Hortensia hace un gesto de impotencia:
—Tendrás razón, Bruno, pero no puedes cambiar el mundo… ¡No vas a matar al médico!
—Eso ya lo pensé.
No alza la voz, pero suena tan verdadera y violenta que Hortensia se estremece como viendo ya un cadáver. Ríe nerviosa.
—¿No me crees? —pregunta el hombre, agresivo.
—No te ofendas; eres muy capaz. Pero no arreglarías nada.
—Lo sé. Llamarían a otro igual y el niño, además, ya no me tendría a su lado. Eso le salva, al maricón del bigotito.
—Y tampoco puedes pelearte con tus hijos, porque no podrías seguir con ellos…Compréndelo: no puedes hacer nada.
—¡Je! Eso está por ver.
La seca risita obliga a Hortensia a mirarle más atentamente. Descubre una cara faunesca, burlona y segura. Los ojillos chispan astutos entre los párpados semicerrados y el modelado de las arrugas se ha convertido en piedra viva.
—Se puede, se puede —repite esa voz tajante—. Siempre se puede, cuando se quiere.
El puño se cierra despacio bajo la mano de Hortensia posada en él y delata toda la voluntad que lo endurece.
—Ten cuidado… Ellos son los padres. Mandan en su hijo.
—También mandaban los tedescos. Eran los amos, ¿recuerdas? Tenían los aviones y los tanques. ¿Y qué? Pudimos. Teníamos el coraje, la montaña y la noche. En la montaña desaparecíamos, en la noche nos echábamos sobre ellos como lobos… y a fuerza de coraje los destrozábamos.
La voz inapelable añade:
—Ésa es la verdad. El día es de los que mandan, sí. Pero la noche es nuestra.
En el muerto silencio de la casa sólo el viejo partisano vela.
De pronto su oído alerta percibe los pasitos menudos. Se sienta en la cama. Sorpresa: no se alejan hacia el dormitorio de los padres. El viejo saca las piernas de las sábanas y coge sus zapatillas con manos estremecidas: «¡Bravo, Brunettino; el mío es tu camino!».
Se calza, se echa encima la manta y aguarda.
Aunque ya esperada, la aparición le conmociona. No es un niño en su pelele blanco, sino un luminoso angelito abriendo los brazos como alas en la noche. El viejo se deja caer de rodillas y el niño se entrega a los nervudos brazos, que estrechan el cuerpecito tibio y dulcemente oloroso.
«¿Es una bruja quien ha dado la alarma a Andrea?» Aparece, se acerca al viejo, que la ve llegar como el pastor al milano, y se apodera del niño.
—Esto no puede ser, papá —decreta imperiosamente—. El niño tiene que acostumbrarse.
—¿A qué? ¿Por qué? —protesta rabioso—. ¡Y llámame «abuelo», coño!
Pero ya ella se lleva al niño gimiendo, repitiéndole las tablas de la ley pediátrica. Si el viejo no tuviera ya su plan establecido se hubiera abalanzado sobre ella. Pero en toda guerra suena la hora de refrenarse, como suena la hora de atacar.
Permanece en su cuarto, hirviéndole la sangre, mientras oye cerrar con pestillo la puerta de la alcobita. Así, cuarenta años atrás, rechinó la llave que a él le encerraba en la Gestapo de Rímini:
«Pagó Petrone; le eligieron a él. Era muy hombre y no habló; gracias a eso me salvé… Igual podía haberme tocado a mí», evoca el viejo, recordando los alaridos e insultos, primero, los gemidos y estertores al final, de su compañero torturado al otro lado del tabique.
Silencio en la casa. El viejo aguarda, exasperado, lo que va a ocurrir.
«Pero nosotros éramos hombres y aquello era la guerra! Esto, en cambio, ¿por qué? ;Porque lo diga un maricón que seguro no sabe querer? ¡Si los niños no son para él más que negocio, mero negocio!»
Aunque sentía llegar ese primer grito del niño encerrado, el viejo se estremece.
Imagina al niño impotente ante la puerta a cuyo pestillo no alcanza. Primer grito que, como el primer disparo de una emboscada, desencadena un infierno. Primeros gritos del prisionero, explosiones de ira, puñitos aporreando la madera… Alaridos del pobre Petrone bajo los primeros golpes o las quemaduras. Increíble tensión de la voz en esa gargantita de seda, desesperada violencia de los pequeños pulmones.
«¿Serán capaces de dejarle ahí?», piensa el viejo, crispado sobre la cama como sobre un potro de tormento. Quisiera taparse los oídos, pero tiene que estar atento; preferiría atacar, pero ha de seguir alerta. Sus manos, aferradas a la cabecera del diván, quisieran soldarse a la madera para no cerrarse en puños agresivos o sobre el mango de la navaja cachicuerna.
Los gritos le queman como trallazos, pero van deshaciéndose en llanto entrecortado, en manitas resignadas golpeando de plano, en atónita pena más que ira, en un dolorido «¿por qué?»… Hasta el silencio de la casa enemiga se repliega acongojado.
Desde su cuarto, el viejo pondría una bomba, lanzaría dinamita, destruiría Milán entero. Pero sólo puede rezar hacia el niño un mensaje de ánimo: «Calma, Brunettino, que ya voy! ¡No grites, será inútil, te quedarás ronco y te pincharán! ¡Calla, engáñales, para que yo pueda acudir! ¡No sufras; estoy contigo!».
Pero el pobrecito aún ignora los ardides en la guerra y se desangra en luchar de frente, reducido ya a sollozo agotado, lamento desolado, desesperanza… A veces aún estalla otro grito, otra queja, pero ya sólo son los estertores agónicos de Petrone, entre pausas cada vez más largas… Hasta la derrota, el silencio total: un inmenso vacío que hace abismo la casa.
La tortura del viejo culmina en el dolor de ese silencio que, aun cuando previsto, le desgarra. Se descubre empapado de sudor, imagina a la víctima vencida, al niño más solo que nunca, sin fe ya ni en ese viejo con el que había sellado un pacto; en cuyos brazos se refugió momentos antes y que ya le ha traicionado… Acaso yace inconsciente tras de la puerta… Quizás, en su desesperación, se revuelve como un ciervo acorralado topando a ciegas…, quién sabe si, en busca de escapatoria, arrima ya una silla a la ventana, se encarama, abre… ¡Madonna!
La visión de ese peligro le ciega. Olvida a los padres, le da igual todo. La situación ha estallado con esa puerta cerrada como detonador. Es la hora del ataque y el viejo avanza sigiloso a salvar al prisionero, a devolverle la esperanza en la vida.
Ante el cochecito de Valerio, el viejo se queda asombrado:
—¿Tuyo? ¿No te metiste a podador por falta de dinero?
—Es de mi padre; uno viejo.
—¿Y tú eres el rebelde? ¡Con la garantía de papá, claro!
Esta gente le sorprende a cada paso. ¡Hasta Valerio! «No son italianos», piensa el viejo que, además, no está para tolerancias. Si no se hubiera comprometido antes de Navidades… Esa puerta en el calabozo del niño le quita las ganas de todo.
Entran en la Facultad por una puerta lateral. Pasillos estrechos, formados por mamparas, puertecitas con rótulos. Entran en el Laboratorio de Fonología y saludan a una muchacha con bata blanca. «Se parece a Simonetta; el mismo aire.»
—Hola, Flavia. Mira, el señor Roncone, que va a grabar.
—Encantada.
«Hasta la manera de hablar me recuerda a Simonetta.»
—¿Aquí qué hacen?
—Estudiamos la voz.
—¡Ah! ¿Enseñan canto?
«Esta muchacha resultaría estupenda en un escenario.»
—No. La analizamos —ríe la chica—. ¿Quiere ver su voz?
—¿La voz se ve?
—Sí, en un espectrógrafo…
—Es sólo un momento. Siéntese ahí, por favor.
Le instalan ante un micrófono y una pantalla circular. La muchacha manipula unos mandos y la pantalla adquiere fluorescencia. Se oye un leve zumbido y aparece una recta horizontal cruzando el círculo como un ecuador.
—Diga cualquier cosa.
El viejo cada vez lamenta más haberse comprometido a estos jugueteos milaneses. ¡No son serios! No puede evitar la instintiva protesta de lanzarles el grito de los pastores en la montaña:
—¡Heppa! ¡Heppaaaaa!
Se arrepiente: va a parecerles un cualquiera y es Roncone, Salvatore. Pero el efecto de su grito es fascinante: el ecuador de la pantalla se multiplica en serpientes agilísimas y oscilaciones como látigos. Valerio sonríe satisfecho:
—¿Ha visto? Su voz.
El viejo empieza a levantarse, pero la muchacha le retiene.
—Perdone, ¿le importaría repetir? Voy a filmarla.
«¿Es que me toman el pelo? Pero esta nueva Simonetta, ¡es tan chiquilla! Si quiere divertirse, juguemos todos, ¡qué más da!»
—¡Heppa! ¡Heppaaaaaa!… ¿Ya?
—Sí, muchas gracias.
—¿Interesante? —pregunta Valerio.
—Muchísimo. Una voz como de cincuenta años —la muchacha se vuelve hacia el viejo—. Y usted tendrá más de sesenta, supongo.
—Sesenta y siete. Y me planto: voy a morir pronto.
Le miran asombrados, pero deciden tomarlo a broma: otro rasgo juvenil del viejo.
—Te mandaré una fotografía, Valerio, para que se la envíes al señor —anuncia la muchacha al despedirles, después de pedir el nombre y datos del viejo para su archivo.
—¿De modo que es verdad? —pregunta el viejo por el pasillo ¿Es mi voz? ¿Sale un retrato?
—Como si fuera de la cara. ¿O creía usted que era una broma?
«¡Fantástico! ¡Tengo una voz de cincuenta años! En cuanto muera el cabrón y vuelva allá, les dejo con la boca abierta cuando enseñe la foto en el café de Beppo. ¡A nadie allí le han retratado la voz, ni en Catanzaro! ¡Ni siquiera saben que se retrata!»
Entre tanto, en su despachito, Valerio dispone el magnetófono.
—Empecemos, ¿le parece? Cuénteme algo para que lo oiga mañana el profesor Buoncontoni.
—¿Algo de qué?
—Cualquier historia calabresa… Lo que recuerde.
Pero en la mente del viejo no cabe ahora más que una historia, la misma de todas las noches.
—Lo que se le ocurra —insiste Valerio ante ese silencio, y aprieta una tecla. La cinta empieza a pasar de una rueda a otra y el viejo se siente así apremiado—. ¿En qué piensa usted ahora mismo?
—En un niño… Un niño en un pozo. Bueno, encerrado. ¡Se le escapó! Se pone en guardia. «Cuidado con esta gente. No se les puede decir la verdad. ¿Quién sabe cómo la utilizan luego.»
—¡Muy bien! ¿Es un cuento antiguo? ¿Dónde le encerraron?
—Sí, ya lleva tiempo… Como en una cueva. Y no era un niño; ya era muchacho cuando le metieron en ella y tapiaron la entrada.
Las ruedas giran. Valerio nota un cambio en el viejo, una concentración. Brotan las palabras sin pensarlas, rebosan de su boca en esa voz de veinte años menos… Al viejo le alivia dar rienda suelta a su obsesión:
—Le encerraron sus padres, que eran los reyes de aquella tierra. No eran malos, y querían al príncipe, ¡bonito como un ángel!, pero cuando nació vino un aojador, leyó un libro y anunció que al crecer el príncipe mataría a sus padres y se acabaría el reino… ¿Qué iban a hacer ellos? ¿Le degollamos? ¿Le echamos a la mar?… Todo les daba pena, así que le tapiaron en la cueva. Y durante tres días y tres noches… («Siempre son tres días y tres noches… O siete, o siete veces siete —piensa Valerio, reteniendo ya mentalmente ese material para su tesis sobre la persistencia de los mitos en el Mezzogiorno—. ¡Nada menos que pervivencias de Edipo y su padre Laio!») —…se le escuchó desde fuera. El primer día cantaba así: "Padres, sacadme de aquí que soy hijo verdadero,y no merezco este trato por el amor que les tengo"
El viejo lo ha canturreado con la misma salmodia que la zía Panganata, aunque los versos los recuerda de otra historia, la de una moza calumniada que echaron a un pozo.
Valerio está encantado.
—El segundo día ya sólo rezaba y al final del tercero no se le sintió más… La reina entonces se puso a llorar y el rey la abrazaba, echándose la culpa uno a otro: «Tú te empeñaste», «Mentira, fuiste tú…». La gente, con lástima del príncipe, empezó a quitar piedras de la entrada. Cuando llegaron al niño, quiero decir al muchacho, estaba tendido en el suelo, tan bonito como siempre, pero sin vida… El médico del rey le pinchó un dedo, pero no salió sangre y todos dijeron: ya no hay remedio…
«Qué seguridad en el relato —piensa Valerio—. Habla como un profeta, es un mito viviente. A la doctora Rossi le encantará.»
—Entonces bajó por la montaña un viejo viejísimo, con barba blanca y cayado de pastor. «Yo salvaré al príncipe, dijo, y todos comprendieron que era un brujo bueno, porque tenía una voz como de cristal. Así es que fue y con su navaja cachicuerna le abrió al muchacho en el brazo la vena del corazón y, de su colodra, derramó en la herida un chorreón todo rojo, que la gente creyó era jugo de plantas, pero era sangre de él mismo… El príncipe revivió, se levantó más fuerte que nunca, abrazó a sus padres y acabó reinando muchos años sin que pasara nada, acordándose siempre, siempre, del viejo de la montaña que, en cuanto cumplió la salvación, desapareció.
Valerio pulsa una tecla, suena un chasquido y las ruedas se detienen.
—¿Lo cuentan así en Calabria?
«¿Qué cuento ni cuento?… ¡Es más verdad que los libros…! Pero cuidado con estas gentes.»
—¡Claro! ¿Por qué?
—Es un tema muy antiguo. Indudable versión del mito primaveral, la resurrección de la naturaleza… Lo interesante es que en las mitologías conocidas quien da vida suele ser la mujer.
—¿Cómo? ¿Tú habías oído ya esa historia? —se asombra el viejo.
—No así, exactamente. Ya digo, suele ser una mujer: Ishtar salva a Tammuz el Verde, Isis resucita a Osiris, y otras parecidas. Es un mito muy difundido.
—Será lo que sea —protesta el viejo vivamente—, pero de mujer ni hablar. Es como yo lo cuento: un viejo que baja de la montaña.
«Hombre y bien hombre —se repite el viejo—. Seré yo quien quitará las piedras de esa puerta, quien te sacará a vivir… Como Torlonio a David, sólo que viviendo: a ti no te ametralla nadie.»
Mientras tanto, Valerio ha hecho retroceder un poco la cinta y aprieta otra tecla, para, comprobar si han grabado. La voz del viejo repite sus últimas palabras:
—… acordándose siempre, siempre, del viejo de la montaña que, en cuanto cumplió la salvación, desapareció.
—Ni más ni menos —triunfa el viejo con su joven voz.
La nieve ha caído todo el día y ahora su blancura refuerza los reflejos de los focos callejeros y los anuncios, difundidos por la capa de neblina y humos. La alcobita está llena de misteriosa claridad y un silencio absoluto, liberado del tiempo, realza sonoramente el resollar del viejo, acompañante de la respiración infantil en el territorio acotado por el mágico pacto.
El viejo sostiene al niño en brazos, envuelto en una manta. La cabecita soñolienta se reclina en el huesudo hombro izquierdo, mientras el peso del cuerpecín reposa sobre el antebrazo derecho. ¡Preciosísima carga!… La nieve les envuelve desde fuera con su vigorosa blancura como para protegerles: no se aventuran los lobos sobre nevada reciente, donde dejarían huellas delatoras.