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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (35 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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–He cogido algunas cosas…

–¿Algunas? –repitió Tommy, y se encaminó hacia él.

Henrik dio un paso atrás.

–¿Y? –preguntó–. He trabajado mucho. He planeado todos los asaltos, y vosotros solo…

–Henke –lo interrumpió–, hablas demasiado.

–¿Yo hablo demasiado? Puedes…

Pero Tommy no lo escuchó, le dio un puñetazo en el estómago, un golpe duro, y Henrik retrocedió tambaleándose. Tenía una piedra detrás; se sentó pesadamente en ella y bajó la mirada.

El anorak tenía una raja. Un delgado corte recorría el tejido hacia su ombligo.

Tommy hurgó con rapidez en los bolsillos del anorak de Henrik y sacó las llaves del coche.

–No te muevas…, si lo haces te vuelvo a rajar.

Henrik no se movió. Tenía el estómago encogido.

El dolor le llegaba en oleadas; de pronto se inclinó y vomitó entre las piernas.

Tommy se apartó un par de pasos, se recolocó el fusil sobre el hombro y se guardó el afilado destornillador en el bolsillo trasero.

Henrik tosió con dificultad y alzó la vista hacia él.

–Tommy…

Pero este se limitó a negar con la cabeza.

–¿Crees realmente que nos llamamos Tommy y Freddy? Esos son nuestros nombres artísticos.

A Henrik se le habían acabado las palabras. También las fuerzas. Continuó sentado en la piedra en silencio.

Mientras, Freddy había seguido cargando la mercancía robada en la furgoneta. Al fin cerró la puerta trasera.

–¡Listo!

–Bien. –Tommy enderezó la espalda, se rascó la mejilla y miró a Henrik–. Tendrás que coger el autobús de vuelta…, o lo que pase por aquí. ¿Un carro de caballos?

Él no respondió. Siguió sentado en la piedra y observó a los dos hermanos. Freddy se sentó sin prisa tras el volante de la furgoneta mientras Tommy se acomodaba en el Saab de Henrik.

Le estaban robando el coche y la barca, y él solo podía mirar.

Los vio alejarse por la carretera de la costa.

Al fin se apartó la mano del estómago y miró. La raja de su anorak se había teñido de rojo.

Sin embargo, no sangraba mucho, apenas un hilillo. Una vez había donado sangre y le sacaron medio litro. Aquella pérdida no era nada.

Un poco de dolor de estómago, una pequeña conmoción y un vómito. No corría ningún peligro.

Al fin consiguió ponerse de pie. La sangre le palpitaba en la herida al mismo ritmo de las olas que rompían en la playa, pero podía caminar. Seguramente no le había tocado los intestinos ni el hígado.

Había empezado a soplar un viento frío del mar. Henrik recordó que su abuelo había muerto allí solo un día de invierno, pero luego alejó ese pensamiento.

Apretándose el abdomen con la mano se encaminó hacia el cobertizo. La puerta estaba entreabierta, y se detuvo en el umbral.

Toda la mercancía robada había desaparecido. El único consuelo era que Tommy y Freddy también se habían llevado la vieja lámpara. Quizá ahora serían ellos los que oyeran el golpeteo.

Caminando con dificultad, cruzó el umbral y se dirigió al banco de carpintero de su abuelo.

Allí estaba la vieja hacha de madera de Algot, pequeña pero fiable. Y la alargada y delgada guadaña se hallaba en un rincón. Cogió ambas herramientas y salió despacio a la nieve.

El candado se había caído al suelo y Henrik no lo encontró. Lo único que pudo hacer fue cerrar la puerta.

Luego echó a andar, alejándose del camino y los cobertizos y se dirigió al prado junto a la playa.

Caminó hacia el norte por la costa, con la cabeza agachada; avanzaba en diagonal al vendaval. El gorro de lana y el anorak forrado lo protegían, pero le escocían la nariz y los ojos.

Henrik se olvidó del frío, solo caminaba.

Los hermanos Serelius, o como se llamaran, lo habían agredido y le habían robado la barca. Y habían hablado de ir a Åludden.

En ese caso, Henrik los encontraría.

28

Tilda llamó a la puerta del apartamento de Henrik Jansson: un largo timbrazo. Esperó en silencio junto a Mats Torstensson, uno de sus colegas de la ciudad.

Era la víspera de Nochebuena. Aquel asunto debería haberse resuelto hacía tiempo, pero Jansson no había aparecido por la comisaría a pesar de haber sido citado a declarar sobre la serie de robos perpetrados en el norte de Öland. Si no estaba dispuesto a ir por su cuenta, tendrían que ir a buscarlo.

El silencio era absoluto. Tilda llamó de nuevo, pero nadie abrió; tampoco oyó nada cuando pegó la oreja a la puerta. Probó con el picaporte: estaba cerrado con llave.

–Estará de viaje –sugirió Torstensson–. Se habrá ido a casa de su padre o de su madre para celebrar la Navidad.

–Según su jefe, hoy tenía que trabajar –señaló Tilda–. Solo medio día, pero…

Llamó al timbre de nuevo, al mismo tiempo que abajo sonaba un portazo seguido de los pasos de pesadas botas de invierno subiendo por la escalera. Tilda y Torstensson volvieron la cabeza a la vez: era una adolescente. Llevaba una bufanda de lana que le ocultaba medio rostro y una bolsa con regalos de Navidad en la mano. Echó una rápida mirada a los dos policías uniformados, y, cuando abrió la puerta de enfrente del piso de Henrik, Tilda se le acercó y dijo:

–Buscamos a tu vecino…, Henrik. ¿Sabes dónde puede estar?

La chica miró el nombre de Jansson en la puerta.

–¿En el trabajo?

–Venimos de allí.

La joven reflexionó un momento.

–Quizá haya ido al cobertizo.

–¿Dónde está?

–En algún lugar de la costa este. El verano pasado me propuso que fuéramos a bañarnos, pero me negué.

–Bien –respondió Tilda–. Felices fiestas.

La chica asintió, pero lanzó una mirada de fastidio a la bolsa de regalos como si ya estuviera harta de las celebraciones navideñas.

–Bueno –dijo Torstensson–, pues tendremos que pillarlo después de las fiestas.

–A no ser que nos lo tropecemos por el camino –replicó Tilda.

Eran las dos y media. En la calle hacía frío, casi nueve grados bajo cero, y estaba gris. Atardecía.

–Acabo dentro de un cuarto de hora –prosiguió Torstensson mientras abría la puerta del coche–. Luego tengo que ir al centro…, voy retrasado con los regalos.

Miró el reloj. Seguro que en su cabeza ya se encontraba en casa, sentado frente al televisor con una jarra de cerveza en la mano.

–Solo voy a hacer una llamada… –anunció Tilda.

También tenía cinco días de vacaciones, sin embargo, no quería dejar escapar a Henrik Jansson.

Se sentó en el coche y llamó por segunda vez ese día al jefe de Jansson. Así supo que el cobertizo se hallaba en Enslunda.

Eso estaba al sur de Marnäs, bastante cerca de Åludden.

–Te llevo a la comisaría –dijo ella–. Al volver me daré una vuelta por Enslunda. Seguro que no lo encontraré, pero echaré un vistazo.

–Si quieres voy contigo.

Torstensson era amable y seguro que su ofrecimiento era sincero a pesar del estrés navideño, pero ella negó con la cabeza.

–Gracias, pero pasaré por allí de camino a casa –dijo–. Si encuentro a Jansson en el cobertizo lo traeré aquí y le arruinaré las fiestas. Si no, me voy a casa a envolver regalos.

–Conduce con cuidado –dijo Torstensson–. Se acerca una tormenta de nieve, ¿lo sabías?

–Sí –contestó ella–. Pero llevo las ruedas de invierno.

Regresaron a la comisaría. Después de que su compañero entrara en el edificio, Tilda dio la vuelta con el coche. Estaba a punto de salir del aparcamiento cuando la puerta de la comisaría se abrió de nuevo.

Era Torstensson, le hacía señas con la mano. Tilda bajó la ventanilla y asomó la cabeza.

–¿Qué pasa?

–Tienes visita –respondió él.

–¿Quién es?

–Tu tutor de la escuela.

–¿Tutor?

Tilda no comprendió, pero aparcó y entró en la comisaría. La recepción estaba desierta. Las luces de Adviento brillaban en la ventana y la mayor parte de los policías de la isla ya disfrutaban de las vacaciones de Navidad.

–He conseguido alcanzarla –le dijo Torstensson a un hombre de anchas espaldas que estaba sentado en uno de los sillones de la sala de espera.

El hombre vestía una chaqueta y un jersey de policía gris claro y sonrió satisfecho al ver entrar Tilda.

–Pasaba por aquí –explicó, y se puso en pie. Le alargó un gran regalo envuelto en papel rojo–. Solo quería desearte feliz Navidad.

Era Martin Ahlquist, por supuesto.

Tilda mantuvo el tipo y sonrió.

–Hola, Martin… Feliz Navidad.

Pero enseguida se le tensaron los labios; en cambio, la sonrisa de Martin era cada vez más ancha.

–¿Te apetece un café?

–Gracias –replicó Tilda–. Lo siento, estoy ocupada.

Sin embargo, aceptó el regalo (le pareció una tarta de chocolate), se despidió de Torstensson y se fue al aparcamiento.

Martin la siguió y ella se dio la vuelta. Ya no necesitaba guardar las apariencias.

–¿Qué estás haciendo?

–¿Qué?

–Te pasas el día llamando…, y ahora apareces por aquí con un regalo. ¿Por qué?

–Bueno…, quería saber cómo estabas.

–Estoy bien –dijo Tilda–. Así que puedes irte a casa…, vete con tu mujer. Falta poco para la Nochebuena.

Él siguió sonriendo.

–Lo he arreglado todo –explicó–. Le dije a Karin que dormiría en Kalmar y que regresaría a casa a primera hora de la mañana.

Para Martin todo parecía reducirse a un problema práctico: tener las mentiras bajo control.

–Entonces, hazlo –replicó Tilda–. Vete a Kalmar.

–¿Por qué? Puedo quedarme a dormir aquí, en Öland.

Ella suspiró y se acercó al coche. Abrió la puerta y dejó el regalo de Martin en el asiento trasero.

–Ahora no tengo tiempo. Debo ir a buscar a un chico.

Cerró antes de que él pudiera contestar. Luego arrancó y se fue de la comisaría.

Enseguida vio un Mazda azul detrás de ella.

El coche de Martin. La seguía.

De camino hacia el norte de Borgholm recapacitó sobre las razones de no haber intentado deshacerse de él con mayor empeño. Debería haberle chillado y tal vez escupido: quizá hubiera comprendido esas señales.

Eran las tres y media cuando Tilda llegó al lado este de la isla. La luz diurna casi había desaparecido, el cielo estaba plomizo y la débil nevada se había intensificado. Se había vuelto más agresiva, pensó. Los copos habían dejado de flotar inofensivos en el aire y se habían agrupado para atacar. Se abalanzaban contra el parabrisas del coche patrulla en densas oleadas.

Giró por la estrecha desviación a Enslunda. El Mazda de Martin aún la seguía de cerca.

A la luz de los faros, Tilda vio huellas de coches en la nieve, por lo que al acabar el camino, a unos cincuenta metros del mar, esperaba encontrar por lo menos un par de vehículos aparcados.

Pero la pequeña rotonda estaba completamente desierta.

Lo único que se veía eran huellas frescas en la nieve: rastros de zapatos o de botas que iban de un lado a otro, desde las rodadas hasta uno de los cobertizos. Los copos de nieve ya estaban a punto de cubrirlas.

El Mazda había girado y se detuvo en el camino detrás de ella.

Tilda se puso la gorra de policía, abrió la puerta y salió al viento.

Allí, junto al mar Báltico, nevaba con fuerza. Con ese frío y esa desolación la costa resultaba de lo más hostil. Las olas rompían contra la orilla y habían empezado a fragmentar la capa de hielo.

Martin se había bajado del coche y se le acercó.

–Ese a quien buscas…, ¿tenía que estar aquí?

Ella solo asintió. Prefería no hablar con él.

Martin se encaminó hacia los cobertizos con paso decidido. Parecía haber olvidado que era profesor y no policía.

Tilda no dijo nada, solo lo siguió.

Al acercarse oyeron un repiqueteo; se trataba de la puerta de uno de los cobertizos, que daba golpes con el viento. Casi todas las huellas conducían a ese cobertizo.

Martin abrió la puerta y echó un vistazo dentro.

–¿Es de él?

–No lo sé…, debería serlo.

Los ladrones siempre temen a otros ladrones, pensó Tilda. Les gusta tener buenas cerraduras en sus casas. Si Henrik Jansson se había olvidado de cerrar era porque había sucedido algo inesperado.

Se acercó a Martin y echó un vistazo en la oscuridad. Vieron una mesa de carpintero, algunas viejas redes, otros artículos de pesca y herramientas en las paredes, pero poco más.

–No está aquí –señaló Martin.

Tilda no respondió. Entró en el cobertizo y se inclinó. Sobre las tablas del suelo se veían unas gotitas brillantes.

–¡Martin! –exclamó.

Él volvió la cabeza y ella las señaló.

–¿Qué te parece esto?

Él se agachó.

–Sangre fresca –respondió.

Tilda salió del cobertizo y miró alrededor. Había alguien herido, quizá le habían disparado o acuchillado, pero aun así había conseguido abandonar el lugar.

Bajó por el prado hacia la playa; allí el viento soplaba aún con más intensidad. Encontró marcas borrosas en la nieve: una larga línea de huellas que se dirigían al norte.

Pensó en seguirlas por la playa, pese al viento y el implacable frío del mar, pero las huellas pronto desaparecerían en la nevada.

Por lo que Tilda sabía solo había dos casas habitadas a una distancia razonable a pie: la granja de la familia Carlsson y, más al norte, la de los faros de Åludden. Henrik Jansson, o de quien fueran las huellas, parecía dirigirse a una de ellas.

Una fuerte ráfaga de viento la empujó y Tilda se dio la vuelta.

Regresó a la rotonda.

–¿Adónde vas? –preguntó Martin tras ella.

–Es un asunto confidencial –respondió, y abrió la puerta del coche.

Se sentó sin comprobar si Martin la seguía o no. Luego encendió la radio de policía y llamó a la central de Borgholm. Quería informar de la supuesta pelea habida junto a los cobertizos y comunicar que continuaría hacia el norte.

Nadie respondió.

La nevada arreciaba. Tilda arrancó el motor, encendió la calefacción al máximo y accionó el limpiaparabrisas antes de alejarse de los cobertizos lentamente.

Vio por el retrovisor que el interior del Mazda se iluminaba al abrir Martin la puerta. Luego encendió las luces y empezó a seguirla por el camino de grava.

Tilda aumentó la velocidad antes de mirar hacia el este y ver que el horizonte había desaparecido. Una pared blanca grisácea se cernía sobre el mar precipitándose sobre la costa.

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