Justo en ese momento oí llamar al timbre y, al asomarme a la ventana, vi el flamante Bentley nuevo de Brian.
—¡Oh, Agnes! —gritó la tía Mame con voz infantil—, démosle una sorpresa al señor O'Bannion. Aún cree que voy a ir con él a la fiesta, pero Patrick te anunciará y tú harás una entrada triunfal. Corre, escóndete en mi vestidor. Y toma, llévate una copa de champán.
Tuve la sensación de estar presenciando el hundimiento de la civilización occidental.
Todo el mundo tiene mejor pinta con un traje de fiesta, pero en el caso de Brian la diferencia era más que notable. En cuanto vio a la tía Mame sentada decorosamente en su cama dorada, sus ojos de gato siamés brillaron con un ansia que me hizo sentir náuseas.
—Pero…, pero el teatro…, la fiesta —dijo—. ¿Todavía no estás lista?
—Brian, encanto —respondió la tía Mame con un mohín—, el médico me ha prohibido ir, así que voy a enviar a una sustituta.
—¿Una sustituta? —preguntó—. ¿Quién?
—¡Oh! —respondió la tía Mame con coquetería—, alguien a quien conoces…, una chica muy agradable. ¡Agnes!
—¿No será… la Agnes en la que estoy pensando? —Los ojos de gato dejaron de brillar y adoptó una expresión como si acabaran de apuñalarlo.
—Bueno —ronroneó la tía Mame—, no es exactamente la misma Agnes. Patrick, ¡haz pasar a la nueva señorita Gooch!
Con rigidez, abrí la puerta del vestidor y Agnes salió de él. Estaba guapísima, aunque tenía los ojos un poco vidriosos. No obstante, todavía no había visto los de Brian: su mirada azulada resultaba verdaderamente escalofriante.
—A que está preciosa, Brian —gorjeó la tía Mame. Él se limitó a tragar saliva y a relamerse con la lengua rosada y puntiaguda.
—Bueno, vosotros marchaos. Pasadlo bien. Adiós, queridos. ¡Que os divirtáis!
Agnes fue hacia la puerta, dio media vuelta y contempló, sin verla, la habitación. Luego esbozó una sonrisa enigmática y exclamó: «¡Yuuju!».
En cuanto se cerró la puerta principal, la tía Mame dijo:
—Bueno, otro contratiempo resuelto. ¡Qué guapa estaba Agnes! Nunca pensé que tuviese tantas posibilidades. Pobre ratita. No me negarás que he hecho un gran trabajo con ella. Aunque, ¿sabes, cariño?, tratándose de una chica como Agnes, es un esfuerzo desperdiciado.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—No sé, es muy dulce, pero le falta pasión. Esa chica carece de impulso sexual. En fin —dijo—, henos aquí, solitos los dos, la noche de fin de año. Podemos tener un agradable
tête à tête
. De todos modos quería preguntarte algo. Aviva un poco el fuego, ve a por un poco más de champán y estaremos más cómodos que… —Estornudó e hizo un gesto indiferente con el kleenex—. Fin de año —empezó con expresión soñolienta—, ¡cuántos recuerdos! Sabrás que tu tío Beau y yo nos casamos una Nochevieja, ahora hace justo tres años. —Se sonó, ya fuese por emoción o por la congestión nasal—. ¡Qué bien lo pasamos en vida de tu tío Beau!, ¿verdad, cariño?
—Sí, desde luego —respondí con sinceridad.
—Estos dos últimos años han sido horribles para mí: viuda, sola y desamparada.
—Lo sé.
—Claro que te tengo a ti, y esta casa y más dinero del que necesitaré jamás, pero no es lo mismo, ¿no crees, cariño?
—No —respondí—. Yo también quería mucho al tío Beau.
—Todos lo querían. Era un hombre estupendo. Con esos ojazos marrones y esa mata de pelo pelirrojo en el pecho. En fin —suspiró—, seguir hablando de él no nos lo devolverá, ¡qué lástima! No obstante, sigo sintiendo un doloroso vacío…, aquí —dijo, señalando un pecho muy bien formado—, y no he perdido la esperanza de encontrar a alguien como mi querido Beau.
Supe lo que se avecinaba y me repugnó.
—¿A ti te gustaría ir a Irlanda, cielo?
—No particularmente.
—¿De verdad, cariño? Con todo ese verde, la turba fresca y mullida, la musicalidad de su habla, las ferias de caballos, el Abbey Theatre
[6]
, las conversaciones ingeniosas con A. E. y Synge…
—Ambos están muertos.
—Bueno, pues con otros irlandeses ingeniosos. ¿No te gustaría volver a ver a tu vieja niñera Flora?
—Norah.
—Claro, cariño. Brian y yo hemos estado hablando de pasar el verano en Irlanda. Y ambos queremos que vengas…, una especie de viaje en familia.
—¿En familia?
—Sí, una especie de luna de miel
à trois
.
—¿Insinúas que estás pensando en casarte con Brian?
—Pues sí, cariño. He llorado casi dos años la muerte de Beau, y ahora creo que ha llegado un momento en la vida en que necesito otro Beau.
—Brian no se parece a Beau lo más mínimo, y lo sabes.
—En fin, cariño —prosiguió incómoda—. Necesito alguien que me cuide, y por supuesto Brian también necesita que lo cuiden. Es tan tímido.
—Sí, más o menos tan tímido como Jack el Destripador.
—¿Qué quieres decir, querido? —preguntó, tensa.
—Sólo lo que has oído.
—Patrick, cariño, no irás a decirme que Brian te resulta antipático, ¿verdad?
—No, no me resulta antipático; le odio.
—¡Uf!, menos mal, por un momento temí que… ¿Qué es lo que has dicho?
—Sencillamente que le odio. Es un impostor de tres al cuarto, con los valores morales de una cabra y no creo que haya un individuo más lujurioso en todo Nueva York…
—Pero ¿cómo te…?
—Se ha pasado por la piedra todo lo que se le ha puesto por delante y puedes estar segura de que continuará haciéndolo. Lleva meses chuleándote y ni siquiera te das cuenta de que no ha escrito una sola palabra de tu estúpido libro.
—Escucha, jovencito…
—Nada más típico de ti que liarte con un chulo mujeriego, al que le sacas al menos diez años y a quien sólo le interesas por dos motivos, uno de los cuales es el dinero.
—¡Serás… diabólico y retorcido! ¿Cómo te atreves a hablar de ese modo de un intelecto tan agudo como el de Brian? Serás…
—Y, lo que es peor, es el tipo más aburrido que he conocido en toda mi vida.
—Sal de mi habitación, ¡Judas! ¡Fuera, fuera, fuera!
—No te preocupes, ya me iba.
—Y no vuelvas a pisarla jamás. De hecho, no quiero volver a verte, ni a oírte ni a dirigirte nunca la palabra.
Una copa de champán se estrelló contra la pared justo cuando yo cerraba la puerta de un portazo.
Me molestó tanto que me arrojara la copa que abrí la puerta de par en par y le grité:
—Sólo por eso, espero que te cases con él. ¡Sois tal para cual!
—¡Fuera de aquí, calumniador! ¡Brian me ama! ¡Y pienso casarme con él en cuanto pueda levantarme de la cama!
Fui corriendo a mi cuarto y me metí en la cama de un salto.
* * *
—Patrick, cariño. Despierta. Despierta, querido, necesito tu ayuda. —Abrí un ojo y vi a la tía Mame de pie a mi lado.
—Vete —murmuré—, dijiste que no querías volver a hablarme.
—Querido, esto es muy grave. Agnes…, Brian…, no han vuelto.
—¿Qué hora es? —pregunté cerrando los ojos por la luz de la lámpara.
—Son casi las seis de la mañana.
—Por el amor de Dios, estamos en Nochevieja. Claro que no han vuelto todavía.
—Pero, Patrick, querido. Tampoco han ido a la fiesta de Lindsay. Estaba tan preocupada que telefoneé a Mary Lord Bishop…, de hecho, la saqué de la cama, y ella dice que no los vio por ninguna parte. ¡Oh, cariño, estoy tan preocupada! Es ese coche. Sabía que era un error regalárselo. Conduce como un poseso. —De pronto, comprendí lo que había ocurrido—. Gracias a Dios Agnes está con él. Brian es tan quijotesco, pero Agnes es buena y sensata. ¡Espero que no hayan sufrido algún horrible accidente! Levántate y ayúdame.
La tía Mame empezó a telefonear a todos los hospitales de Nueva York y se fue poniendo más nerviosa a cada llamada que hacía, mientras, enfurruñado, yo trataba de mantenerme despierto a su lado. Luego, volvió a llamar a Lindsay Woolsey y a Mary Lord Bishop y a casi todos sus amigos. Hacia las ocho de la mañana, la tía Mame había despertado a todos los médicos y literatos de Nueva York. A las nueve, estaba al borde de la desesperación, cuando llamaron al timbre.
Envolviéndose en su batín, voló escaleras abajo y abrió la puerta. Hubo un momento de silencio, y luego la oí gritar: «¡Oh, Dios mío!».
Bajé corriendo las escaleras hasta llegar al vestíbulo, donde la encontré de pie con un telegrama amarillo en la mano. Lo cogí y leí:
EL FUEGO QUE ME CONSUMÍA ERA DEMASIADO FUERTE STOP BRIAN Y YO NOS HEMOS FUGADO STOP ESPERO COMPRENDA, PERDONE Y OTORGUE SU BENDICIÓN A SU QUERIDA
AGNES GOOCH
La tía Mame subió en silencio las escaleras y yo la seguí. Fue a su escritorio y cogió el manuscrito de
Una chica de Buffalo
. Lo llevó a la chimenea y lo echó al fuego. Luego se quitó el batín que le había tejido Agnes y lo echó también al fuego. La llamarada fue digna de ver. Estremeciéndose levemente se metió en la cama y con un gesto me indicó que me sentara en la butaca que había al lado. Descorchó la última botella de champán, sirvió dos copas y me dio una.
—Feliz año nuevo, cariño —dijo.
La encantadora soltera del
Reader's Digest
también gozaba de cierta reputación como comadrona. Bueno, exactamente como comadrona no, pero había hecho una labor tan espléndida criando a aquel expósito que otras mujeres acudían a ella —que nunca había estado casada— en busca de consejos sobre cómo tener hijos y cuidarlos. Y, según cuenta el artículo, nunca le faltaba tiempo para ir a echar una mano.
A mí no me parece del todo justo. En primer lugar, yo tenía diez años y, cuando quedé a cargo de la tía Mame, hacía mucho que había dejado atrás la etapa de los pañales y los biberones. Si hubiese sido más joven, quién sabe lo que habría ocurrido.
Sin embargo, la tía Mame estaba más que dispuesta a interrumpir sus quehaceres y sumergirse en los de los demás, y, aunque nunca había tenido ningún bebé, ni había estado con bebés y ni siquiera le gustaban los bebés, se consideraba perfectamente capaz de ayudar a una joven durante su maternidad.
Pensé que no volveríamos a oír hablar del desdichado Brian O'Bannion ni de la aún más desdichada Agnes Gooch, pero no fue así. Un año y medio después, mi vida y mi carrera académica se vieron invadidas por Agnes en persona y, al menos de forma indirecta, también por Brian. Era mi último trimestre en la Academia de San Bonifacio, en Apathy, Massachusetts, y estaba contando los días para que la ceremonia de graduación me liberase de aquella sombría institución. Pero una fría tarde de primavera, mientras desfilábamos —en la San Bonifacio nunca andábamos: desfilábamos— después de misa camino del patio, oí un silbido procedente de unos arbustos. Me volví y me quedé observando fijamente aquellos matorrales. Todos lo hicieron. Era Ito. Asomó una mano, puso uno de los grandes sobres azules de la tía Mame entre las mías y luego desapareció tras el camuflaje protector de la forsitia.
Cuando llegamos a los vestuarios, fui directo al baño, cerré la puerta de un portazo y rasgué el sobre.
Cielo, cariño:
¡Ven enseguida! Te necesito. Te esperaré disfrazada de pies a cabeza en la Vieja Confitería de las Persianas Verdes.
¡Date prisa!
TU TÍA MAME
Esperé hasta que oí a los demás salir estrepitosamente hacia la pista de atletismo, luego me escabullí a toda prisa del edificio, salté la tapia y corrí al salón de té por los callejones traseros del pueblo.
La Vieja Confitería de las Persianas Verdes era el único lugar de reunión que tenían las señoronas de Apathy, quienes se veían allí todas las tardes para ingerir cantidades ingentes de té y caramelos de café con leche. El local estaba abarrotado cuando llegué, pero no tuve ninguna dificultad para reconocer a la tía Mame. Ocupaba el rincón más oscuro, y llevaba puesto un ajustado vestido negro, un enorme sombrero negro con un velo muy tupido, gafas oscuras y una capa negra de astracán. Si hubiese ido desnuda, no habría llamado tanto la atención entre los rancios estampados de seda y los abalorios de ámbar que la rodeaban. Fui directo a su mesa.
—Tía Mame…
—Ay, cielo —susurró con voz áspera—, tu devoción por mí es tal que no hay disfraz capaz de ocultarme ante tus ojos. ¿No has podido venir antes?
—¿Qué pasa, tía Mame? —pregunté—. ¿Qué haces tú en Apathy, y por qué vas disfrazada?
—He venido en misión de auxilio, cariño, y necesito tus jóvenes y fuertes brazos y la agilidad de tu cerebro para ayudarme.
—Deberías estar en la academia, chico —nos interrumpió la camarera—, pero en fin, ¿qué vas a tomar?
—Una hamburguesa con queso y un batido de chocolate —respondí.
—No tomará nada —dijo la tía Mame—. Tráiganos la cuenta. Nos vamos.
Me disgusté un poco tras la dieta constante de estofados aguados y sopas con bromuro de la San Bonifacio, pero me picaba demasiado la curiosidad para discutir.
—¿Qué ocurre, tía Mame? —pregunté—. ¿Qué ha sucedido?
Se quitó las gafas oscuras y me miró con ojos centelleantes.
—Es Agnes Gooch. ¿Cómo habéis podido hacerle eso a una pobre virgen inocente?
—¿Qué es lo que he hecho? No he visto a la buena de Cuatro ojos desde…
—No hablaba de ti en particular —respondió irritada la tía Mame—, sino de los hombres en sentido colectivo… Y, en concreto, de Brian O'Bannion, ese poetastro vulgar y pretencioso de quinta fila. ¡El muy animal! ¡Abusar así de la pobre Agnes y luego abandonarla a su suerte ante los ojos crueles y censores del mundo!
—No tan deprisa —dije—. ¿Qué ha sucedido?
—¡Sólo lo inevitable! El muy cerdo se llevó a la pobre Agnes a California en el coche que le compré, la sedujo y luego la abandonó, dejándola sola, sin un centavo…, y embarazada.
Varias mujeres se volvieron y nos miraron con los ojos abiertos como platos.
—No hablas en serio —dije. Luego añadí—: Baja un poco la voz, por favor.
—¡Pues claro que hablo en serio! ¿Crees que vendría en plena temporada de Nueva York a instalarme con armas y bagajes en este páramo cultural si no estuviera hablando en serio? La pobre Agnes vino a verme como un animal herido. Fui su único puerto en la tormenta. Como es lógico, no podía volver con esa familia suya tan puritana.
Se me encogió el corazón.
—¿Có… cómo que con ar… armas y bagajes? —Luego comprendí la terrible verdad—. ¿Dónde está ahora Agnes?