mayor parte del día en estado de embriaguez. Parecían unidos por una especie de misteriosa camaradería, y sentían un gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Su aspecto —en particular aquellos ojos fijos e imperturbables que no pestañeaban jamás— era lo que más le repelía de ellos. Después, sus voces roncas de acento inhumano. Era lo más desagradable del mundo oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades —que ellos denominaban renacimientos—, celebradas dos veces al año, el 30 de abril y el 31 de octubre.
Eran muy aficionados al agua, y siempre estaban nadando en el río y en el puerto. Las competiciones hasta el lejano Arrecife del Diablo eran muy frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba cuenta de que las únicas personas que aparecían en público eran jóvenes. Incluso entre éstos, a los mayores se les notaban ya ciertos signo de degeneración. Era muy raro encontrar adultos sin rastro de desviación biológica alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurría con los viejos. ¿No sería tal vez la «pinta de Innsmouth» un extraño fenómeno patológico que les iba minando el organismo a medida que transcurrían los años?
Naturalmente, sólo una grave enfermedad podía acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en las personas que alcanzaban la madurez… modificaciones tan profundas, que incluso llegaban a afectar a la forma del cráneo. En ese caso, la cosa ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría de una enfermedad. De todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difícil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre ellos.
Dijo además que estaba convencido de que había individuos más repugnantes que los que se veían por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares. Se oían cosas la mar de raras. Decían que las casas del puerto se comunicaban entre sí mediante una serie de subterráneos secretos, y que el barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué clase de sangre les corría por las venas, si es que les corría alguna. Cuando llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solían ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos.
Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un viejo que vivía en el asilo de la salida del pueblo, y que solía pasear por las calles próximas al parque de bomberos. Este venerable personaje, Zadok Allen, tenía noventa y seis años y estaba algo tocado de la cabeza, además de ser el borrachín del pueblo. Era un individuo huidizo y extraño que siempre miraba de soslayo como si temiese algo. Estando sereno, no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz de rechazar cualquier invitación y, una vez bebido, contaba las historias más asombrosas del mundo.
De todos modos, pocos datos útiles podría sacar de él, ya que no decía más que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente desequilibrada. Nadie le creía, pero a los de Innsmouth no les gustaba verle beber y charlar con extraños. No era prudente que le vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurías que corrían por ahí provenían de él.
Es cierto que algunos habitantes de Innsmouth que procedían de otras localidades afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del viejo Zadok, unidas a la deformidad de los habitantes, eran suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Ninguno de los forasteros que vivían en el pueblo se atrevía a salir de noche. Se decía que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras.
Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de pescado era casi increíble; de todos modos, en Innsmouth se obtenía menos beneficio cada día. Los precios bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero negocio del pueblo era la refinería, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos portales más allá. El viejo Marsh nunca se dejaba ver. A veces se veía pasar su automóvil con las cortinillas echadas.
Corría toda suerte de rumores acerca de la transformación que había sufrido el viejo Marsh. En sus tiempos había sido siempre muy atildado y se decía que vestía aún una elegante levita de tiempos del rey Eduardo, aunque se la habían tenido que adaptar a ciertas deformidades. Al principio dirigían sus hijos la oficina de la plaza, pero últimamente se habían retirado de la vida pública, dejando el peso del negocio a la generación más joven. Tanto ellos como sus hermanas habían sufrido un cambio muy extraño, especialmente los mayores, y se decía que estaban muy mal de salud.
Por lo visto, una de las hijas de Marsh era verdaderamente horrible. Según se decía, parecía un reptil. Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas fantásticas; hasta llevaba una tiara del mismo estilo que la del museo, por lo que me dijo el muchacho. Él mismo se la había visto en la cabeza más de una vez. Sin duda provenía de algún tesoro escondido por los piratas o los demonios. Los curas —o los pastores, o como se les llamase a esos extraños sacerdotes— usaban también tiaras de ese tipo. Pero rara vez se les veía. Me confesó que él no había visto más que una, la de la muchacha, aunque corría el rumor de que existían varias en la ciudad.
Además de los Marsh, había otras tres familias de elevada posición: los Waite, los Gilman y los Eliot. Todas eran gente retraída. Vivían en casas inmensas, a lo largo de Washington Street. Se decía que con ellos vivían secuestrados ciertos familiares que sufrían también horribles deformaciones y cuyo fallecimiento había sido certificado oficialmente.
Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho me dibujó un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiera orientarme. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo. No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que había visto, así que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me había trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allí si tenía ocasión de ello, y coger el autobús de las ocho para Arkham. A primera vista se notaba que el pueblo era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy sociólogo, de manera que limité mis observaciones a la arquitectura.
Empecé a buen paso mi recorrido sistemático por las sórdidas calles de Innsmouth. Después de cruzar el puente, me desvié hacia el fragor de los saltos de agua que había río abajo. Pasé junto a la refinería Marsh, de la que no salía ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la actual Plaza Mayor.
Volví a cruzar la garganta por el puente de Main Street, y desemboqué en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los tejados fundidos formaban una línea mellada y fantástica que se recortaba contra el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una antigua iglesia. En Main Street había algunas casas habitadas al parecer, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos edificios ruinosos y abandonados abrían sus ventanas como negras órbitas vacías sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio imponente. Tuve que armarme de valor para atravesar aquel lugar en dirección al puerto. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.
En Fish Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. Water Street era casi idéntica, salvo que tenía enormes espacios despejados en el lado de la mar, donde antes hubo muelles y embarcaderos, hoy hundidos. No se veía un alma, a excepción de los escasos pescadores del lejano espigón. Sólo se oían los blandos lametones de las olas en el puerto, y el rumor lejano de los saltos del Manuxet. Una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Water Street. El otro, el de Fish Street, estaba en ruinas según el plano.
Al otro lado del río encontré indicios de cierta actividad: manufacturas de preparación y embalaje del pescado, algunas chimeneas humeantes, techumbres reparadas, ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las gentes aquí tenían más acentuada su deformidad que las del centro. Varias veces me recordaron, de manera confusa, algo tremendo y grotesco que no conseguí identificar. Evidentemente, la proporción de sangre extranjera era en éstos mayor que en los de los demás barrios, a no ser que la «pinta de Innsmouth» fuese una enfermedad, en cuyo caso debía estar causando estragos en este sector. De cuando en cuando también se oían crujidos, carreras presurosas, ruidos extraños y roncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no les había escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de sus voces.