Se detiene ante un quiosco. Le fascinan las portadas de las revistas; como a los niños las estampas.
«¡Qué culos, qué tetas! Ahora lo enseñan todo. Da gusto, los ojos no envejecen… Pero también cabrea. ¡Pura mentira, de papel nada más! Calentarse y no tocar; hace falta ser tan frío como los milaneses para aguantarlo.»
Las estampas le hacen mirar de otro modo a las transeúntes. «¡Cómo visten hoy las mujeres, mamma mía!» Van tan cortas que le hacen sentir frío por ellas, a pesar de su pelliza, y acelera el paso tras encender su cigarrillo del día. Cerca ya de las rojas murallas advierte un letrero turístico que proclama, en varios idiomas:
Castello Sforzesco
.
Museos. ¡Hombre!, un museo apareciendo oportunamente cuando no sabía a dónde ir hasta la hora del almuerzo. Decide entrar, con repentinos deseos de ver de nuevo a aquellos etruscos.
Pues no les ha olvidado. Incluso preguntó a Andrea, que le prestó un grueso libro, recomendándole mucho su cuidadoso manejo.
—Es un libro de arte, papá; no debe abrirlo nunca más de noventa grados. Quiero decir: así.
Lleno de etruscos estaba el libro, ciertamente, pero no le impresionaron. Eran como los culos y tetas del quiosco: mentiras de papel. «Esa gente, con tanto libro, confunde las estampas con las cosas.»
Por eso le ilusiona poder ahora ver etruscos de aquellos. Pero el primer vigilante a quien pregunta en el interior le advierte que allí no hay etruscos.
—¿Cómo que no? —se indigna—. ¿Esto es un museo o no es un museo?
—Sí, señor; pero no tenemos antigüedades etruscas. Eso es en Roma y en el Sur.
«¡Claro que los etruscos son más al Sur, desgraciado! ¡Aquí no se hubieran reído nunca como se reían!… Pero entonces, ¿qué demonios de museo es éste?… ¡Cuando yo digo que de Roma para arriba ya no es Italia… Y ni aun la misma Roma!»
El guardián, entre tanto, justifica sus colecciones:
—Tenemos piezas espléndidas. Algunas son de lo mejor del Renacimiento. De todo: pintura, escultura, tapices, armas…
«¡Armas! Menos mal; ya que he pagado…»
Las armas valen la pena, desde luego. Le impresionan.
«¡Aquellos tíos sí que eran hombres! Cargados de hierro y, encima, empuñando espadones como lanzas. ¡Y las mazas esas! ¡Qué bien sonarían en el casco al aplastar una cabeza!… ¡Si nos dejasen una al Cantanotte y otra a mí, acababa yo con mis penas! Yo amarrado a una silla, desde luego: juego limpio… Como aquellos tíos, ¡vaya guerreros! ¡Buena cuadrilla de leñadores se formaba con gente así! En cambio, estos milaneses de ahora… ¡Degenerados!»
Las armas valen la pena, sí; pero el resto, nada que ver. Cuadros de santos, florecitas, madonnas, retratos de marqueses y de obispos… A veces, una tía bien pechugona, pero nada más… Y los niños, ¡ni uno solo vale la pena! Mofletudos, bracitos de manteca, como el Niño jesús. «Claro que el Niño jesús es lo suyo; por ser tan blandengue se dejó crucificar, que si llego a ser yo y haciendo milagros, según dicen… Pero estos niños, nada: así resultan luego de mayores estos milaneses. Menos mal que mi Brunettino me tiene a mí; hemos de aguantar hasta que hable, ten paciencia,
Rusca
, déjame un poco más para enseñarle a no ser como éstos… Ya va aprendiendo… ¿Lo notaste anoche, cuando volví a su cuarto mientras ellos duermen? Porque la noche es nuestra, como en la guerra.
Estaba dormidito, ¿recuerdas?, y de pronto abrió los ojos, fue a sacar la manita, a llorar, ¡qué sé yo!, pero me vio a su lado y sonrió tranquilo. ¿Te fijaste qué sonrisa como un besito?… Cerró los ojos, pero escuchaba todas mis palabras, hasta ésas que nada más las pienso, sin pronunciarlas. Le llegan adentro,
Rusca
, ese niño es un brujito. Se da cuenta de todo, le entran esas palabras mías que aquí no gastan, ¡las de hombres que hablan claro!»
No, no encuentra en todo el museo un niño que valga la pena. Otros lienzos hasta producen risa, como uno con un grupo de ovejas. «¿Dónde las habrá visto así el pintamonas? ¡Con cara de conejas, como cruce de perro y coneja!» Cierto cuadro le indigna:
«¿Pastores eso? —bufa, mirando a un visitante que se escabulle ante el amenazador tono de voz—. ¡Si lo viera Morrodentro, que ése sí es un pastor…! ¡Ni en la Arcadia esa, donde demonios esté, se puede ser pastor con esas medias blancas, esos calzones de cintajos y esos gorros!… Pues ¿y el lacito de colores en el cayado? ¿Y esas pastoras con faldas como globos?… ¡Sinvergüenzas! ¡Eso es un carnaval!… ¡Dan ganas de sacar la navaja y rajarles la cara a todos en ese cuadro por maricones!… ¡Pastores, bah!»
Su irritación le induce a marcharse, acelerando el paso hacia la salida. Pero, de repente, le detiene en seco una escultura.
En ella ninguna blandura: al contrario. Parece como aún a medio hacer, pero ya tan cargada de expresión que su misma rudeza, más vigorosa que lo perfecto, resulta un grito de llamada para el viejo, un toque de clarín.
Esas dos figuras labradas a golpes, tan unidas que resultan una, le recuerdan sus propias tallas rústicas en palos y raíces. Cuando era pastorcillo, arriba en la montaña, tiraba de navaja a la sombra de un castaño y a fuerza de tajos y cortes iba sacando algo: una cabeza con cuernos, un silbato, un perro, una mujer bien tetuda en la que no olvidaba la marcada incisión entre las piernas… Una vez le salió el padre del Cantanotte; le reconocieron por la joroba y le valió una paliza del rabadán, aunque fue sin intención: ¿cómo iba él a sospechar siquiera rencillas de años más tarde? Sólo que la raíz aquella tenía un muñón saliente en el sitio justo. Quizás salió de un aojamiento que alguien le quiso hacer al viejo Cantanotte.
Pero ahora no se trata de un tosco palitroque, sino de un mármol considerable. Se asombra: un escultor digno de los guerreros con las mazas; nada de pequeñeces. La impresión crece en el viejo: aquel artista fue de su mismo temple. Por eso ansía comprenderle mejor: ¿qué labró en esa roca, qué nos quiso decir?… Ese personaje en pie, con redondo casco y manto, sosteniendo a un hombre desnudo cuyas rodillas se doblan en el desmayo o en la agonía…, ¿qué misterio encierra?
Para desvelarlo el viejo lee el rótulo, pero agita incrédulo su cabeza:
Michelangelo.
Pietà Rondanini, reza la placa.
«¡Imposible!… ¿Una mujer con casco?… Y aunque sea un manto cubriendo la cabeza, ¿cómo una madonna, que siempre pintan niña y poca cosa? ¿Una virgen, con esa fuerza, plantada tan firme, sosteniendo, levantando al Cristo?… Salvo que el Michelangelo fuera de Calabria, donde aún quedan mujeres con esos bríos… No; es que estos milaneses no entienden; han escrito Pietá porque no saben lo que guardan aquí… ¡Claro; si entendieran de lo bueno tendrían etruscos!»
Precisamente porque en Milán no comprenden esa talla el viejo se interesa más aún por esos cuerpos enigmáticos.
«Dos guerreros; eso tienen que ser; dos partisanos de entonces, no hay duda… ¡Si está claro: a uno le han herido y el camarada le sostiene, llevándoselo a sitio más seguro!…
Como el Ambrosio y yo, son como hermanos… Sí, porque el del casco sufre. Tiene cara de valiente, pero llena de pena… ¿Quiénes serían, de cuándo?»
El viejo se lo pregunta al mármol de hombre a hombre, para admirar mejor tanta recia ternura, tan hondo amor viril, misteriosamente encarnado en la piedra. Interroga de igual a igual porque, si él hubiera cogido un cincel alguna vez, así se hubiera enfrentado con la roca de su montaña.
Al rato desiste, aunque le cuesta trabajo marcharse sin saber más, dejando tras de sí a esa pareja de guerreros, como dejó en Villa Giulia la de etruscos; y eso que ahora es lo contrario. ¿O sólo lo parece? Pues las dos esculturas le retuvieron, se dirigieron a él, hablándole hondo: esta fuerza en el dolor y aquella sonrisa sobre la tumba. Se aleja llevándose consigo una tremenda impresión. Y también la desazón de no poder precisar un recuerdo importante que pugna por asomar en su interior.
En las noches de viento sur el viejo oye las campanas del Duomo a pesar de la ventana cerrada. Acaso ellas ahora le despiertan, o quizás el recuerdo tenaz de los dos guerreros que todo el día, e incluso por lo visto bajo el sueño, han seguido llamando a las cerradas puertas de su memoria. El caso es que de pronto se desvela, se sienta de golpe en la cama, muy abiertos los ojos, todo su cuerpo alerta. Esos pasos furtivos…, ¿quién hacía guardia esta noche en la avanzadilla? ¿Le habrán sorprendido?… A punto de echar mano a la metralleta recuerda que no está en el monte. Esos pasos serían de Renato, llegándose al niño…
El viejo sonríe y vuelve a tenderse a su gusto.
Pero no se duerme, al contrario, porque al fin los dos guerreros derriban las puertas del recuerdo y el pasado se alza en la oscuridad, deslumbradoramente:
Torlonio, el más alto y más fuerte de la partida, con su pasamontañas como el casco-manto de la estatua, sostiene casi en pie, tan alto como puede, a David moribundo para permitirle ver, allá abajo en el valle, el fascinante espectáculo provocado por los partisanos: el tren alemán de munición estallando por todos lados como una traca gigantesca… Relámpagos y detonaciones despedazan la noche, saltan techos de vagones en el aire, huyen despavoridos los pocos soldados supervivientes y alguno, con el uniforme en llamas, se arroja a las aguas del Crati… La hazaña es un duro golpe para las tropas germanas del Sur y su protagonista es David, con sus detonadores, sus fórmulas, sus cables y sus gruesas gafas de miope.
El pequeño David, el judío florentino, el estudiante de química destinado a la partida por sus conocimientos técnicos. David, de quien todos se reían cuando confesaba su miedo antes de cada operación en la que, sin embargo, luego se arriesgaba como el primero. David que, al fallar aquella noche la prueba de encendido, volvió a bajar solo hasta la vía férrea, arregló los contactos casi cuando el tren llegaba y, descubierto al replegarse, intentó en vano salvarse monte arriba de las ametralladoras, aunque aún tuvo fuerzas para arribar hasta sus compañeros. David que, perdidas las gafas en la última carrera de su vida, revelaba a la roja luz de las explosiones unos hermosos ojos oscuros, expresivos y profundos.
Hermosos hasta que se quedaron fijos y empezaron a velarse mientras el cuerpo, dobladas las rodillas, se vencía hacia la tierra en los brazos piadosos de Torlonio, cuya mirada se iba empañando de lágrimas en un rostro desbaratado por la ternura.
Andrea va y viene frenética porque odia llegar tarde a clase y Anunziata no aparece.
El viejo, prudente, se ha replegado a su cuarto para quitarse de en medio. De pronto, ella se asoma:
—¿Se atreve a quedarse solo con el niño, papá? Está dormido y Anunziata no tardará. ¡Tiene que venir; cuando le pasa algo me telefonea!
«¡Mira que preguntarme si me atrevo…! ¡La que no se atreve a dejármelo eres tú!» El viejo, riéndose interiormente, disimula su felicidad poniendo cara de circunstancias.
Andrea se marcha a toda prisa y él se queda pidiendo a la Madonna que le despierte a Brunettino, para cogerle en brazos. Entre tanto, pasa a la alcobita, contempla al niño y se dispone a sentarse en la moqueta. Pero no le da tiempo: aún suena el contrapeso del ascensor en el que baja Andrea cuando oye rechinar las poleas del de servicio… «¡Me fastidió la vieja!», piensa, mientras sale al pasillo de mala gana.
Le detiene el asombro: frente al perchero, una muchacha cuelga una larga bufanda amarilla y se quita un chaquetón de punto. Viste falda violeta como agitanada, con motivos orientales estampados, y calza altas botas color avellana. Cuelga también un bolsón de cuero y ahora se quita la boina, liberando su largo pelo negro. Al volverse muestra bordados de colores en el chalequito, sobre su blusa. Sonríe: boca grande, dientes blanquísimos. Avanza:
—Zío Roncone, ¿verdad? Soy Simonetta, la sobrina de Anunziata. Mi tía se ha puesto enferma.
Tiende la mano como un muchacho. El viejo se la estrecha y sólo acierta a decir «¡Bienvenida!». Ella continúa:
—Llego tarde, ¿verdad? ¡Maldito tráfico! ¡Desde Martiri Oscuri hasta la plaza, el veinte parando a cada momento! ¡Uf, Milán es odioso!
Mientras habla avanza hacia el baño de servicio sin hacer apenas ruido, a pesar de las botas. El viejo la sigue con los ojos hasta que la falda volandera desaparece justo antes de ser atrapada por la puerta que ella cierra.
También las mujeres de Roccasera vestían faldas de vuelo, cuando él era joven. Rojas, las casadas; negras, las viudas; marrón, las solteras; todas, con cenefa de otro color. Y también ellas bordaban motivos populares de colorines en sus corpiños negros. Pero se ceñían además sobre los hombros unos mantoncillos triangulares anudados a la espalda.
Algunas se cubrían la cabeza con la vancala, el tocado de Tiriolo y su comarca. Ninguna calzaba botas, sino abarcas o alpargatas, y nunca, nunca, salían de su alcoba con el pelo suelto. «No obstante, ésta es como ellas: ríe con los mismos dientes y con esos ojos negros… Sí, los mismos ojos: ¡aquellas mozas de Roccasera!»
Reaparece la muchacha. El guardapolvo de su tía se ciñe a sus formas de mujer. Sólo calza gruesas medias de lana.
—Las zapatillas de su tía están en… —explica el viejo, pero ella le ataja:
—No las necesito. En casa siempre estoy así.
Aquellas mozas de Roccasera también solían andar descalzas en el buen tiempo, incluso fuera de casa. Ahorraban medias, y…
El viejo suspende sus añoranzas y corre hacia su cuarto, en donde se ha metido la chica con los chismes de la limpieza.
«¡Madonna, va a descubrir el bacín!»
En efecto; casi tropiezan los dos en la puerta. Ella lo lleva en la mano para vaciarlo y al viejo le da apuro. «¿Por qué? —se reprocha en el acto—. Es lo suyo, faena de mujeres.»
—Deje, deje, ya lo llevo yo —dice risueña la chica, reteniendo el orinal en su mano—. En casa vaciaba el de mi padre… También era del Sur. Siracusano.
—Entonces le gustarían los quesos fuertes… —se le ocurre previsoramente al viejo, preparando así una explicación de su despensilla particular y secreta, por si la chica la descubre. Pero a Simonetta ya le advirtió su tía que no debe darse por enterada del escondite en los huecos del diván-cama.
—Sí, le gustaban mucho, como a mí… Se mató en una obra; era albañil. Mi madre murió poco después. Hermana de Anunziata.
La chica, mientras habla, ha iniciado eficazmente el arreglo de la habitación. El viejo, en vez de batirse en retirada, como los demás días, sigue gustoso la charla. «Una moza que odia a Milán… ¡Vaya, merece oírla!»