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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La taberna (45 page)

BOOK: La taberna
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Justamente en el momento en que la planchadora, sofocada, alcanzaba al cortejo, Goujet llegaba por otro lado. Se puso con los hombres; pero se volvió y la saludó con un movimiento de cabeza, tan cariñoso, que la hizo sentirse muy desgraciada, y se le saltaron las lágrimas. No lloraba sólo por mamá Coupeau, lloraba por algo abominable, que no habría podido confesar y que la ahogaba. Durante todo el trayecto sostuvo su pañuelo apoyado en los ojos. La señora Lorilleux, con las mejillas secas e inflamadas, la miraba de reojo, acusándola de hacer comedia.

En la iglesia la ceremonia se acabó pronto. La misa se prolongó un rato, porque el sacerdote era muy viejo. Mes-Bottes y Bibi-la-Grillade se quedaron fuera, para huir de la colecta. El señor Madinier, durante todo el tiempo que duró aquello, estuvo estudiando a los curas y comunicando sus observaciones a Lantier; aquellos farsantes, al escupir su latín, no sabían siquiera lo que decían; enterraban a una persona como la habrían bautizado o casado, sin conservar el menor sentimiento en el corazón. A continuación el señor Madinier renegó de aquel montón de ceremonias, de aquellas luces, de aquellas tristes voces y del aparato aquel, ante la familia. Verdaderamente uno perdía a los suyos dos veces, una en casa y otra en la iglesia. Todos los hombres le daban la razón, sobre todo cuando acabada la misa, se produjo un momento penoso, un verdadero gruñir de oraciones al desfilar ante el cadáver echándole agua bendita. Felizmente, el cementerio no estaba lejos, el pequeño cementerio de la Chapelle, un pedazo de jardín que se abría en la calle Marcadet. Llegaron desorganizados, golpeando el suelo con los pies y hablando cada uno de sus asuntos. La endurecida tierra resonaba, y todos, de buena gana, hubieran echado a correr. El hoyo abierto, cerca del cual habían dejado la caja, estaba ya todo helado, blancuzco y pedregoso como una cantera de yeso, y los asistentes, alineados alrededor de los montículos de cascotes, no encontraban muy divertido esperar con un frío semejante, aburridos ya de mirar el hoyo. Por fin, un sacerdote con sobrepelliz salió de un pabelloncito; iba tiritando y se veía el vaho de su aliento humear a cada «de profundis» que soltaba. En cuanto hubo hecho la señal de la cruz se marchó sin ninguna gana de volver a empezar. El enterrador tomó su pala, pero a causa del hielo no podía sacar más que gruesos terrones, que producían una desagradable música en el fondo, un verdadero bombardeo sobre el ataúd, una descarga de cañonazos que parecían que iban a hundir la madera. Por muy indiferentes que nos mostremos, esta música nos destroza el estómago. Los llantos recomenzaron. Mientras se iban, y una vez fuera, siguieron oyendo las detonaciones. Mes-Bottes, soplándose los dedos hizo notar a todos:

—¡Por la gran p…!, ¡lo que es la pobre mamá Coupeau no iba a tener mucho calor!

—Señoras y señores —dijo el plomero a los amigos que quedaron en la calle con la familia—, si quieren aceptar un refrigerio…

Y entró el primero en una taberna de la calle Marcadet,
Al volver del cementerio
. Gervasia, que se había quedado en la acera, llamó a Goujet que se alejaba, después da haberla saludado con un nuevo movimiento de cabeza. ¿Por qué no acepta un vaso de vino? Pero él tenía prisa, tenía que volver al taller. Se miraron durante unos instantes sin decirse nada.

—Ruego que me perdone por lo de los sesenta francos —murmuró por fin la planchadora—. Estaba como loca y pensé en usted.

—No hay por qué; está perdonada —interrumpió el herrero—. Y ya sabe, a su disposición, siempre que le suceda alguna desgracia… Pero no diga nada a mamá, porque ella tiene sus manías y no quiero contrariarla.

Ella no le quitaba la vista de encima, y viéndole tan bueno, tan triste con su hermosa barba rubia, estuvo a punto de aceptar su antigua proposición de irse con él, para ser felices juntos en cualquier parte. Pero en seguida se le ocurrió otro mal pensamiento: el de pedirle prestados los dos trimestres que debía, a no importa qué precio. Temblando, continuó con voz acariciadora:

—No estamos enfadados, ¿verdad?

—Claro que no: nunca nos enfadaremos… Sólo que usted comprenderá: todo ha terminado entre nosotros.

Y se alejó a largos pasos, dejando a Gervasia aturdida, al escuchar sus últimas palabras repercutir en sus oídos como zumbido de campana. Al entrar en la taberna oía sordamente en su interior: «Todo ha terminado entre nosotros».

Pues bien, todo ha concluido, ya no tengo nada que hacer. Se sentó y engulló un bocado de pan y queso y vació un vaso lleno que encontró delante de ella.

Hallábase aquella taberna en un subsuelo, donde había una gran sala de techo bajo, ocupada por dos enormes mesas. Botellas, pedazos de pan y grandes trozos triangulares de queso de Brie en tres platos. Los invitados comían con los dedos, sin platos ni cubiertos. Más allá los cuatro empleados fúnebres, colocados cerca de la estufa que roncaba, terminaban de desayunar.

—¡Dios mío! —explicaba el señor Madinier—. A cada uno le llega su turno. Los viejos dejan el sitio a los jóvenes… Al volver a casa vais a encontrar un gran vacío.

—Hermano mío, deja la casa —dijo vivamente la señora Lorilleux—. Es una ruina esa tienda.

Habían trabajado a Coupeau. Todo el mundo le empujaba para que cediera él alquiler. La misma señora Lerat, que ahora estaba muy bien con Lantier y Virginia, seducida por la idea de que debían de sentirse encaprichados el uno por el otro, hablaba con cara aterrorizada de quiebra y de prisión. De repente, el plomero se enfadó, su entendimiento trocóse en furor, demasiado regado con tanto líquido.

—Escucha —le gritó a su mujer en las mismas narices—. Quiero que me escuches. Tu tozudez siempre hace de las suyas. Pero esta vez haré mi santa voluntad, te lo advierto.

—Con ella son inútiles las buenas palabras —dijo Lantier—. Haría falta un martillo para meterle eso en la cabeza.

Y los dos se pusieron a cargar sobre ella, lo que no era óbice para que las mandíbulas no dejasen de trabajar. El queso y el vino desaparecían como por encanto. Gervasia flaqueaba bajo los ataques. No decía nada, con la boca siempre llena, comiendo como si tuviera mucha hambre. Cuando ellos se cansaron, levantó lentamente la cabeza y dijo:

—¡Basta ya! ¡Me río de la tienda! Ya no la quiero… ¿Comprendéis? ¡Me río de todo! ¡Sí, de todo! ¡Se acabó!

En vista de eso pidieron más pan y queso y se pusieron a hablar seriamente. Los Poisson tomaban el alquiler y se ofrecían para responder de los dos trimestres atrasados. Boche, por su parte, aceptaba el arreglo, en nombre del propietario, dándose importancia. Incluso alquiló, desde aquel momento, a los Coupeau el cuarto del sexto piso, que estaba vacante, en el mismo pasillo de los Lorilleux. En cuanto a Lantier, le gustaría quedarse con su cuarto, si no molestaba a los Poisson. El guardia municipal se inclinó, aquello no le molestaba en absoluto; entre amigos siempre se entiende uno, a pesar de las ideas políticas. Y Lantier, sin mezclarse más en la cesión, como un hombre que ha concluido por fin su asunto, se preparó una enorme rebanada de queso de Brie; se repantigó en la silla y la comió devotamente, colorado como un pimiento, ardiendo en júbilo marrullero, entornando los ojos para guiñárselos una vez a Gervasia y otra a Virginia.

—¡Eh! ¡Tío Bazouge! —gritó Coupeau—. Acérquese a beber una copita. No somos fieras, somos todos trabajadores.

Los cuatro mozos, que ya se iban, entraron para brindar con la concurrencia. No era un reproche, pero la señora que acababan de enterrar pesaba lo suyo, y bien valía un vasito de vino. El tío Bazouge miraba fijamente a la planchadora, pero sin soltar palabras inconvenientes. Ella se levantó, molesta, y abandonó a los hombres que se estaban poniendo hechos una uva. Coupeau, totalmente borracho, comenzaba a lloriquear, diciendo que era por la pena.

Al anochecer, cuando Gervasia se encontró en su casa, se echó abatida sobre una silla. Le parecía que las habitaciones eran inmensas y que estaban desiertas. En verdad, aquello era un gran desahogo. Desde luego, no había dejado sólo a mamá Coupeau allá abajo, en el jardincito de la calle Marcadet. Le faltaban demasiadas cosas, un pedazo de su vida, su tienda, su orgullo de ama, y aun otros sentimientos, había enterrado en ese día. Sí, las paredes estaban vacías y su corazón también: era una mudanza completa, una súbita caída a la sepultura. Se sentía demasiado cansada; ya se levantaría más adelante, si podía conseguirlo.

A las diez, cuando se estaba desnudando, Nana se echó a llorar y a patalear. Se quería acostar en la cama de mamá Coupeau. Su madre trató de infundirle miedo; pero la pequeña era demasiado precoz, y los muertos no le causaban más que una gran curiosidad. Y, por último, para que no escandalizara, tuvieron que dejarla que se acostase donde había dormido su abuela. A la chicuela le gustaban las camas grandes; allí se extendía y se revolcaba a su sabor. Aquella noche durmió encantada al calorcito y al suave cosquilleo del colchón de plumas.

Capítulo X

La nueva vivienda de los Coupeau estaba en el sexto, escalera B. Después de pasar por delante de la puerta de la señorita Remanjou, se tomaba el pasillo, a la izquierda, y a continuación había que volver a torcer. La primera puerta era la de los Bijard. Casi enfrente, en un agujero sin ventilación, bajo una pequeña escalera que subía al tejado; dormía el tío Bru. Pasando dos cuartos más se llegaba al del tío Bazouge. Y, por último, al lado del de Bazouge, estaban los Coupeau, en un cuarto y un gabinete que daban al patio. Y ya en el fondo del corredor no había más que dos puertas antes de llegar a la casa de los Lorilleux, al final de todo.

Una sala y un gabinete, nada más. Allí era donde ahora habitaban los Coupeau. La sala era como la palma de la mano. Allí había que hacer todo, dormir, comer y todo lo demás. En el gabinete apenas cabía la camita de Nana; tenía que desnudarse en el cuarto de sus padres, y por la anoche dejaban la puerta abierta para que no se ahogara. Era todo tan pequeño, que Gervasia tuvo que ceder sus trastos a los Poisson por no haber medio de colocarlos allí. Con la cama, la mesa y cuatro sillas, la habitación estaba llena. Con el corazón destrozado, no teniendo valor para desprenderse de su cómoda, la metió en casa, ocupando buena parte de ella. Una de las puertas de la ventana quedaba condenada y quitaba de entrar un poco de luz y alegría. Cuando quería mirar al patio, apenas podía hacerlo, ya que cada día estaba más gorda y no tenía sitio ni para apoyar los codos, por lo que tenía que asomarse de medio lado, torciendo el cuello.

Los primeros días la planchadora se los pasó llorando. Le parecía muy duro eso de no poder moverse en su casa, después de haber estado con holgura. Se ahogaba y permanecía en la ventana las horas muertas, como aplastada entre la pared y la cómoda, a riesgo de coger tortícolis. Allí era donde únicamente respiraba. Y, sin embargo, el patio no le inspiraba más que ideas tristes. Enfrente de ella, por el lado donde daba el sol, veía su sueño de otras veces, aquella ventana del quinto, donde las judías verdes enroscaban cada primavera sus delgados tallos, sujetos por una red de cuerdas. Su cuarto estaba del lado de la sombra, y los tiestos de resedá se morían en él en ocho días. ¡La vida no marchaba muy bien, y desde luego no era esa la existencia que ella había soñado! En lugar de tener flores a su vejez se revolcaba en la suciedad. Un día, al inclinarse, se vio acometida por una extraña sensación; creyó verse en persona, allá abajo, bajo el vestíbulo, cerca de la portería, con la cara levantada, examinando la casa por primera vez; y este salto de trece años atrás le hizo dar un vuelco al corazón. El patio no había cambiado, las fachadas desnudas, apenas más negras y más leprosas; un fuerte olor ascendía de las cañerías roídas por la herrumbre; de las cuerdas de las ventanas pendían piezas de ropa, pañales de niño llenos de porquería; abajo el pavimento hundido estaba sucio por los desperdicios de carbón del cerrajero y las virutas del carpintero; incluso en el húmedo rincón de la fuente un reguero procedente de la tintorería, ofrecía un bello tinte azul, de un azul tan suave como el de antaño; mas ella sentíase cambiada y decaída. Ya no se veía allá abajo, mirando al cielo, contenta y ambicionando un lindo piso. Estaba bajo el tejado, en el rincón de los piojosos, en el hueco más sucio, en el sitio donde nunca se recibía la visita de un rayo de sol. Esto explicaba sus lágrimas; no podía estar contenta de su suerte.

No obstante, cuando Gervasia se fue acostumbrando un poco, los comienzos de la nueva vida en la actual vivienda no se presentaron mal. El invierno tocaba a su fin. Los cuatro cuartos de los muebles cedidos a Virginia habían facilitado la instalación. En cuanto llegaron los días buenos, Coupeau tuvo suerte y se contrató para salir a trabajar en provincias, en Étampes; y allí estuvo tres meses, sin emborracharse y casi curado por los aires del campo, aunque no fuera más que momentáneamente. Nadie duda de la eficacia que, para quitar la sed, ejerce en los borrachos el abandonar los aires de París, donde las calles están llenas de humo de aguardiente y de vino. A su regreso estaba fresco como una rosa, y traía cuatrocientos francos, con los que pagaron los dos trimestres que debían de la tienda, de los cuales habían respondido los Poisson, así como de otras pequeñas deudas contraídas en el barrio, las más apremiantes. Gervasia volvió a presentarse en dos o tres calles por donde no pasaba ya. Se puso a jornal como planchadora.

La señora Fauconnier, bonísima mujer y muy amiga de adulaciones, la había tomado de nuevo. Le pagaba tres francos, como a primera oficiala, en atención a su antigua posición de patrona. Al parecer, el matrimonio podía ir tirando, e incluso Gervasia pensaba que con trabajo y economía llegaría un día en que podrían pagarlo todo y acomodarse en un tren de vida aceptable. Esto lo pensaba en la fiebre que le proporcionaba la suma ganada por su marido. En frío aceptaba los hechos como venían, diciendo que las cosas buenas no duran nada.

Lo que más hizo sufrir a los Coupeau fue el ver instalarse en su tienda a los Poisson. No eran muy envidiosos por naturaleza, pero les molestaba que las gentes se maravillasen y se hiciesen cruces de las mejoras introducidas por sus sucesores. Los Boche y los Lorilleux se hacían lenguas. A creerles, nunca se había visto tienda más bonita. Hablaban del estado de suciedad en que habían encontrado los rincones, diciendo que solamente la limpieza había costado treinta francos. Virginia, después de dudar un poco, se había decidido por poner una tienda de comestibles finos, con bombones, chocolate, café y té. Lantier le había aconsejado vivamente que lo hiciera, pues según él había sumas enormes a ganar con las golosinas. La tienda fue pintada de negro con filetes amarillos, dos colores a cual más distinguido. Tres carpinteros estuvieron trabajando durante ocho días solamente para adornar los cajones y vitrinas; el mostrador tenía estantes para los potes, como en las confiterías. La pequeña herencia que Poisson tenía reservada hubo de sufrir rudo golpe. Pero Virginia triunfaba, y los Lorilleux, ayudados por los porteros, no dejaban de contar a Gervasia todo cuanto podían: ya de un cajón, ya de una vitrina o de un tarro; y se divertían al verla demudarse. Bueno es no ser envidiosa, pero se reniega siempre cuando se ve a los demás calzarse nuestros zapatos y pisarnos con ellos.

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