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Authors: Patrick Dennis

Tags: #Humor, Relato

La tía Mame (8 page)

BOOK: La tía Mame
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El gran día del estreno de la tía Mame, el director me permitió saltarme el entrenamiento de
hockey
y fui a toda prisa a Boston, donde la tía Mame había instalado sus cuarteles en el Ritz. Cuando el botones me condujo a su
suite
, la oí cantar desde la bañera: «Soy Chu Chin Chow de la-China, Shanghai, en la-Chi-na».

Salió del baño sonrosada y muy dicharachera.

—¡Cariño! Cuánto me alegra que hayas venido. Cuidado, no me despeines. Ahora, guapo, ve a traerle a tu tía Mame unas pastillas de menta. Voy a tumbarme un momento en un cuarto a oscuras con una crema astringente, para estirarme la piel un poco, ya sabes, necesito relajar la garganta y repasar mi papel. Luego podemos tomar un poco de caldo y unas tostadas aquí mismo, antes de ir al teatro. ¡Qué emoción me produce volver a pisar las tablas! Vera me ha dado una escena preciosa en el último acto. ¡Ah!, recuérdame que no olvide mi joyero. Tenía una pinta muy descuidada con ese vestido de baile en las pruebas de vestuario.

Cenamos a las seis y luego la tía Mame telefoneó a su amiga Vera para desearle suerte. Llegamos al Teatro Colonial a las siete, ocupé mi asiento en la primera fila y esperé hasta que la platea se llenó de entusiasmadas matronas de Boston, sus poco convencidos maridos y un montón de chicos de Harvard de aspecto insolente.

Por fin se alzó el telón. Era la típica obra de Vera. Doce minutos después del comienzo del primer acto, Vera hizo su entrada triunfal con un precioso traje beige con pieles de marta y se detuvo para recibir una grandiosa ovación. El primer acto transcurrió como siempre, pero a la tía Mame no se la vio por ningún lado.

En el segundo acto, Vera estaba soberbia con un vestido de terciopelo verde almendra y las damas gimieron orgásmicamente cuando lo cambió por un vaporoso
negligé
de color azul. La tía Mame siguió sin aparecer.

Cuando el telón se alzó, al principio del tercer acto, Vera y el «otro» estaban solos en el escenario. El aplauso por su vestido de fiesta fue estruendoso. Se suponía que fuera de escena se celebraba una fiesta de gala. Se oía una musiquilla de vals y el alegre rumor de varias conversaciones muy animadas, y de pronto reconocí una voz familiar que decía: «¡Oooh! Un poco más de champán, lord Dudley». También me pareció oír el leve y lejano tintineo de unas campanillas.

Vera pareció un poco incómoda, pero siguió con su parlamento:

—Pero, Reginald —dijo con su incomprensible acento de Mayfair—, hacer algo así…, fugarnos juntos…, sería una locura, una locura deliciosa.

—¡Oooooh!, lord Dudley —gritó entre bastidores mi tía Mame, con su inconfundible voz—, ¡podría pasarme la noche bailando!

De nuevo el misterioso tintineo de las campanillas arrojó una nota discordante entre el ruido que hacían fuera de escena los supuestos aristócratas. Alguien soltó una risita desde el anfiteatro.

Vera se atusó el rígido peinado y volvió a empezar.

—Compréndelo, Reginald, sería una locura. Yo pertenezco a un mundo muy distinto del tuyo. Podríamos ser felices un tiempo, pero acabaríamos odiándonos a nosotros mismos…, sí, y también nos odiaríamos el uno al otro por lo que habríamos hecho. No, es mejor que nos despidamos ahora, cuando todavía disfrutamos de este éxtasis que hemos conocido. ¡Ven! Abrázame, bésame…, una última vez y despidámonos. Deprisa, Reginald, oigo llegar a los otros.

Volvió a sonar la música y varias alegres parejas aparecieron a través de la puerta. El tintineo se volvió mucho más fuerte y un torbellino rojo entró en el escenario.

—¡Oooh, lord Dudley —exclamó la tía Mame—, baila usted divinamente!

Vera vaciló. Las campanillas se volvieron, si cabe, más insistentes. Con una voz más apropiada para llamar a los cerdos, Vera gritó:

—¡Oh, venid todos! Tengo algo que contaros.

Los supuestos aristócratas se adelantaron y formaron artísticos grupos delante de Vera. Para entonces el tintineo se había convertido ya en un redoblar de campanas. Se oían risas en el anfiteatro. Yo miré fijamente a la tía Mame. Estaba guapísima con un precioso vestido rojo y se había puesto unos brazaletes con unas grandes campanillas de plata tailandesas, regalo de algún admirador olvidado.

Se produjo una oleada de risas en la platea y Vera se quedó tan sorprendida que se saltó la siguiente entrada. Aunque no es que tuviera mayor importancia, porque las campanadas y las risas habrían sofocado el sonido de una bocina de niebla. Vera se adelantó hasta las candilejas y repitió mirando a las vigas del techo:

—He decidido no casarme con Reginald. Mi sitio está aquí con el príncipe Alexis. Debo volver a mi mundo. —Luego se volvió hacia la tía Mame y le lanzó una mirada que habría paralizado a un tigre de Bengala de tamaño medio—. Lady Iris —dijo—, ¿tendría la bondad de llamar al timbre y pedir que traigan mi abrigo?

—Desde luego, princesa —dijo la tía Mame con una profunda cortesía. Las campanillas de sus brazaletes tañeron de forma ensordecedora.

La alusión de Vera a un timbre fue muy poco afortunada, pero al anfiteatro le encantó. La gente reía a carcajadas y pateaba el suelo.

Luego volvieron a empezar las campanadas y la tía Mame, muy agitada, se acercó a Vera llevando una capa de chinchilla; la piel amortiguó por un instante, aunque no del todo, el tañido de los brazaletes de la tía Mame.

—Permitid que os ayude, princesa —dijo la tía Mame con voz engolada. Tendió la capa, que se desplegó como una persiana veneciana, y dejó que las campanillas repicaran a pleno volumen. Vi con horror que la tía Mame sostenía la capa de Vera del revés.

—Gracias, lady Iris —rugió Vera envolviéndose en la capa. No obstante, una mirada terrible cruzó su rostro en cuanto rodeó sus hombros con el dobladillo de la capa y vio que arrastraba el cuello por el suelo.

Yo mismo sufrí un ataque de risa histérica hasta que reparé en que la tía Mame parecía estar enganchada a la capa de chinchilla. Vera se adelantó para pronunciar su parlamento final y la tía Mame la siguió, con el brazo extendido y misteriosamente unido a la espalda de Vera. Luego lo comprendí. Uno de sus brazaletes tailandeses se había enganchado entre las pieles.

Vera volvió a adelantarse. La tía Mame la siguió, acompañada por el coro de campanillas.

Por fin Vera se quedó inmóvil.

—¡Suéltame! —gruñó.

—Vera —chilló la tía Mame—, ¡no puedo!

El teatro se tambaleaba presa de una hilaridad desenfrenada entre silbidos y pateos. Vera aulló sus últimas líneas mientras la tía Mame trataba todavía de desengancharse y el telón cayó envolviéndolas a ambas —mientras se arañaban y pateaban— en varios metros de terciopelo polvoriento.

No olvidaré esa noche mientras viva. Vera, con el áspero acento de su Pittsburgh natal, dedicó a la tía Mame los peores epítetos que yo había oído, y otros muchos que no había oído. La tía Mame estaba hundida. Apoyaba la cabeza en la mesa del camerino y se estremecía entre sollozos.

—Pero, Vera —gemía—, son los únicos brazaletes que me quedan.

Vera le chilló como una verdulera:

—¡Zorra barata de la alta sociedad! ¡Has tratado de sabotearme el estreno! ¡Te odio! A ti y a todos los de tu clase.

Vera continuó chillando y gritando hasta que el empresario la sacó a la fuerza del camerino después de poner la notificación de despido sobre la mesa.

La tía Mame siguió llorando hasta mucho después de que cerraran el teatro. No hacía más que repetir: «Pero, Vera, son los únicos brazaletes que me quedan. Los únicos que me quedan». Eran casi las dos cuando le eché por encima su viejo abrigo de visón, la llevé casi a cuestas hasta un taxi y la devolví al Ritz. Sin dejar de llorar, permitió que la ayudara a meterse en la cama. Jamás imaginé que el cuerpo humano pudiera contener tantas lágrimas, y cuando la cogí de la mano estaba ardiendo. Me asusté y llamé al médico del hotel.

Al día siguiente llevé a la tía Mame de vuelta a Nueva York en una ambulancia. Seguía llorando y ardiendo de fiebre. Me apretó la mano hasta tal punto que pensé que me había roto todos los huesos, luego siguió llorando y llorando. «Pero, Vera, son los únicos brazaletes que me quedan. He vendido todos los demás. Son los únicos que tengo, Vera. Los únicos».

De vuelta en Nueva York, Norah la metió en la cama, inconsciente y delirante de fiebre. Norah e Ito, como muchos criados domésticos durante la Depresión, trabajaban sólo a cambio de la comida y el alojamiento. Pero ambos adoraban a la tía Mame. Norah incluso pagó la ambulancia y mi billete de regreso al colegio. Me quedé en el dormitorio de la tía Mame retorciendo mi gorra de la San Bonifacio entre las manos. Cuando me marché, ella seguía delirando y gimiendo lo de los brazaletes. Norah estaba a su lado y le acariciaba la mano febril.

—Calma, querida, calma. Lo que necesita una mujer tan guapa como usted es un buen marido. Calma, querida, y descanse para poder encontrar un hombre bueno y fiable.

* * *

Estaba tan preocupado por la tía Mame que apenas podía estudiar. Pero el Día de Acción de Gracias me envió una breve nota formal que decía: «He aceptado un empleo en la R. H. Macy Company. Venderé patines al menos hasta Navidad, y hay excelentes oportunidades de ascenso. El jefe de personal me ha asegurado que en Macy's están deseando contratar a los mejores universitarios».

A partir de entonces, sus cartas se volvieron más alegres. Relataban anécdotas divertidas y conmovedoras sobre la vida en el departamento de juguetes durante la temporada de Navidad, acerca de una baronesa austríaca en decadencia que ahora vendía muñecas y de un antiguo profesor del MIT que hacía demostraciones de juegos de química. La tía Mame confesaba con ingenuidad que el programa de formación había sido un poco confuso y que tener que llevar los libros de cuentas al día la volvía loca. «Sin embargo —escribía—, he ideado el sistema perfecto. Envío todos los patines contra reembolso. Es lo más fácil para mí y para los clientes. Así se ahorran tener que gastar allí mismo un dinero que les ha costado mucho ganar. Compran ahora y pagan después…, ciertamente económico». Aseguraba que le dolían los pies y que odiaba tener que vestir de negro todo el tiempo, pero era divertido y estaba deseando pasar conmigo las vacaciones de Navidad.

Me sentía un poco solo con la tía Mame fuera todo el día, y cuando volvía del trabajo la pobre estaba pálida y ojerosa. No obstante, seguía muy contenta con la tienda y sus ventas contra reembolso.

La tía Mame tenía todavía muchas facturas sin pagar, y el domingo antes de Navidad la oí hablar por teléfono. Estaba llorando y decía:

—Pero es imposible que reúna tanto dinero antes de enero. Perderemos la casa.

Después oí que Norah le decía que en Shaffer insistían en cobrar antes del 1 de enero o nos denunciarían. La tía Mame volvió a echarse a llorar y dijo:

—Dieciocho dólares a la semana y ese mísero adelanto…, pero si ni siquiera puedo comprarle a Patrick un regalo de Navidad…

A mí no me importaba. Ahorré toda mi paga y vendí mi microscopio para comprarle un regalo a la tía Mame. En recuerdo de las desafortunadas campanillas, le compré la mayor pulsera de diamantes falsos que pude encontrar por doce dólares. Pensé que, con un abrigo de visón auténtico, aunque estuviese un poco raído, la pulsera parecería auténtica y la tía Mame volvería a ser feliz.

Pero el peor golpe llegó el día de Nochebuena. Estaba envolviendo el regalo de la tía Mame cuando oí cerrar la puerta principal. Luego oí los zapatos de tacón de la tía Mame arrastrarse hasta el salón. Pero no se oyó ningún efusivo ¡yuuujuuu!

Fui de puntillas al salón y encontré a la tía Mame sentada sobre un cojín, envuelta en su abrigo de visón. Se tapaba la cara con las manos y lloraba en silencio.

—Tía Mame —dije—, ¿por qué has vuelto tan pronto?

—¡Oh, Patrick! —lloró—. Me han…, me han des… despedido. ¡Me han echado de Macy's!

Se quedó llorando desamparada en el salón mientras yo aguardaba compungido a su lado sin saber qué hacer.

—Patrick, Patrick —dijo con voz entrecortada—. No ha sido culpa mía. No quiso comprar los patines contra reembolso.

—¿Quién? —pregunté.

—Aquel sureño —respondió atragantándose—. Parecía tan amable, educado y apuesto. Encargó veinte pa… pares de patines. Y luego… —Volvió a interrumpirse—. Luego quise enviárselos contra reembolso y él no quiso. Quería pagarlos y llevárselos en el acto. Y…, y yo le dije que sólo sabía enviarlos contra reembolso. Entonces él… ¡oh!, Patrick, debía de ser muy rico…, vestía un precioso abrigo de piel de camello y un sombrero Cavanaugh…, y se alojaba en el St. Regis, sin duda ellos habrían pagado el envío contra reembolso: sólo eran cincuenta dólares…

—Pero, tía Mame, ¿qué sucedió? ¿Qué hizo?

—¡Oh!, Patrick, era un sureño tan amable, compró todos esos patines y parecía tan amable, le dije que se los enviaría contra reembolso y él respondió que eran para un orfa… orfanato y que quería llevárselos en persona; la señorita Kaufmann estaba en el tocador y no podía ayudarme con mi… libro de ventas, y el hombre dijo que tal vez él podría ayudarme y… —se puso a llorar otra vez—, pasó detrás del mostrador y empezó a ayudarme con el recibo, y… ¡Oh, Patrick!, aprendí por primera vez cómo hacer una venta al contado…, y era tan ama… amable; estábamos riendo y anotando la venta, cuando llegó el jefe de sección y dijo: «¿Qué está pasando aquí, señorita Dennis?», y el sureño se echó a reír y le explicó lo que pasaba, y el jefe de sección respondió que era increíble que un empleado de Macy's no supiera hacer un recibo, y me cogió del brazo y me llevó a la sección de personal y les dijo que era la vendedora más inútil de to… toda la sec… sección de ju… juguetes… —Se vino abajo y se echó a llorar desconsoladamente.

—Sigue, tía Mame. ¿Qué más hizo el sureño?

—No estaba allí, el jefe de sección me sacó de allí tan rápido… Yo era la que más patines vendía de todas.

—Pero ¿qué es lo que hicieron, tía Mame?

—Dijeron que tenían que dar ejemplo conmigo y me des… despidieron allí mismo.

El salón se fue oscureciendo bajo el temprano crepúsculo de diciembre. Pero la tía Mame siguió allí apesadumbrada, sollozando y meciéndose hacia delante y hacia atrás. A las seis en punto, Ito entró para encender las lámparas y un minuto más tarde apareció Norah y trató de consolar a la tía Mame, pero ella no se movió ni volvió a decir palabra. Se limitó a quedarse allí llorando.

No me pareció conveniente dejar sola a la tía Mame, por miedo a que pudiera hacer «alguna tontería», así que me senté tristemente en un rincón. El abrigo de visón se le había caído de los hombros y ella se quedó allí con su sencillo vestido de dependienta, la cara muy pálida y las lágrimas corriéndole por las mejillas.

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