No había acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Washington Street avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Cuando llegaron a la amplia explanada, desde la cual acababa yo de contemplar el pavoroso panorama bajo la luna, pude fijarme en ellos sosegadamente, sin que me vieran, desde la distancia de una manzana de casas tan sólo… Me quedé aterrado ante la bestial deformidad de sus rostros, ante su forma casi animal de andar. Uno de los individuos se movía exactamente igual que un mono; sus largos brazos rozaban el suelo de cuando en cuando. Otro —envuelto en extraños ropajes y tocado con una tiara— avanzaba a saltos. Me pareció el mismo grupo que había visto en el patio de Gilman House. Era, pues, la patrulla que más seguía de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en dirección mía, y yo me sentí traspasado de terror. Con un esfuerzo supremo, seguí la marcha bamboleante que había adoptado. Todavía ignoro si me vieron o no. Si me vieron, mi estratagema debió de dar resultado, porque cruzaron la explanada sin cambiar de dirección y sin dejar de gruñir y farfullar en una jerga gutural y repulsiva absolutamente incomprensible.
Una vez protegido por las sombras seguí corriendo como antes y dejé atrás las casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado. Después crucé a la otra acera, doblé la esquina siguiente y me metí por Bates Street, pegado a los edificios. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior había una luz; una de ellas tenía abiertas las ventanas del piso superior. Pero no me vio nadie. Al torcer por Adams Street sentí cierta tranquilidad, aunque me llevé un susto repentino, al ver salir a un hombre de un portal oscuro y venir directamente hacia mí haciendo eses. Pero iba demasiado bebido y ni siquiera me llegó a ver. De esta forma llegué sano y salvo a las lúgubres ruinas de los almacenes de Bank Street.
Ni un alma se movía en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del río. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos. Había una buena tirada hasta la estación derruida; los muros de ladrillo de los almacenes me parecían aún más amenazadores que las fachadas que había dejado atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación —o lo que quedaba de ellos— y me fui directamente al extremo donde arrancaba la vía.
Los raíles estaban oxidados y llenos de orín, aunque casi intactos; más de la mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil andar —y más, correr— por una superficie semejante. De todos modos procuré adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante un trecho, la línea férrea se ceñía al borde del río para desembocar finalmente en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo. El estado de este puente determinaría mi camino a seguir. Si era buenamente posible, lo cruzaría; si no, tendría que aventurarme otra vez por las calles y buscar el puente más próximo, si aún era practicable.
El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna. Las traviesas se encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendí una linterna y entré. Una nube de murciélagos despavoridos pasó por encima de mí y estuvo a punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacío entre las traviesas. Por un momento pensé que no lo podría salvar. Finalmente me arriesgué. Di un salto desesperado y por fortuna caí bien al otro lado.
Cuando salí de aquel túnel horrible respiré con alivio. Los viejos raíles cruzaban River Street, después describían una curva y se adentraban en una zona cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuía también el nauseabundo olor a pescado que reinaba en todo Innsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba yo de agradecer su presencia, porque podían servirme de escondrijo en caso de peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la carretera de Rowley.
Muy pronto empezó la región pantanosa. La vía la atravesaba sobre un terraplén de poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venía una especie de isla de terreno firme, algo más elevado, y la línea la atravesaba encajonada en una zanja obstruida por arbustos y zarzas. Daba gusto caminar protegido por la zanja, teniendo en cuenta sobre todo que, según había podido apreciar desde la venta del Gilman, la línea férrea se hallaba en este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rowley, la cual venía a cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Pero de momento debía actuar con prudencia.
Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguía. Los viejos campanarios y los tejados ruinosos de Innsmouth resplandecían grandiosos y etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre él. Luego miré el campo, y lo que vi me heló la sangre.
Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia el sur. Era como si una muchedumbre interminable saliese del pueblo por la carretera de Ipswich. La distancia era considerable y no se distinguía con exactitud, pero no me gustó nada aquella columna en movimiento. Ondeaba demasiado y relucía asombrosamente bajo la luna de poniente. Incluso me pareció oír ruidos y voces, pero el viento me impidió cerciorarme. Era algo así como un patear y rugir de bestias, peor aún que los gruñidos de las patrullas del pueblo.
Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos seres aún más deformes que, según se decía, se ocultaban en las casas miserables del puerto. También me vinieron a la imaginación los terribles nadadores que había vislumbrado confusamente en el agua. A juzgar por los grupos que había visto hasta el momento, y los que con toda seguridad habrían salido por las demás carreteras, el número de mis perseguidores debía de ser inconcebible, sobre todo teniendo en cuenta que Innsmouth era un pueblo casi deshabitado.
¿De dónde había salido la densa multitud que componía aquella marea ondulante y lejana? ¿Acaso los vetustos edificios supuestamente desiertos rebosaban efectivamente de una vida insospechada y secreta? ¿O es que había desembarcado una legión de seres extraños de aquel arrecife del infierno? ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban allí? ¿Serían las patrullas de las otras carreteras igualmente numerosas?
Me interné en la maleza de la cortadura, y pugnaba por abrirme camino con dificultad, cuando otra vez se extendió el abominable olor a pescado. ¿Había cambiado el viento repentinamente y venía ahora de la mar? Así debía de ser, en efecto, porque también empezaron a oírse horribles murmullos guturales en estos parajes hasta entonces silenciosos. Y una cosa distinguí que me desagradó aún más: un ruido blando, como el de un animal que caminara a saltos por un suelo mojado. No sé por qué, lo asocié con aquella ondulante columna que se movía en la carretera de Ipswich.
No tardaron en aumentar los ruidos y el olor, de manera que me paré, mortalmente asustado, dando gracias al cielo de hallarme a cubierto en la zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rowley cruzaba la vía, antes de alejarse definitivamente. La horda se acercaba, así que me tumbé en el suelo y decidí esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos. Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado, de poco les habría valido con el olor que imperaba en toda la región. Encogido bajo los arbustos, me sentí seguro aun cuando sabía que mis perseguidores cruzarían la vía por delante de mí a menos de cien metros de distancia. Yo podría verlos, pero ellos a mí no, a no ser que se diera una funesta casualidad.
Me estremecí ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por la luna, por donde pronto habrían de desfilar, y pensé que aquel trozo de naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Sin duda se trataría de los seres más monstruosos y horribles que cobijaba el pueblo de Innsmouth… No me sería agradable recordar el espectáculo después.
El hedor se hizo más opresivo; los ruidos fueron en aumento, hasta convertirse en una bestial algarabía de graznidos, aullidos y ladridos, sin el menor asomo de lenguaje humano. ¿Eran ésas realmente las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo? Sin embargo, yo no había visto ningún animal de cuatro patas en mis paseos por Innsmouth. El ruido de cuerpos blandos y pesados se hizo mayor. ¡Jamás me atrevería a mirar las monstruosas criaturas que lo producían! Mientras los oyese caminar —o saltar— por delante de mi escondite, mientras aquellos seres horribles no se perdieran en la distancia, mantendría los ojos firmemente cerrados. La borda estaba ya muy cerca… El aire vibraba de roncos gruñidos, el suelo casi se estremecía al ritmo extraño de sus pisadas. Contuve la respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados apretados.
Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una espantosa realidad o tan sólo una pesadilla. Las ulteriores medidas represivas adoptadas por el Gobierno a consecuencia de mis denuncias desesperadas, permitirán suponer que, efectivamente, se trataba de una abominable realidad. Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal e hipnótica como la que envolvía aquella ciudad poblada de espectros? Lugares como ése conservan propiedades extrañas y tal vez sus tenebrosas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas y sus campanarios desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Innsmouth como una maldición? ¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión de Zadok Allen? Por cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Zadok, ni supieron explicar lo que había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión?
Pero voy a intentar describir lo que me pareció ver aquella noche, bajo la burlesca luz de la luna; el desfile de toda una cohorte de endriagos que, realidad o no, apareció por la carretera de Rowley mientras permanecí agazapado entre las zarzas. Porque como es natural, mi propósito de permanecer con los ojos cerrados fracasó rotundamente. Era ridículo proponerme una cosa así. ¿Cómo iba a estarme sin mirar, mientras una legión de seres deformes cruzaba a saltos torpes, aullando y croando a cien metros escasos de donde me encontraba yo?
Antes de que aparecieran me creía preparado para afrontar lo peor. Ya había visto bastantes cosas desagradables en el término de un día, y no imaginaba que fuera posible que superasen en monstruosidad y deformidades a los que me habían perseguido por las calles. Logré mantener los ojos apretados hasta que el ronco clamor se hizo ensordecedor. Pasaban en ese momento por delante de la zanja, en el cruce de la carretera y la vía… Entonces no pude resistir más, y abrí los ojos.
Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el espíritu del hombre. Ni dando crédito al extraño relato del viejo Zadok en sus menores detalles habría podido imaginar la realidad demoníaca y blasfema que presencié. Intencionadamente estoy procurando soslayar el horror de describirla. ¿Es posible que sobre este planeta se hayan engendrado tales abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que hasta ahora pertenecía solamente al reino de la pesadilla y la locura?
Y sin embargo, lo vi. Era una manada interminable de seres inhumanos que avanzaban a brincos, graznando y balando bajo el reflejo espectral de la luna; una zarabanda grotesca y maligna de delirante fantasía. Unos llevaban enormes tiaras doradas… otros iban ataviados con ropajes extraños… Había uno, el que iba en cabeza, que vestía una amplia levita que no conseguía disimular su enorme joroba, y un pantalón a rayas; un sombrero de fieltro coronaba el bulto deforme que hacía las veces de cabeza.
Tenían todos un color gris verdoso, con el vientre blanquecino. La mayoría era de piel reluciente y resbaladiza, y sus dorsos jorobados estaban cubiertos de escamas. Sus figuras recordaban vagamente al antropoide, pero sus cabezas parecían de pez, con unos ojos prodigiosamente saltones que no parpadeaban jamás. A ambos lados del cuello les palpitaban las agallas, y sus grandes zarpas tenían dedos palmeados. Brincaban de manera irregular, unas veces erguidos, otras a cuatro patas. Su voz era una especie de aullido o graznido, pero evidentemente, constituía un lenguaje con todos los matices de expresión que les faltaban a sus semblantes impasibles.
Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo familiares. Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿Acaso no tenía aún fresca en mi memoria la imagen de la tiara de Newburyport? Se trataba de los mismos peces-ranas cuyas imágenes abominables ornaban la joya de oro.… pero vivos y en todo su horror. Y de repente, comprendí por qué razón me impresionó tantísimo el sacerdote de la tiara que vislumbré en la cripta de la iglesia. Esa fue la visión fugaz de la horda impura. Eran miles y miles, verdaderos enjambres, aunque desde mi escondite no podía abarcar toda la carretera. Por fortuna, un momento después se borró de mis ojos aquella visión dantesca y sufrí un desvanecimiento misericordioso el primero en toda mi vida.
M
e despertaron los suaves rayos del sol. Me encontraba en medio de unos matorrales, en la zanja del ferrocarril. Me levanté y salí tambaleándome a la carretera. No había una sola huella en el barro fresco, ni olor a pescado en el aire. Los tejados ruinosos y los deshechos campanarios de Innsmouth asomaban grisáceos por el sudoeste, pero no se veía ni un ser viviente en toda la zona desolada de las marismas. Mi reloj andaba todavía. Eran más de las doce.
Tenía una vaga idea de lo que había sucedido, pero en el fondo de mi mente palpitaba el sentimiento de algo tremendamente espantoso. Debía alejarme a toda costa de la sombra maligna de Innsmouth, así que traté de valerme de mis miembros entumecidos y fatigados. A pesar de la debilidad, del hambre, el horror y el aturdimiento, me sentí al cabo con fuerzas para caminar, y emprendí la marcha, sin prisas ya, por la enfangada carretera de Rowley. Al anochecer me encontraba en Rowley, bien comido y con ropas presentables. Tomé el tren de la noche para Arkham, y al día siguiente me presenté a las autoridades locales para hacer unas largas declaraciones, que repetí a mi llegada a Boston. El público ya conoce las consecuencias de mi denuncia, y verdaderamente me gustaría no tener nada más que añadir. Tal vez la locura se está apoderando de mí. Puede que me encuentre bajo la amenaza de un horror —acaso de un prodigio— aún mayor.