—
Rusca
, profesor,
Rusca
—el viejo también sonríe—. Sigue engordando, supongo.
—Eso,
Rusca
… Ahora lo veremos; desnúdese aquí.
El viejo, ya en su bata verde, es conducido a la sala de rayos X donde el profesor se encuentra estudiando las placas anteriores. Coloca al viejo en el aparato y le examina.
—¡Ah, aquí está! —exclama el médico—. Su recuerdo de la toma de Cosenza… Por cierto, ¿conoce al senador Zambrini?
—¿El comunista? No; sólo de nombre.
—Pues él sí le conoce… Bueno; he terminado. Ahora le veré.
El profesor se retira, un ayudante le hace al viejo unas placas y le envía a vestirse.
—¿Ya?
—El profesor no necesita más. Como le vimos bien en noviembre… Estas cosas no van tan de prisa, señor Roncone —sonríe el joven ayudante.
«O sí —piensa el viejo mientras se viste, tocando su bolsita al cuello—. Si no, ¿para qué me miran? ¡Y aquel cabrón sin hincar el pico, Madonna mía!»
Ahora no le conducen al gran despacho, sino a uno pequeño, con una mesita a la que está sentado el profesor. El viejo ocupa enfrente la única silla disponible. Le sorprende que la lámpara sea un flexible corriente, casi de colegial. El profesor le sonríe:
—Pues sí, amigo Roncone, el senador Zambrini le conoce a usted. Gran amigo mío, aunque yo no sea comunista, ni me interese siquiera por la política. Usted también le conoce: lucharon juntos en Cosenza.
—Pues no caigo. Y de los buenos tiempos lo recuerdo todo.
—Es que allí tenía otro nombre. Le llamaban Mauro. Y a usted Bruno, ¿verdad?
Un relámpago en la mente del viejo.
—¡Mauro! ¡Mandaba la partida de la Gran Sila, por Monte Sorbello y el lago Arvo!…Oiga, ¿y cómo supo usted mi nombre de partisano? ¿Cómo llegó a relacionarme con él?
—Hace una semana vino Zambrini por Milán y, recordando cosas juntos, me habló de Cosenza. Le dije que un paciente mío llevaba todavía una bala en el cuerpo y en cuanto le describí a usted le reconoció. «¡Tiene que ser Bruno!», exclamó. Y dice que le gustaría verle en otro viaje.
—¡Toma, y a mí!… Conque Zambrini es Mauro… ¡Era un hombre como hay pocos, profesor!
—Y lo sigue siendo, gracias a usted. Parece que si usted no llega a tiempo aquella noche les fríen. Así dijo: «Nos fríen».
—¡Ya puede decirlo! —ríe el viejo francamente—. Los alemanes habían recibido lanzallamas y nos quemaban vivos. Pero mi partida les sorprendió, les quitamos dos y les freímos a ellos. Luego tiramos los cacharros al Crati; no teníamos repuesto de aquel combustible. ¡Lástima; un gran invento!… Luchábamos sin nada, con lo que cogíamos… ¡Vaya, vaya con Mauro! Según dicen, aún tiene arrestos, aunque se haya vuelto político, como todos ellos.
—Zambrini me ha contado tales hazañas de usted —el viejo descarta la palabra «hazañas» con un gesto de su mano— que le ruego me considere un amigo y olvide mis discursitos del primer día. Créame, no todos los enfermos tienen su temple. La mayoría necesita esas palabras. Entonces…, ¿olvidado?
—A mí se me olvidaron ya. Y siendo usted amigo de Mauro, más.
—Y otra cosa; yo no fui pastor, pero mi abuelo sí.
—¿Dónde? —inquiere el viejo, interesadísimo.
—Al Norte. En los Dolomitas. Mírele, la única foto que conservo.
Cuelga en la pared, descolorida. Los mismos ojos claros del nieto. Bigotudo, con uniforme de alpino de la Primera Guerra, bien plantado el picudo sombrero de pluma enhiesta.
—Ya ve. Tenemos cosas en común, amigo Roncone.
El viejo se torna serio.
—Pues entonces hágame el favor que no me hizo la otra vez: dígame cuánto voy a durar. ¿Ha visto hoy algo nuevo?
—No; la
Rusca
sigue su marcha, pero usted resiste muy bien. Y sí le contesté: Imposible asegurar nada. Otro, con lo mismo, ya estaría acabado; pero usted es de hierro, afortunadamente.
—Diga un máximo. Necesito saber.
—Entonces voy a hacerle algunas preguntas.
El profesor interroga meticulosamente al viejo sobre sus sensaciones, sus dolores, su reacción a ciertas comidas, sus deposiciones y orina, acertando con tal precisión que al final el viejo exclama:
—Le felicito, profesor. Habla como si lo sintiera todo usted mismo.
El profesor le mira fijamente. La luz del flexible sólo alcanza a su barbilla, pero en lo oscuro los ojos destacan con su claridad azul. Contesta lentamente:
—Pues no me felicite, querido amigo: padezco lo mismo que usted.
El viejo no se lo esperaba. Se entristece casi más que por sí mismo.
—Pero —protesta— usted es muy joven.
El profesor se encoge de hombros… El viejo observa colillas en un cenicero:
—¿Y fuma?
El profesor repite su gesto.
—Como si quiere fumar usted… Pero los médicos hemos de prohibir el tabaco.
—No, ya no fumo. Por mi nieto.
El profesor aprueba con la cabeza y habla melancólicamente.
—Mi hijo sólo tiene todavía dieciséis años.
Callan, atentos al silencio como si una invisible presencia hubiera de decir la última palabra.
—Aún no he oído ese máximo, profesor —insiste al cabo el viejo.
—Se lo diré porque usted se lo merece, pero sin seguridad: nueve o diez meses; no creo que un año… Y no me pregunte el mínimo porque ése es cero. Para usted, para mí y para todos.
—¡Nueve o diez meses! —se exalta el viejo—. ¡Me da usted todo el verano!… ¡Gracias, profesor, me basta!
—¿Para acabar con aquel vecino paralítico? —sonríe con picardía el médico—. ¿Cómo está?
—¡Fatal! Quiero decir —ríe el viejo— progresando. Pero no es eso sólo. Es que necesito oír a mi nieto llamarme nonno,
nonnu
, como decimos nosotros allá. Y quiero llevarle este verano a Roccasera, enseñarle su casa, su pueblo, su tierra.
El profesor sonríe y el viejo descubre, de repente, en Dallanotte la misma sonrisa de don Gaetano, el médico de Catanzaro, cuando hablaba con la gente. A éste le falta el cigarrillo pegado al labio, pero la sonrisa es la misma: valiente y dolorida. Indefiniblemente humana.
El viejo viene de dormir al niño y se sienta en su sillón duro, frente a la ventana. Suena el teléfono y Andrea lo coge:
—Papá… Digo, abuelo, es Roserta.
¿Le brillan a Andrea los ojos tras haber hablado un momento? «¡Si fuera eso!», piensa el viejo, acudiendo al teléfono. Y es eso.
—¿De veras?… ¿Cuándo le entierran?
Oye sin oír. A su oreja llega lejana esa voz, contándole lo que en sus deseos ya ocurrió hace mucho tiempo… Estalla un globo en su pecho, pero cuelga maquinalmente. Sin haberse dado cuenta, Renato y Andrea han acudido a su lado. Les mira:
—Reventó —pronuncia lentamente—. Palmó. La cascó.
A los hijos les asombra esa frialdad. A él también le extraña que, de repente, lo tan ansiado parezca recuerdo de cosa ya olvidada. Al mismo tiempo siente un vacío; como si le hubieran robado algo.
Camina pesadamente hasta su cuarto y, sin encender la luz, se tumba en su cama. Sube su manta hasta la barbilla, sumergiéndose en el olor de allá, el de su vida entera. Mira al frente, pero no ve la pared opuesta, sino la plaza bajo el sol, sus amigos a la puerta de Beppo o alineados contra las fachadas. Hay unos cuantos automóviles llegados de Catanzaro, como la carroza fúnebre, la mejor de allí. Escucha la banda de música. Podría decir quiénes van presidiendo enlutados y quiénes le siguen en el cortejo… Oye doblar las campanas… Incluso ve al muerto dentro del ataúd, zarandeado por las calles bacheadas, la verruga negruzca en el lóbulo de aquella oreja que él debió haber cortado aquel día.
Se pregunta si le habrán dejado o no las gafas negras de fascista… Lo ve todo como si estuviese allí y, mientras tanto, el ritmo de su propia respiración le hace gozar voluptuosamente… Se toca con las manos el pecho, el sexo, los muslos… «Gracias,
Rusca
, buena chica; gracias, Madonna, tendrás tu cirio», murmura… Sin embargo, ahora que la vida le brinda el gran triunfo, él no alarga demasiado la mano para cogerlo… No se comprende a sí mismo…
—¿Quién entiende a tu padre? —comenta mientras tanto Andrea en el cuarto de estar, casi indignada por el silencio del viejo—. ¿Recuerdas su alegría cuando Rosetta le contaba que el otro iba empeorando? Pues ya ves… ¿Qué quiere? ¡No irá a sentir pena!
—Quizás piensa que él va a seguirle pronto —apunta con tristeza Renato—. ¿Qué dijo el otro día Dallanotte cuando fuisteis?
—Ya te lo conté todo. A tu padre le calculó hasta unos diez meses y él quedó tan contento… No le habló de operar, pero a mí sí; se reserva esa carta, aunque le parece dudosa… Por cierto —añade ufana—, el profesor estuvo amabilísimo, acompañándonos hasta la puerta. Eso de que sea mi compañero de Universidad tiene su importancia.
Andrea se retira a su mesa, insistiendo en que no comprende al abuelo, y Renato la adivina con esperanzas de que el viejo ahora retorne al pueblo para morir en su cama.
Porque esta vez tampoco ha encajado en Milán. Menos aún que la primera, por sus discrepancias sobre la crianza del niño. ¡Y menos mal que Andrea no se ha enterado todavía de las visitas nocturnas a la alcobita, casualmente descubiertas por Renato! Le contraría ocultárselas a su mujer y lamenta que el viejo les maleduque así al niño, pero si va a vivir ya tan poco tiempo, ¿qué mal hay en dejarle? Aunque Andrea no lo comprendería, ¡cría al niño tan escrupulosamente! Renato suspira.
Cuando ella deja su trabajo y va a la cocina, Renato acude a ver al viejo. Se lo encuentra tumbado, siempre con la luz apagada.
—Abuelo, vamos a cenar pronto.
—Tengo poca gana. Empezad sin mí; ahora iré.
—¿Le pasa a usted algo?
—¡Qué va! Estoy muy bien.
Ya están ellos cenando cuando él aparece con una botella en la mano. Se supone que Andrea ignoraba la existencia de ese vino tinto, pero no dice nada. El viejo saca del frigorífico unas aceitunas. Se sirve un buen vaso y come unas cuantas.
—¡A la salud del difunto! ¡Y del
dottore
que le ha cuidado como Dios manda! ¡Viva el
dottore
!
Bebe golosamente. En su cuello enflaquecido la nuez le baila como si flotara en el líquido descendente.
Los hijos callan; ¿qué decirle? Apurado el vaso, les mira y pronuncia sentencioso:
—Asunto zanjado. ¡Y viva la Marletta, la buena
magàra
!
Andrea le mira alucinada. «Vivo en el absurdo», piensa. Por fortuna, la televisión va a dar las noticias.
Ya en plena madrugada el viejo se traslada a la alcobita sin aguardar el crujido de la cuna.
Contempla al niño a la contaminada claridad de la noche milanesa. La nieve ha desaparecido ya, arrastrada por las mangueras y las máquinas municipales. Absorto en sus cavilaciones, le causa sorpresa ver al niño despierto, alzando silenciosamente sus bracitos. Le coge y se sienta con él en el suelo, cruzando por delante la manta para envolverse los dos.
—Ya ves, Brunettino, el cabrón se ha muerto. Le han enterrado esta mañana… Ya sabrás algún día lo que es «enterrar»… Alégrate, tu abuelo ha sido más fuerte. Aquí estoy, ¡vivo y bien vivo!
El niño, antes de caer nuevamente en el sueño, echa un bracito en torno al flaco cuello. La suavidad de la manita conmueve al viejo:
—¡No te asustes, niño mío! ¿Qué crees, que me marcho dejándote aquí? ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? ¡Me enfado! ¿Cómo voy a dejarte? ¡Volverían a encerrarte con tus miedos, ésos que se agarran muy dentro! Miedos de lo que no se sabe: los peores…
Duerme tranquilo, corazón… Además, ¡tengo tanto que decirte! Y tú también a mí.
Pronto, cuanto antes, ¡qué ganas tengo de oírte!
Acalla un hondísimo, irreprimible suspiro.
—Te diré la verdad, no quiero engañarte. Es cierto, pensaba irme en cuanto él reventara… ¿Qué quieres?, no me gusta Milán ni…, ni nada, pero no podía volver mientras siguiera el Cantanotte sentado allí, en la plaza… ¡Tú no sabes aún lo que es la plaza!
Todo lo que le importa al pueblo se decide allí… Además, ¡iba a ser un día tan grande mi regreso! El Ambrosio lanzaría cohetes desde la ermita en cuanto viera asomar mi coche por la cuesta, y no dispararía con la metralleta para que no se la quitaran los carabineros… No la entregó, la tiene escondida, ¿sabes? Hace bien, que la ganó con su sangre. Yo también tengo la mía porque entregué otra para que me dejaran en paz; ya te la enseñaré… Me esperarían todos en la plaza, más gente que cuando entró aquel sargento con sus ingleses. Los míos abrazándome, riendo, bromeando; los otros comidos de rabia y queriendo hacerme mal de ojo. ¡Ah!, pero antes aojé yo al Cantanotte con la Marletta y esta bolsita que será tuya me protege. Sí, todos en la plaza, el pueblo entero, porque allí yo soy yo, ¿sabes?, nada menos. Verás cuando digas: «mi abuelo era el Salvatore de Roccasera». Verás entonces lo que vale un nombre, y yo me lo hice… Y eso que no tuve ni padre, pero sé quién fue y hasta se ocupó de mí en la montaña, pero no lo dijo nunca.
Ni mi madre lo dijo y un padre así no contaba para los chicos de la escuela. Tuve que callarlos a cantazos hasta que dejaron de insultarme… Por eso me hice tan duro y quiero que tú lo seas, un hombre de verdad. El nieto del Bruno, del Salvatore de Roccasera.
Le da la impresión de que el niño ha crecido sólo con oír esas palabras.
«Pensé en marcharme, te lo reconozco, pero ahora me quedo. Ya no me importa volver allá metido en una caja; ya no está el cabrón para verlo… No me cuesta trabajo quedarme, tú eres mi Roccasera. Y mis huesos y la sangre de mi corazón… Todo lo eres, cordero mío, y el viejo Bruno es tuyo. ¿Dónde iba yo a ir? Ahora, ¡ni la
Rusca
me separa de ti, fíjate!… Bueno, ella sí; perdona,
Rusca
, pero ella no tiene prisa. Lo ha dicho el profesor, resulta que casi es un compañero… ¡Ojalá curase a niños, porque se ocuparía de ti! Pero, claro, no es de esos cretinos, ¡cómo va a serlo!»
La voz del viejo se hace susurrante, casi inaudible.
«Mira, la verdad de verdad, niño mío, es que me quedo porque te necesito. Ahora sin ti me derrumbaría… Así es, yo te defiendo a ti, pero tú a mí, y juntos ganaremos nuestra guerra, te lo juro. La ganará el viejo Bruno con su compañero partisano: tú, Brunettino mío…»
Si el niño no estuviera tan profundamente dormido sentiría en su moflete de nardo la lágrima resbalada desde la vieja mejilla de cuero.