Probablemente parezca provocador decir que disfruté de la guerra, pero lo hice. La vida en el Field Service consistía a partes iguales en aburrimiento y emociones. Conocí muchos lugares y caras nuevas. No teníamos que ponernos firmes ni saludar a nadie, y nunca pasé verdadero miedo. Cuando trabajábamos, lo hacíamos de firme, corríamos el riesgo de recibir un disparo y comíamos gachas y ternera seca. Pero cuando nos divertíamos, también era a lo grande: nos alojábamos en el hotel Shepheard y coqueteábamos con la reina Farida en el club de hípica.
La tía Mame me escribió casi a diario. Al principio sus cartas eran largos lamentos sobre lo abatida y sola que se encontraba. Me entristecían, y, por algún motivo, también hacían que me sintiera un poco culpable. Pero en el mes de diciembre se produjo el ataque de Pearl Harbor y su correspondencia empezó a tener un tono muy distinto. Sus cartas estaban llenas de descripciones de sus nuevas actividades y empecé a olisquear el humo de un nuevo fuego, pues, de hecho, la tía Mame se estaba volviendo más belicosa que Alejandro el Macedonio.
«¡He vendido más bonos de guerra que ninguna mujer que haya trabajado jamás en El Morocco! —escribía—. La semana que viene me prestan la sala Iridium como nuevo desafío. Esos capitostes son unos tacaños a la hora de comprar bonos, ¡pero los chantajeo con el patriotismo!». O «Anoche recorrí Washington Square en mi primer apagón. Cariño, ¡no sabes cuántas estrellas hay sobre Nueva York, cuando apagan las luces!». O «Ahora que he superado el récord de enrollado de vendas de la isla de Manhattan, voy a dejarlo. Hay cosas más importantes que hacer y el Servicio de Voluntarias Americanas quiere que presida un nuevo comité». O «¡Estoy tan triste que tengo ganas de echarme a llorar! ¡Me han rechazado en el Cuerpo de Ejército Femenino! ¡La sargento de la oficina de reclutamiento dijo que era demasiado vieja! En fin, no quise insistir, porque esa marimacho tenía dieciocho».
Tenía más uniformes que un general de cuatro estrellas.
Su casa se convirtió en una sede extraoficial de la United Service Organization. Participaba en todos los comités de amazonas de alto nivel de Nueva York. Aun así, encontraba tiempo para hacerme la compra. Toneladas de exquisiteces me siguieron por África e Italia: galletitas y caviar, pralinés y paté, latas de pollo, langosta, carne de cangrejo y galápago. Y, para demostrar que la tía Mame no se había vuelto demasiado realista, un paquete que contenía unas fresas empaquetadas especialmente llevaba estas instrucciones: «Marinar en la nevera con champán y rodajas de lima muy finas. Deliciosas con el faisán». En una caja sólo había frascos de medicina con etiquetas como «Una cucharadita antes de las comidas» y «Aplicar en el área irritada antes de retirarlo». Me extrañó mucho hasta que las olisqueé y descubrí que todas las botellas contenían bourbon de barrica, que la tía Mame había introducido en frascos de farmacéutico como astuta forma de burlar las regulaciones postales de los Estados Unidos. Pero, a medida que avanzaba la guerra, noté que empezaba a inquietarse. En 1944, recibí una carta en la rambla seca que hay al pie de Monte Cassino. Empezaba:
Querido Patrick:
No sé por qué me siento tan triste últimamente, pero así es. Esta casa vacía, la terrible soledad de la multitud. Por supuesto, estoy muy atareada con mi trabajo, pero ¡es tan impersonal! Sé que la primera función de la mujer es la maternidad y…
Fue todo lo que leí. Se oyó un terrible silbido y una explosión. Cuando desperté, estaba en un hospital británico en Caserta con un ordenanza inglés que no hacía más que decir:
—Hemos tenido suerte de poder salvarte la pierna, amigo. ¿Qué tal una taza de chocolate calentito Ovaltine?
En mayo, el barco hospital atracó en Nueva York. Di las gracias a todos los médicos y enfermeras, rechacé los servicios de una ambulancia de la Cruz Roja y me alejé renqueando por el muelle. Fingí estar más cojo de lo que estaba en realidad, y me las arreglé para parar un taxi desvencijado que me llevó a Washington Square. Llegué a la enorme puerta principal justo cuando la tía Mame salía con su vestido de dama gris, que le daba una pinta convenientemente etérea.
—¡Cariño! —gritó—. ¡Cariño, cariño! —Me tomó entre sus brazos y rompió a llorar. Luego me arrastró hasta el salón vacío y preparó dos cubalibres muy cargados—. ¡Aleluya! —gritó, blandiendo un ejemplar de Stendhal por la habitación—. Iba camino del hospital a leerles
La Chartreuse de Parme
a los chicos. Pero, ahora que has vuelto, tesoro mío, ahora que has vuelto, siento que me darás fuerzas para aprovechar la oportunidad más maravillosa que jamás se ha cruzado en mi camino. ¡Oh, cariño, es una jugada del destino! Contigo a mi lado, aunque estés cojo, siento que puedo apartarme de la periferia de
la guerre
y meterme de lleno en plena contienda.
—¿Qué estás diciendo? ¿Estás pensando en alistarte?
—¡Oh, Patrick, cariño, ha ocurrido algo maravilloso! Bueno, en realidad es terrible, pero para mí es maravilloso. En fin, no hay mal que por bien no venga y demás. Después de todo es el destino de toda mujer y ahora, contigo a mi lado, puedo enfrentarme a él.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Verás, cariño, esta mañana lo oí en las noticias. Se trata de una tal señora Armbruster de Southampton…, viuda, como yo, aunque mucho mayor…, que acogió a seis adorables refugiados de guerra ingleses mientras durase la guerra. Hoy, mi oficial al mando en el Servicio de Voluntarias Americanas ha llamado para contarme que la pobre señora Armbruster ha fallecido de repente. ¿No es maravilloso?
—¡Genial! —respondí—. ¿Qué tenías contra ella?
—¡Oh, nada, cariño! Era una auténtica santa. Pero, Patrick, mi comandante quería saber si yo podría acoger a uno…, o tal vez a dos…, de ellos y me apetece muchísimo. Sin embargo, algo me lo impedía. No obstante, contigo aquí —me miró con los ojos brillantes—, sé que puedo ofrecerles un padre y una madre a los seis.
—¡Eh, oye…! —empecé. Era demasiado tarde. Ya estaba al teléfono.
La tía Mame sabía actuar deprisa cuando quería, y, al cabo de unos diez días, había alquilado una enorme casa en Long Island, colocado a todos sus criados, a excepción de Ito —que era japonés y por tanto sospechoso—, en la fábrica de material de guerra Sperry Gyroscope para que aportasen su granito de arena, cerrado la casa de la ciudad y comprado un montón de ropa para el campo y una ranchera de segunda mano por el doble de precio de lo que le habría costado nueva. Luego dimitió de su puesto en todas las organizaciones bélicas para poder dedicar todo su tiempo a ejercer de madre devota. Antes de tener ocasión de decirle que no me apetecía lo más mínimo criar a seis niños me vi en la ranchera con Ito al volante por el camino de entrada al que iba a ser nuestro hogar mientras durase la guerra.
La tía Mame nunca hacía nada a medias, y tengo que reconocer que me impresionó mucho la casa que había alquilado. Se llamaba La Posada Peabody, el edificio databa de antes de la Revolución y tenía unas veinte habitaciones. Desprendía un auténtico aroma de época. Había cinco placas en la puerta principal proclamando los tratados que se habían firmado en su interior, la antigüedad y el estado de conservación de la estructura y otras notas de interés para los historiadores. Los jardines eran preciosos, y el césped parecía el
green
gigantesco de un campo de golf.
La señorita Peabody en persona, después de repetir cuatro veces que representaba a la décima generación que vivía allí, nos saludó al lado de la puerta de doble hoja. Era una mujer huesuda y una esnob de tomo y lomo. Apenas tardó un minuto en contarnos que era Hija de la Revolución Americana, Dama Colonial, Hija de Cincinnati, Descendiente del
Mayflower
y otra serie de cosas no menos deprimentes. Repasó los principales acontecimientos históricos ocurridos en la Posada en los últimos doscientos o trescientos años, describió el peregrinaje anual que hacían allí muchos historiadores cada primavera y sacó un grueso libro de recortes con las fotografías de las habitaciones que habían aparecido en
Antiques, House and Garden
y
Country Life
, y otras muchas revistas de moda.
La señorita Peabody nos sirvió un almuerzo muy malo y frugal en vajilla de Lowestoft y nos llevó a dar una vuelta por la casa: nos mostró el empapelado Revere auténtico, las no menos auténticas sillas Windsor, los genuinos retratos pintados por Copley de difuntos Peabody, las vigas de madera tallada originales y los entarimados con clavos. Tocó cada calentador de cama, cada jarra de peltre y cada tapete de ganchillo con la misma veneración que si fuesen trozos de la Vera Cruz. La tía Mame, con pinta de aristócrata rural, vestida de tweed y bastón taburete en mano, reprimió varios bostezos y expresó una fingida admiración por aquel lugar.
Tras impresionarnos durante más de dos horas, la señorita Peabody nos entregó un ejemplar del inventario que establecía el valor de los muebles en un poco menos de ciento setenta mil dólares y repitió por cuarta vez que nunca se le había ocurrido pensar en alquilar la casa, pero, ya que la tía Mame era toda una señora, y con aquellos impuestos tan altos por culpa de la guerra, había decidido hacer una excepción sin que sirviera de precedente. Olvidó mencionar que le sacaba a la tía Mame quinientos dólares al mes en concepto de alquiler.
—¿No es un sitio un poco frágil para traer aquí un montón de críos? —empecé.
La tía Mame me echó una mirada siniestra que significaba: «cierra el pico». Pero la señorita Peabody estaba tan ocupada mostrándonos el vidrio soplado del montante de las puertas que ni siquiera me oyó.
—Bueno, más vale que me vaya, señora Burnside —dijo la señorita Peabody poniéndose los guantes—. No sé cómo decirle lo feliz que me hace dar la oportunidad de vivir aquí a dos auténticos entendidos. ¡Adiós!
Se metió en el coche y se marchó.
La tía Mame se quitó la chaqueta de tweed, se secó la frente, se sirvió un par de copas y luego revoloteó por las enormes habitaciones de la Posada.
—¡Oh, cariño! ¿No te encanta este antiguo y pintoresco lugar? ¡No como el de los Upson, sino verdaderamente viejo, antiguo y hogareño! Estoy deseando ir a la droguería y comprar botes y botes de pintura en tonos pastel…, hay que remozar este sitio por completo. Ya sabes lo interesados que están hoy en día los psicólogos por la terapia del color. Y piensa en el bálsamo que será para los nervios destrozados por la guerra de esos niños refugiados el corretear por estas antiguas y sosegadas habitaciones.
—¿Qué opina la señorita Peabody de que vayas a pintar su museo?
—No tengo ni la menor idea —dijo la tía Mame echando la ceniza en un cuenco Worcester—. Todavía no se lo he dicho.
—¿No crees que sería mejor preguntárselo?
—Pensé que sería más divertido darle una sorpresa, cariño.
—¿Y estás segura de saber qué es lo que le parece divertido? —pregunté.
—¡Oh!, no seas tan envarado, Patrick. Ya veo que la guerra no te ha suavizado nada.
—Raramente causa ese efecto.
—En fin, si tú…, cielos —dijo consultando el reloj—, tendremos que darnos prisa si queremos llegar a Southampton a tiempo de recoger a los niños. Le dije a la señorita Pringle que estaríamos allí a las tres en punto. Estará preparada y los niños también. Así tendremos tiempo de llegar aquí a la hora del té. Tendremos que acostumbrarnos a tomar el té a diario. Es muy importante que esos pequeños británicos aprendan las costumbres de su país, pobres criaturas arrancadas de raíz. Psicológicamente es muy perjudicial interrumpir los patrones de comportamiento durante los años formativos.
* * *
Cuando llegamos al triste hogar de la difunta señora Armbruster eran casi las cuatro. Parecía una de esas casas elegantes, pero, vista de cerca, me dio la impresión de estar un tanto desvencijada y abandonada. Me sorprendió que aquella santa y ejemplo social de nuestros días hubiese permitido que su casa se fuese a pique de ese modo, pero lo atribuí a las penurias de la guerra. Había muchos niños persiguiéndose unos a otros por el césped, y una mujer con ojos alucinados que paseaba arriba y abajo por el camino de delante de la casa y tenía una expresión de agobio pintada en el semblante.
—¡Hola, hola! —llamó alegremente la tía Mame—. ¿Es usted la señorita Pringle? He venido a recoger a los niños.
—¡Gracias a Dios! —respondió la señorita Pringle—. Será un placer irme de aquí.
—Ya lo supongo, querida. ¡Qué terrible para esos pequeños tener que vivir en la casa después del… fallecimiento de la pobre señora Armbruster!
—No sabe usted la suerte que tuvo —respondió la señorita Pringle, aunque la tía Mame no la oyó—. En fin, será mejor que vaya a buscarlos. ¡Niños! —gritó—, ¡venid aquí ahora mismo! —Los niños no le hicieron ningún caso—. Dios —gruñó—, no sé lo que daría por llamar una vez a esos mocosos y que me obedecieran. ¡Eh, Edmund! Deja de trotar por ahí. Llama a los demás y venid aquí. Albert, cuida de Margaret Rose. No, no te he dicho que la empujes, te he dicho que… ¡Gladys! ¡Maldita sea!
—Ahí tienes —susurró la tía Mame— a una mujer que no quiere ni entiende a los niños. Qué espectáculo tan lamentable. Tendré que tratar de inculcarle algunos principios básicos de psicología infantil.
—Puede que sea recomendable esperar a que los meta en el coche antes de tratar de inculcárselos.
—¡Oh, qué delicia de niños! —murmuró la tía Mame—. ¡Con ese tono rosa y dorado de la tez británica! ¡Tan de Yardley!
La tía Mame era miope y demasiado presumida para llevar gafas, pero mi vista era lo bastante aguda para ver que Yardley se habría arruinado hace muchas generaciones si hubiese causado esos efectos en la piel: eran los típicos niños cockney bajitos, de rodillas huesudas y costillas prominentes que uno ve en los suburbios londinenses. Y los cinco años pasados con la santa señora Armbruster no habían contribuido a mejorarlos.
Por fin, la señorita Pringle se las arregló para que los seis se colocasen en fila delante del coche. La tía Mame les dedicó una sonrisa beatífica y les habló como una auténtica hada madrina:
—Buenas tardes, mis primitos ingleses. Soy la señora Burnside, pero podéis llamarme tía Mame.
—¡Claro, hombre! —dijo el mayor. Los demás prorrumpieron en ruidosas carcajadas.
La tía Mame pareció un poco sorprendida, pero rió también.
—Después de todo, un poco de diversión es la mejor medicina —me dijo en un breve aparte—. Y éste —prosiguió volviéndose hacia mí con un gesto teatral—, es mi sobrino, que acaba de regresar después de que lo hiriesen combatiendo con las fuerzas británicas. —Alguien emitió un ruido grosero—. Bueno —continuó la tía Mame—, ya que vamos a vivir juntos hasta que vuelva a prevalecer la cordura en el mundo…