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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (18 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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Se acercó a ella, removió su ropa con la punta de la bota, la valoró con la mirada.

—¡Te dije que todo! ¡Pendientes, anillos, el collar, el brazalete!

Le quitó escrupulosamente todas las joyas. De un puntapié lanzó contra un rincón su juboncillo con cuello de zorro azul, los guantes, el pañuelo de colores y el cinturón de eslabones de plata.

—¡No vas a presumir como un papagayo o la medioelfa de un lupanar! Te puedes vestir con el resto de las cosas. Y vosotros, ¿qué cono miráis? ¡Goulue, tráeme alguna vianda, que tengo gazuza! ¡Y tú, tripón, mira a ver qué pasa con mi ropa!

—¡Yo soy el almocadén del pueblo!

—Pues mejor me lo pones —Bonhart pronunció con énfasis y bajo su mirada el almocadén de Los Celos, dio la impresión, comenzó a adelgazar—. Si se me hubiera dañado algo en la colada, como persona de autoridad que eres te haré cargar con las consecuencias. ¡Venga, al lavadero! ¡Y vosotros, en suma, también, largo de aquí! Y tú, gañán, ¿qué haces todavía aquí? Tienes las cartas, el caballo aderezado, ¡échate entonces al camino y al galope! Y recuerda: la cagas, pierdes las cartas o pifias la dirección, ¡y te buscaré y te daré de zurriagazos que tu santa madre ni te va a conocer!

—¡Ya me pongo en camino, poderoso caballero! ¡Ya me pongo!

—Aquel día —Ciri apretó los labios— me golpeó todavía dos veces: con los puños y con la vara. Luego se le pasaron las ganas. Estaba sentado y me miraba sin decir palabra. Tenía los ojos como... como de pez. Sin cejas, sin pestañas. Una especie de bolas acuosas, en cada una de las cuales había un núcleo negro. Clavaba en mí aquellos ojos y guardaba silencio. Aquello me daba más miedo que los golpes. No sabía qué estaba tramando.

Vysogota callaba. Unos ratones corrían a través de la choza.

—Todo el tiempo estaba preguntando quién era, pero yo no hablaba. Como entonces, cuando en el desierto de Korath me atraparon los Pilladores, ahora también huí a lo profundo de mí misma, ahí adentro, si entiendes a lo que me refiero. Los Pilladores dijeron entonces que yo era una muñeca y era una muñeca de madera, insensible y muerta. Todo lo que se le hacía a la muñeca lo contemplaba como desde arriba. ¿Qué más me da que me peguen, que me den patadas, que me coloquen al cuello un collar como a un perro? ¡Pues si ésa no soy yo, si yo no estoy aquí...! ¿Me entiendes? —Te entiendo. —Vysogota asintió—. Te entiendo, Ciri.

—A la sazón, noble tribunal, nos llegó la hora a nosotros. A nuestro grupo. Nos comandaba Neratin Ceka, nos asignaron también a Bóreas Mun, rastreador. Bóreas Mun, poderoso tribunal, hasta una trucha en el río, dicen, sería capaz de rastrear. ¡Así era! Dícese que cierta vez Bóreas Mun...

—Evite la testigo las digresiones.

—¿Lo qué? Ah, sí... Capito. Es decir, nos mandaron lo más que el caballo diera de sí que fuéramos a Fano. Era entonces el decimosexto día de septiembre al albor...

Neratin Ceka y Boreas Mun iban por delante, codo a codo, Cabernik Turent y Cyprian Fripp el Joven, más allá Kenna Selborne y Chloe Stitz, al final Andrés Fyel y Dede Vargas. Los dos últimos cantaban una canción soldadesca de moda en los últimos tiempos, esponsorizada y lanzada por el Ministerio de la Guerra. Incluso entre las habituales canciones militares ésta se distinguía por su molesta pobreza de rimas y enfadosa falta de respeto por las normas de la gramática. Llevaba el título de "En la guerra", puesto que todas las estrofas, y había más de cuarenta de ellas, comenzaban precisamente por estas palabras.

En la guerra todo pasa: a uno la testa le sajan, a otro se dice al albor que tiene las tripas al sol.

Kenna silbaba bajito a su ritmo. Estaba satisfecha de haberse quedado entre amigos, gente que conocía bien del largo viaje desde Etolia hasta Rocayne. Después de hablar con Antillo se esperaba más bien un destacamento aleatorio, el ser añadida al grupo formado por la gente de Brigden y Harsheim. A este grupo le habían asignado a Til Echrade, pero el elfo conocía a la mayor parte de sus nuevos camaradas y ellos le conocían a él.

Iban al paso, aunque Dacre Silifant les había ordenado correr tanto como los caballos dieran de sí. Pero ellos eran profesionales. Galoparon y levantaron polvo mientras estaban a la vista del fuerte, luego aflojaron la marcha. Reventar los caballos y galopar a lo loco está bien para los mocosos y los aficionados, pero la prisa, como es bien sabido, sólo es buena para cazar pulgas.

Chloe Stitz, ladrona profesional de Ymlac, le hablaba a Kenna de sus anteriores misiones con el coronel Stefan Skellen. Kabernik Turent y Fripp el Joven sujetaban los caballos, escuchaban, las miraban a menudo.

—Lo conozco bien. He estado bajo él ya varias veces...

Chloe se trabó un tanto al darse cuenta del ambiguo carácter de la afirmación, pero enseguida sonrió abierta y despreocupadamente.

—También he estado bajo su mando —bufó—. No, Kenna, no temas. En ello no hay obligación por parte de Antillo. No se impuso, yo misma busqué la ocasión y la hallé. Y para ser claros, diré: no se puede una hacerse con protección suya de ese modo.

—Nada en tal gusto planeo. —Kenna abrió los labios, mirando retadora las sonrisas sarcásticas de Turent y Fripp—. No habré de buscar la ocasión, mas tampoco la temeré. Yo no me dejo asustar por cualquiera sea la cosa. ¡Y endeluego que no por una polla!

—Vosotras no sabéis hablar de otra cosa —afirmó Bóreas Mun, mientras detenía el semental bayo y esperaba hasta que Kenna y Chloe se les igualaran—. ¡Y aquí no se ha de combatir con una polla, señoras mías! —dijo, siguiendo el camino junto a las dos muchachas—. Bonhart, para quien lo conozca, pocos tiene en parangón en lo tocante a la espada. Gozoso estaría yo de que resultara que entre él y el señor Skellen no hubiera querellas ni pendencias. Si todo quedara en agua de borrajas.

—Y a mi razón se le escapa esto —reconoció Andrés Fyel desde detrás de ellos—. Paece que no sé qué fechicera habíamos de hostigar, pa eso nos dieron la sentidora, Kenna Selborne, aquí presente! ¡Y agora, en contra, se habla de un fulano nombrado Bonhart y no sé qué rapaza!

—Bonhart, el cazador de recompensas —repuso Bóreas Mun, carraspeando—, tenía un trato con el señor Skellen. Y lo pifió. Si bien le prometiera al señor Skellen que apipiolaría a la tal moza, la dejó con vida.

—Porque a lo más seguro alguno otro le daría más dinero para que se la diera viva que Antillo por muerta. —Chloe Stitz encogió los hombros—. Así son los cazadores de cabezas. ¡No les andes buscando honor!

—Bonhart era de otra manera —negó Fripp el Joven, mirando a su alrededor—. Dada una vez su palabra, jamás de los jamases la rompía.

—En tal caso, aún más peregrino que principiara de pronto.

—¿Y a nosotros qué cono nos importa eso? —Bóreas Mun frunció el ceño—. ¡Tenemos órdenes! Y el señor Skellen está en su derecho de arreclamar lo suyo. Bonhart había de finiquitar a Falka y no la finiquitó. En su derecho está el señor Skellen de exigir que se le dé razón de ello.

—El tal Bonhart —repitió con convicción Chloe Stitz— ha intenciones de cobrar más dineros por ella viva que muerta. He aquí todo el misterio.

—El señor coronel —dijo Bóreas Mun— también al punto lo mesmo pensara. Que Bonhart le prometiera a un barón de Geso, que la tenía jurada a la banda de los Ratas, que le despacharía a la Falka viva en punto a martirizarla y rematarla poco a poco. Mas resulta que no era verdad. No es sabido para qué Bonhart mantiene con vida a Falka, mas con certeza no para el dicho barón.

—¡Señor Bonhart! —El gordo almocadén de Los Celos entró en la taberna bufando y jadeando—. ¡Señor Bonhart, gente armada en el pueblo! ¡Van a caballo!

—Pues vaya una sorpresa. —Bonhart limpió el plato con un mendrugo de pan—. Habría que extrañarse si fueran, digamos, en monos. ¿Cuántos?

—¡Cuatro!

—¿Y dónde está mi ropa?

—Recién lavada... No alcanzó a secarse...

—Que sus lleve el diablo. Voy a tener que recibir a los huéspedes en calzones. Mas ciertamente, a tal convidado, tal recibimiento se ha dado.

Se colocó el cinturón con la espada apretado sobre la ropa interior, metió un poco de los calzones en la caña de las botas, tiró de la cadena que llevaba atada al collarín de Ciri.

—En pie, Ratilla.

Cuando la condujo hacia la galería, ya se iban acercando a la posada cuatro jinetes. Se veía que llevaban encima un largo periplo por caminos destrozados y mal tiempo. Las ropas, el utillaje y los caballos estaban completamente cubiertos de polvo y barro secos.

Eran cuatro pero llevaban un caballo de reserva. Al verlo Ciri sintió un calor intenso aunque era un día muy frío. Era su propia yegua ruana, todavía llevaba su silla y sus arreos. Y los jaeces, regalo de Mistle. Aquellos caballos pertenecían a los que habían matado a Hotsporn.

Se detuvieron delante de la taberna. Uno, seguramente el caudillo, se acercó más, inclinó ante Bonhart un capacete de marta. Era moreno y llevaba un bigote negro que tenía el aspecto de haber sido pintado con un pedazo de carbón sobre el labio superior. El labio superior, se dio cuenta Ciri, se le encogía cada cierto tiempo. El tic hacía que el tipo pareciera rabioso todo el tiempo. ¿O es que estaba rabioso?

—¡Saludos, señor Bonhart!

—Saludos, señor Imbra. Saludos, vuesas mercedes. —Bonhart, sin apresurarse, ató la cadena de Ciri a un gancho en el poste—. Disculpad que esté en paños menores, mas no me esperaba a nadie. Largo camino traéis hecho, ay, largo... ¿De Geso hasta aquí, a Ebbing, os trae la buena fortuna? ¿Y cómo está el noble barón? ¿Quedó con buena salud?

—Como una manzana —repuso indiferente el moreno, encogiendo de nuevo el labio superior—. Mas no habernos tiempo pa cotorrear. Habernos prisa.

—Yo —Bonhart se estiró el cinturón y los calzones— no os entretengo.

—Nos ha llegado la nueva de que te mataste a los Ratas.

—Cierto es.

—Y acorde con la palabra dada al barón —el moreno seguía fingiendo que no veía a Ciri en la galería— tomaste viva a Falka.

—Y esto también me se da que es cierto.

—Tuviste entonces fortuna donde nosotros no la hubimos. —El moreno miró a la yegua ruana—. Vale. Tomaré entonces a la moza y nos iremos a casa. Rupert, Stavro, cogerla.

—Despacito, Imbra. —Bonhart alzó la mano—. A nadie sus vais a llevar. Y aquesto por una ración tan sencilla como que yo no sus la doy. Cambié de opinión. Me dejaré esta muchacha para mí, para mi propio uso.

El moreno llamado Imbra se inclinó en la silla, carraspeó y escupió extraordinariamente lejos, casi hasta las escaleras de la galería.

—Pos si se lo prometiste al señor barón.

—Lo prometí. Pero cambié de opinión.

—¿Qué? Pero, ¿acaso estoy oyendo bien?

—Como tú oigas, Imbra, no me importa un bledo.

—Tres días se te hospedó en el castillo. Por la promesa que le dieras al señor barón comiste y bebiste tres días. Los mejores vinos de la bodega, pavo asado, corzo, foagrás, carasio con nata agria. Tres noches dormiste como un rey entre plumones. ¿Y agora has cambiado de opinión? ¿Sí?

Bonhart callaba, manteniendo una expresión indiferente y aburrida. Imbra apretó los dientes para esconder que le temblaban los labios.

—¿Y sabes, Bonhart, que podemos arrancarte a la Ratilla por la fuerza?

El rostro de Bonhart, hasta aquel momento aburrido y auséntense tensó al instante.

—Intentarlo. Sois cuatro, yo uno. Y para colmo en calzones. Mas para tales cagamos no mace falta vestir pantalones.

Imbra escupió otra vez, dio la vuelta al caballo.

—Puff, Bonhart, ¿qué te pasó? Siempre hubiste fama de ser buen conocedor de tu oficio, hombre de palabra, que la mantenía sin quebraila. ¡Y hete aquí que agora resulta que tu palabra no vale una mierda! Y el hombre se mide por sus palabras, lo sabe cualquiera...

—Si de palabras se está hablando —le cortó Bonhart con tono gélido, apoyando las manos en la hebilla del cinturón—, ándate con mucho ojito, Imbra, de modo que con tanta plática no te salga algo demás de gordo. Puesto que pudiera dolerte si yo te lo tuviera que meter otra vez en el gaznate.

—¡Muy valentón estás contra cuatro! ¿Y habrás suficiente valentonería para catorce? ¡Pos puedo jurarte que el barón Casadei no va a dejar pasar la afrenta sin castigo!

—Te diría lo que le haría a ese barón tuyo, mas la turba se agrupa y en ella hay mujeres y crios. Así que diré tan sólo que en unos diez días estaré en Claremont. Quien quiera hacerse el cabal, vengar afrentas o quitarme a Falka, que se acerque por Claremont.

—¡Allí estaré yo!

—Esperaré. Y ahora largarsus de aquí.

—Le tenían miedo. Le tenían un miedo terrible. Pude sentir el miedo que emanaba de ellos.

Kelpa relinchó con fuerza, agitó la testa.

—Eran cuatro, armados hasta los dientes. Y él uno, en calzoncillos largos, camiseta de manga corta. Hubiera sido ridículo, si no... si no hubiera sido terrible...

Vysogota guardó silencio, mientras entrecerraba los ojos a los que el viento les arrancaba lágrimas. Estaban en una colina que dominaba los pantanos de Perepiut, no lejos del lugar donde dos semanas antes el anciano había encontrado a Ciri. El viento hacía doblarse a los juncos, arrugaba el agua en las riberas cenagosas del río.

—Uno de aquellos cuatro —siguió Ciri, mientras permitía a la yegua que entrara en el agua y bebiera— tenía una pequeña ballesta en la silla, la mano se le iba en dirección a ella. Casi podía oír sus pensamientos: «¿Me dará tiempo a tensarla? ¿A disparar? ¿Y qué pasará si fallo?». Bonhart también vio aquella ballesta y aquella mano, también escuchó aquellos pensamientos, estoy segura. Y estoy segura también de que a aquel jinete no le hubiera dado tiempo a tensar la ballesta.

Kelpa alzó la testa, bufó, tintinearon los anillos del bocado.

—Cada vez iba entendiendo mejor en manos de quién había caído. Sin embargo, seguía sin comprender sus motivos. Escuché su conversación, recordé lo que antes había dicho Hotsporn. El tai barón Casadei me quería viva y Bonhart se lo prometió. Y luego cambió de opinión. ¿Por qué? ¿Acaso quería entregarme a alguien que le pagara más? ¿O de alguna manera había reconocido quién era yo de verdad? ¿Y pensaba entregarme a los nilfgaardianos?

«Nos fuimos de aquella aldea antes del anochecer. Me permitió cabalgar a Kelpa. Pero me ató las manos y todo el tiempo me sujetaba de la cadena que llevaba al cuello. Todo el tiempo. Y viajamos sin pararnos, todita la noche y todito el día. Pensé que me moriría de cansancio. Pero a él no se le veía ni rastro de cansancio. No era un hombre. Era el diablo encarnado.

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