La tía Mame tenía razón respecto a lo fácil que era escaparse de noche. Había un árbol junto a mi ventana y lo único que tenía que hacer era esperar a oír el ronquido asmático de Babcock hijo, sacar mi ropa de civil de su escondrijo, colocar una almohada para que pareciese mi cuerpo entre las sábanas y largarme a toda prisa.
Lo único que me causaba un poco de mala conciencia era el señor Pugh. Era el jefe de nuestro pasillo y el único profesor de San B. que daba mínimamente la impresión de que le gustaran los niños o la enseñanza. Era un hombre alto, delgado y quisquilloso, de unos cuarenta años, con una nuez tan grande como un huevo de pato, y sentía pasión por la poesía, la música, el arte, la naturaleza y sus alumnos. En fin, creo que no lo he hecho aparecer muy atractivo, pero era un tipo encantador a su remilgada manera. Era amable, comprensivo, gentil y discreto, y sólo te castigaba cuando era estrictamente necesario. Sabía que si me sorprendían, el bueno de Pugh también se vería metido en un buen aprieto. Aun así, la lealtad familiar —y un viaje a Europa— me parecieron prioritarios.
El caso es que por la noche llegaba al Old Coolidge House hacia las diez y silbaba bajo la ventana. Era la señal convenida para que Agnes se calzara las botas y saliera a pasear. Agnes nunca había sido la mejor compañía del mundo, ni siquiera cuando sólo hablaba de la artritis de su madre, de su hermana Edna, de Kew Gardens y de la compañía de seguros. Pero ahora no tenía otro tema de conversación que el modo en que la habían engañado, cómo estaba marcada por la deshonra, que el alma inocente que llevaba en su seno —según sus propias palabras— tendría que soportar la vergüenza de un nacimiento ilegítimo, que Brian O'Bannion no era un caballero —aunque, en mi opinión, en eso se quedaba muy corta—, y lo mucho que le dolían los pies. Una o dos veces tuve que arrastrar a la buena de Agnes hasta los arbustos al ver a profesores de la escuela camino del burdel del pueblo o el bar del hotel, pero, en su mayor parte, lo más destacado de nuestros paseos era lo aburridos que resultaban.
De vuelta al hotel, trepaba por la cuerda y jugábamos al
bridge
, o más bien tratábamos de hacerlo, mientras Agnes lloriqueaba e Ito soltaba sus risitas y confiaba más de la cuenta en sus dotes adivinatorias. La tía Mame tenía siempre bien provisto el mueble bar al alcance de la mesa de
bridge
—tan divertida, según ella— aunque era la única que bebía.
A eso de las dos, me permitían marchar, descendía por la cuerda, volvía agotado al colegio, saltaba la tapia, trepaba al árbol y me metía en la cama. Dado que toda la Academia de San Bonifacio se levantaba a las seis para empezar con las duchas frías y la calistenia, vivía con un máximo de tres horas de sueño al día. Más de una vez me quedé dormido en clase y me costó diez puntos de sanción y un sermón sobre cómo hay que cumplir con las reglas del juego. Pero uno llega a acostumbrarse a cualquier cosa, y la esperanza de dejar para siempre la San Bonifacio y pasar el verano en Europa era tan eficaz como la bencedrina.
Al cabo de un par de semanas de pasar menos tiempo en la escuela que fuera de ella y sin que me ocurriera nada peor que quedarme dormido con Virgilio, empecé a darme cuenta de lo fácil que era todo y a lamentar no haber llevado una vida más plena y animada durante mis años en San B. Tuve tanta suerte que incluso empecé a confiarme demasiado. La noche en que aposté e hice un gran slam, doble redoble y vulnerable eran más de las cuatro cuando llegué a la escuela. Estaba tan agotado que ni siquiera me molesté en ocultar mi disfraz debajo del colchón, y, cuando desperté, al dar las seis, lo primero que vi fue a Babcock hijo con su viejo y sucio pijama de franela mirando con aire incrédulo mi chaqueta de tweed y mi pajarita de aficionado al jazz.
—¿De…, de dónde has sacado eso? —preguntó.
—De dónde he sacado ¿qué? —respondí.
—Esa ropa. Vestir de forma inapropiada son cincuenta puntos de sanción. Deberías saberlo…
De un manotazo, tiré al suelo las gafas de Babcock hijo, que estaban sobre la mesilla de noche, y las empujé debajo de la cama con el pie.
—A ver si te pones las gafas, chico —dije—. Estás empezando a ver cosas raras. —Cuando recuperó sus gafas, mi disfraz estaba de vuelta bajo el colchón y mi chaqueta de la San Bonifacio volvía a estar en su sitio—. Caramba, Babcock —exclamé, una vez que sus ojos pálidos volvieron a enfocar detrás de los gruesos cristales—, me habías preocupado. Habría jurado que estabas viendo visiones. Tal vez deberías pasar por la enfermería y que el médico te eche un vistazo.
Babcock hijo no era muy inteligente, pero tampoco era ningún idiota. Me miró muy escamado y salió a darse su ducha fría. Entonces comprendí que tendría que ser más precavido.
De hecho, debería haberlo dejado esa misma noche. Hacía una preciosa noche de primavera, las estrellas y la luna relucían tanto que parecía que estuviésemos en pleno día y los grillos cantaban en los prados. Era una noche demasiado bonita para malgastarla con una chica como Agnes, que andaba ya por su noveno mes de embarazo, pero el deber era el deber. Iba malhumorado y con esfuerzo por el camino, con Agnes cogida del brazo y andando como un pato con su vestido de embarazada color cereza, festoneado con un polvoriento ramillete de falsos lirios, cuando oí el inconfundible rugido del coche del director.
Todos los habitantes de Apathy habrían reconocido aquella cafetera a dos kilómetros de distancia. El doctor Cheevey, el director de San B., había comprado el Nash en 1926, y era demasiado avaro para cambiar de coche o acudir siquiera al taller mecánico. En vez de eso nos quitaba puntos de sanción si le lavábamos el coche o le hacíamos una puesta a punto, por lo que, tras diez años de cuidados estudiantiles, el Nash sonaba más como una cosechadora que como un coche.
Agnes y yo estábamos alcanzando un recodo en el camino cuando oí llegar aquel cacharro, y, por el ruido que hacía, debía de ir bastante deprisa.
—Lo siento, Agnes —dije—, pero tengo que esconderme. —Mientras Agnes gimoteaba acerca de su estado, la ayudé galantemente a ocultarse en una zanja en la cuneta. Luego me dispuse a saltar yo mismo, justo cuando el coche del director estaba entrando en la curva. Pero tropecé y caí de cabeza. Aterricé sobre algo blando y oí un terrible «¡Aaayyy!», precisamente cuando aquella cafetera pasaba de largo con un rugido—. ¡Agnes! —dije aterrorizado—. ¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?
—No me has hecho ningún daño, Patrick —lloriqueó—. Estoy aquí en el túnel de desagüe. Dios sabe que, con lo que he sufrido en esta vida, tanto me da vivir o morir. Ese Brian que me sedujo y luego…
—¡Patrick! —jadeó una voz—. ¡Patrick Dennis!
Miré hacia el suelo, y encontré al señor Pugh.
—¡Señor Pugh! —balbucí. Luego añadí de manera un tanto estúpida—: ¿Qué hace usted aquí?
El pobre estaba tan sorprendido que incluso trató de hilvanar una explicación.
—Caramba, Patrick, muchacho, cerca de aquí hay una ciénaga donde puede observarse la floración nocturna de… —Luego se interrumpió—. Pero, a propósito, ¿qué estás haciendo tú aquí?
Casi llegué a albergar la esperanza de salir bien librado. Lo había dejado sin aliento, le había tirado por el suelo sus prismáticos, el cuaderno de aves, su
Guía de las flores silvestres de Nueva Inglaterra
, su linterna y su termo lleno de chocolate caliente, y además lo había sorprendido en un lugar donde no debía estar. Calculé que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades.
—Bueno, señor Pugh —empecé—, hace una noche tan bonita, y me gustan tanto los pájaros, que pensé que tal vez podría ver una oropéndola de Baltimore o…
—¡Oh, Patrick, ven a ayudarme! Estoy tan asustada —gimoteó Agnes.
El señor Pugh echó un vistazo a Agnes, que esperaba de pie con un tamaño doble de lo normal, luego me miró con frialdad.
—Y ella, ¿quién es?
—¡Oh!, ¿ella? Es, ejem, Agnes. Sí, ¡ejem!, es la Alice B. Toldas de mi tía y yo estaba…
—Soy —dijo Agnes con voz clara— la señora de Patrick Dennis.
En fin, no querría revivir aquella noche ni aunque me regalasen Europa entera. El señor Pugh salió de la zanja y nos acompañó a Agnes y a mí hasta el hotel a toda prisa. Agnes siguió quejándose, porque se suponía que tenía que andar seis kilómetros y no habíamos andado más de dos. Yo continué diciendo que las cosas no eran lo que parecían e implorándole a Agnes que admitiera quién era en realidad. Pero Agnes estaba bien aleccionada por la tía Mame y no habría revelado su verdadero nombre por nada en el mundo. «Soy la señora de Patrick Dennis», siguió repitiendo obstinadamente.
—No lo es, señor Pugh —insistía yo—. No se llama así. No estoy casado con ella. Y nunca lo estaré. No estoy casado con nadie. Es sólo que…
Me echó una mirada terrible mientras Agnes entraba en el hotel, luego me cogió del brazo y me condujo al colegio. Pasé el resto de la noche en su habitación, tratando de que me creyera. Admito que la verdadera historia, contada palabra por palabra, no resultaba muy creíble, pero, a las cinco de la mañana, aunque el señor Pugh no se hubiese convencido del todo de que yo no era un seductor de vírgenes inocentes, al menos había dejado de tratar de contradecir mi testimonio. Me dio un poco de chocolate de su termo, afirmó que no diría nada de momento, y me acompañó a mi habitación.
Al día siguiente me sentí como un zombi en el colegio, pero a las tres estaba deseando ir al pueblo y celebrar un pequeño consejo de guerra con la tía Mame. La última clase del día era «poesía inglesa del siglo XIX», que impartía precisamente el señor Pugh. Nada más sonar el timbre del recreo, me pidió que me quedara después de la clase.
—Y ahora, jovencito —dijo—, tú y yo vamos a ir al pueblo a visitar a esa misteriosa pariente tuya y a esa desdichada joven que puede o no ser tu mujer y la madre de tu hijo.
—Pero, señor Pugh… —empecé desesperado.
—Vamos —respondió con firmeza.
* * *
La tía Mame era una mujer muy dinámica. Todo el mundo lo decía. Podía ser el encanto personificado, y sabía sobreponerse a casi cualquier situación. Pero le gustaba disponer de un poco de tiempo para prepararse y para meterse sinceramente en el papel que tuviera que interpretar. Sabedor de ello, quise advertirle de lo que se avecinaba. De camino al hotel incluso dije:
—¿Por qué no paramos un momento en el puesto de comida ambulante y llamamos a mi tía, señor Pugh? Así podrá pedir que preparen un poco de té o algo de comer.
—No será necesario, Patrick. Nuestra entrevista será muy breve. Tengo exámenes que corregir y tú no debes tomar nada entre comidas.
Deseé con todo mi corazón que Agnes y la tía Mame hubieran salido a dar un paseo, pero el coche estaba aparcado enfrente del Old Coolidge House. Las ventanas de la habitación de la tía Mame estaban abiertas y oí cómo en su gramófono portátil sonaba la música avanzada de Paul Hindemith.
—No se me permite entrar en el hotel sin un pase, señor Pugh —dije a la desesperada—. Las habitaciones de mi tía son las A, B, C y D en el tercer piso. Treparé por la cuerda y…
—Tonterías, Patrick, puedes ir adonde quieras, si vas acompañado por un profesor. Vamos.
Cuando llegamos al piso de arriba, la tía Mame se había cansado de las
Metamorfosis sinfónicas
de Hindemith y había puesto el
Empty Bed Blues
de Bessie Smith. Llamé tímidamente a la puerta.
—¡Sí! —gritó.
Abrí y entré.
—Cariño… —dijo. Luego, al ver al señor Pugh, se quedó sin palabras.
La tía Mame no estaba exactamente preparada para interpretar el papel de tutora respetable. Vestía unos pantalones cortos, una camiseta muy escotada y litros de Esencia de Juventud de Lydia van Rensselaer. Llevaba el pelo recogido con una cinta roja y yacía en el suelo haciendo algo que parecía obsceno, aunque en realidad era sólo un ejercicio para reafirmar nalgas y muslos. A su lado había una botella de champán a medio terminar y la habitación estaba cubierta de noveluchas francesas de tapas amarillas, un montón de revistas de moda y seis volúmenes de Gibbon. Pero incluso una tía con pinta «avanzada» era mejor que nada en ese momento.
—Tía Mame —balbucí—, éste es…
—¿Cómo se atreve a entrar así en mi habitación, caballero? —dijo gélidamente la tía Mame, atravesándome con la mirada—. Debo pedirle que se marche de inmediato o me veré obligada a llamar a recepción.
El señor Pugh preguntó:
—¿Quiere decir, ¡ejem!, señora, que este joven no es su sobrino?
—No lo he visto en mi vida —respondió.
—Tía Mame —exclamé desesperado—, tienes que explicarle al señor Pugh lo de Agnes. Me expulsarán del colegio. Está al corriente de todo. Él…
—Haga el favor de marcharse ahora mismo, joven. Obviamente, comete usted el error de pensar que nos hemos visto antes.
Au contraire
, soy una viuda sola en el mundo y vivo aquí sin otra compañía que mi cuñada y un criado.
Una vez que la tía Mame se metía en un papel, lo interpretaba hasta el final.
—Señor Pugh —dije—, es mi tía Mame. Es la señora de Beauregard Burnside, se lo aseguro.
—Es evidente que este pobre muchacho necesita ayuda psiquiátrica urgente —dijo la tía Mame levantándose del suelo y mostrándose tan digna como lo permitían las circunstancias—. Soy la señora de Dennis Burns y mi nombre de pila es Arabella…
En ese momento, Agnes, que había estado escuchando detrás de la puerta, irrumpió, anegada en lágrimas, en la habitación.
—Es cierto, señora Burnside. Han descubierto a Patrick. Ahora el mundo entero sabrá lo de mi deshonra.
La tía Mame se vio más o menos obligada a ceder. Pidió al señor Pugh que se sentara, le sirvió una copa de champán y se retiró para ponerse un fino y recatado vestido negro. Al cabo de una hora, con sólo unos pocos adornos, la tía Mame le contó toda la historia, mientras Agnes sollozaba horriblemente con un pañuelo arrugado en la mano y gimoteaba por su deshonra.
Casi contra su voluntad y desde luego contra su buen juicio, el pobre señor Pugh se vio obligado a involucrarse en nuestra conspiración para evitar que me metiera en un lío si llegaban a descubrirme. Entraba de puntillas en mi cuarto después de la comprobación de las habitaciones y escapaba conmigo por la ventana mientras Babcock hijo roncaba. Luego me acompañaba a sacar a pasear a Agnes, volvía al hotel, tomaba una copa —o dos a lo sumo— y jugaba unas manos de
bridge
. Por fin volvíamos a hurtadillas al colegio, pues, en teoría, él tampoco podía salir de noche de la escuela. Incluso llegó a ser divertido. Recitaba poesías a Agnes, que era como un imán para los poetas, y la animaba contándole que Leonardo da Vinci, Alexander Hamilton, Lucrecia Borgia y otros personajes famosos habían sido hijos ilegítimos.