«Los sofotecs, en aquella época, nos parecían dioses, y nadie los entendía ni intentaba entenderlos. Pero yo estudiaba para ser administrador de conejeras, y era cadete, y creía en aquello que predicaban los sofotecs, así que le dije a mi tío que lo que hacía estaba mal. Mal, porque el intruso venía del cinturón de jardines controlado por la Composición Irónica. Mal, porque el intruso quizá no fuera consciente de lo que había hecho; no era un hombre, sólo parte de una mente colectiva, el diente de un engranaje. Mal, porque la policía de los no muertos ya había dictaminado que esa muerte era un accidente, y había pagado el seguro.
»Me mostró su pico, me acercó la punta al ojo, y pude ver por el taladro hasta la celda de extracción. Y sudé (aunque el sudor era un desperdicio según nuestras leyes sobre el agua) porque sabía cuan rápidamente, si él tocaba el gatillo, esa punta absorbería la humedad de los tejidos de mi ojo, mis venas, mi cerebro. Miraba la muerte cara a cara.
»Y el tío Kassad me dijo que de allí venían el bien y el mal. Venían de la boca de un arma.
«Luego apagó su corazón y se acostó. Y el tío Kassim abrió el piso, y bajamos al tío Kassad a la alcantarilla para que se hundiera.
«Tiempo después recibimos una transmisión, una imagen silenciosa de él en su traje, saliendo a salvo de las piscinas de desmontaje, y dirigiéndose al sur por tierra.
«Más tarde recibimos los litros de agua, el pago de muerte, enviados por correo. Era la humedad del cuerpo del que había matado a mi padre. Pero fue enviada por los miembros de la Composición Irénica, nuestros enemigos. Una vez que Kassad mató al intruso, lo apresaron y absorbieron a él, y vaciaron su mente en la de ellos.
«Una vez mi hermanastra, años después, tras las consolidaciones de la Confederación, dijo que vio un cuerpo que se parecía a mi tío, cuidando un árbol en las plantaciones del sur. Dijo que parecía feliz. Pero nunca fui a mirar.
«Quizá la Composición Irénica, que en esa época estaba intacta, creía tener tanta razón y justificación como el tío Kassad, y retribuyó el asesinato de una de sus unidades humanas transformando a mi tío en una de ellas, e imponiéndole una vida de felicidad obtusa. Pero nunca fui a preguntar.
«Pero con eso aprendí que no existían el bien y el mal como valores en los que podamos coincidir; y si existían, no servía de nada si alguien no tenía el poder, el ingenio o la suerte necesarios para imponer el bien. Mi tío Kassad me lo dijo. El bien y el mal salen de la boca de un arma.
—Mariscal —dijo el arma que Atkins empuñaba—, solicito autorización para hablar con franqueza.
—Concedida.
—Si tu tío hubiera tenido razón al decir que el poder da la razón, entonces el mero hecho de que su enemigo fuera más fuerte, por su propia teoría, le quita la razón. ¿Esto es lo que cree el mariscal? ¿Que no hay razón para el deber, el honor, la obediencia? ¿Que no hay razón para llevar la vida que ha llevado el mariscal?
Atkins frunció el ceño.
Al cabo de un tiempo breve que a él le pareció muy largo, murmuró:
—Muy bien. Cancela la última orden. Vuelve a tu puesto.
La daga se durmió y él la envainó.
Faetón, con un gesto, disipó la imagen del espejo y llamó a uno de sus maniquíes.
—Drake, por favor, visita al mariscal Atkins, preséntale mi enhorabuena, y escóltalo fuera de la nave antes de que cometa algún desaguisado.
Dafne miraba a Faetón con una mezcla de pasmo, impaciencia, diversión y cólera.
—¿Pensabas quedarte sentado sobre tus posaderas y mirar mientras él saboteaba tu nave? —preguntó—. ¿Y si te hubieras equivocado acerca de él?
—Un buen ingeniero siempre tiene un plan alternativo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no me atrevería a enfrentarme al mariscal Atkins en ningún campo de batalla, en tierra, espacio, mar, sueño o aire, excepto aquí. En cualquier otro sitio, él tendría tales armas y ventajas que cualquiera estaría indefenso. Excepto aquí. A bordo de mi nave. Estoy en mi elemento. Yo construí este lugar. Controlo lo que sucede aquí. Por eso él no sabía que yo lo espiaba.
—¿Y qué habrías hecho?
Faetón sonrió expansivamente.
—Los remotos son una tecnología fascinante. Cada uno tiene una molécula artificial en su sistema de navegación inercial, totalmente protegida del exterior, que registra el movimiento por desplazamiento de la capa de electrones en los átomos de superficie. Esta protección normalmente impide que nadie interfiera. Porque, normalmente, no hay un proyector de partículas fantasma para teleportar electrones por el vacío básico hasta el corazón de esas pequeñas máquinas y desactivarlas.
—¿Has deducido cómo controlar el proyector de partículas fantasma?
—No del todo. Hay circuitos que no puedo identificar hasta que se activan. Pero el proyector está en mi nave, y es una máquina... Bien, si está en mi nave, es sólo cuestión de tiempo.
Dafne sonrió, compartiendo la emoción de Faetón, y encantada de verlo tan feliz. Señaló el espejo que antes enfocaba a Atkins.
—Él te agrada, ¿verdad?
Faetón puso cara de sorpresa. Ella sabía que no tenía muchos amigos en la Ecumene Dorada, y pocos hombres que admirase.
—Sí —dijo él—, en verdad me agrada mucho. No sé por qué. Somos opuestos. Yo soy un constructor, y él es un destructor.
—Opuestos no. Dos caras de la misma moneda. Y ambos usáis una armadura vistosa.
Él se echó a reír.
—Mis chequeos de sistemas casi han terminado —dijo—. Helión ha regresado a su torre, y ha generado una zona de baja presión en el plasma, un remolino que nos llevará hacia el núcleo, y está extrayendo la mayor parte de la energía de este hemisferio magnético para extender las líneas de fuerza paralelas a nuestra línea de movimiento, con el objeto de reducir la resistencia al mínimo.
Dos espejos se encendieron a izquierda y derecha. El de la izquierda mostraba una imagen de rayos X del plasma, con un vasta turbulencia de oscuridad y relativa frialdad, y un pozo rojo de fuego inconcebible que giraba lentamente. El espejo de la derecha mostraba un plano más alto: como una diminuta asta de oro, la
Fénix Exultante
colgaba bajo el esbelto puente de la dársena lateral de la Plataforma Solar. En el espacio se extendía una titánica columna de fuego, encima del pozo negro, y centrada en la
Fénix.
Esta columna se internaba en el espacio y se curvaba majestuosamente al este. Era una prominencia, con un pie sobre la mancha solar que había bajo la
Fénix
y el otro encima de la hermana magnética de la mancha solar al este. Esta prominencia era creada por plasma atrapado en las líneas de campo magnético que Helión había arrancado de la enorme aura del Sol y apuntado verticalmente aquí.
La mancha solar era más vasta que la superficie de la mayoría de los planetas; la prominencia sostenía un arco debajo del cual planetas gigantescos habrían pasado con espacio de sobra. El espejo también transmitía un siseo siniestro; era una representación del ruido del aluvión de partículas que descendían por el tomado vertical de la prominencia y vibraban contra el casco invulnerable.
—Bien —dijo Faetón—, casi estamos listos para partir. ¿Ves? Sólo esperamos a que las corrientes que crean el tomado acumulen más energía. ¿Celebramos el lanzamiento?
Ella parpadeó.
—¿Dijiste celebrar?
—¡Por cierto! ¡Es la Noche de los Señores! ¡La víspera de la Trascendencia! Un tiempo de grandes hazañas y esplendor. ¿Qué bebemos? —Llamó a sus criados—. ¿Champán?
—¿Te parece apropiado? —preguntó Dafne—. ¡Quizás estemos a punto de morir!
—Entonces mejor morir con elegancia, ¿no te parece?
Ella lo miró y entornó los ojos esmeralda.
—Sé lo que pasa. Eres libre. Al cabo de trescientos años de construir, soñar, trabajar y hacer, esta nave está finalmente lista para volar. Ya sé que durante el último día ha estado volando. Pero no era de tu propiedad. Y Atkins estaba a los mandos, no tú. Y tenías que preocuparte por los Exhortadores, o los recuerdos faltantes, o alguien que intentara detenerte Bien, ya nadie intenta detenerte, ¿verdad?
—Si no cuentas esa máquina de guerra inconcebiblemente maligna ' superinteligente enviada desde una civilización muerta por razones incomprensibles, a la cual estoy a punto de enfrentarme descendiendo al infierno en una nave desarmada y totalmente abierta, exponiendo a la mujer que amo y a toda mi civilización a un espantoso peligro, bien, salvo por eso, todo está bien. ¿Quién querría detenerme?
—¿No crees que deberíamos estar más abatidos, dadas las circunstancias? Los héroes de mis historias siempre pronuncian discursos sombrío; y solemnes, saludando cálidos ocasos con espadas ensangrentadas, o lanzando trompetazos de desafío desde almenas desiertas, cuando se disponen a morir.
Él alzó su delicada copa para brindar, y la luz chispeó alegremente en las burbujas que bailaban en el vino.
—Pero yo no soy el héroe, querida mía. Ao Aoen, justo antes de mi juicio ante los Exhortadores, me dijo que yo soy el villano. Y creo que venceré a esta máquina Nada. Esa esperanza y confianza me deleita; no creo que el destino sea más cruel con quienes se inquietan que con quienes se ríen. Así que río. Los villanos de ópera bufa siempre se vanaglorian, ¿verdad?
Ella río también al verlo de tan buen ánimo al borde de un peligro tan profundo.
—Bien —dijo—, si tú eres el villano, amor, ¿quién es el héroe?
—Heroína, querrás decir. ¿Quién otra? Nacida en fea pobreza entre los primitivistas, tentada por sensuales hedonismos en su juventud, voluptuosos señoriales Rojos y misteriosos Taumaturgos; luego, por un tiempo, casada, sí, y felizmente, con un apuesto (con toda modestia) príncipe. Pero luego... ¡Crueldad! ¡Hadas malignas! ¡Ella despierta para descubrir que todo es un sueño, que es sólo el maniquí y el juguete de una bruja malvada que le ha robado el príncipe, el nombre y la vida! La bruja se suicida y el príncipe parte al exilio. ¿Quién es tan valiente y justa como para salvarlo? ¿Quién sino Dafne? Nuestra heroína lo arriesga todo para salvar a su hombre, acepta el exilio y la pobreza, sobrevive a la cercanía del mortífero Atkins, transforma al sapo en príncipe y...
voilá!
Él recobra la nave y él, por lo menos, vive feliz para siempre. Todavía tengo la esperanza de que compartas esa vida y esa felicidad, pero no recuerdo que hayas respondido a mi requerimiento. ¿Lo hiciste?
—Sí.
—¿Sí, qué? ¿Sí, accedes a casarte conmigo, o sí, no respondiste la pregunta?
—¡Sí!
—¿Cuál si?
En ese momento sonó el claxon de desembarco, y sus tronos los envolvieron en un capullo protector, así que él no oyó la respuesta.
La
Fénix Exultante
cerró las escotillas, cortó las válvulas, retiró las mangas de combustible y las amarras, hizo una pausa, y cayó como una lanza desde la dársena a la turbulenta locura del remolino de fuego.
De inmediato la presión fue inconcebible, y los espejos del puente se oscurecieron. No era posible una vista externa, por luz, radar ni rayos X, porque la densidad del plasma era tan grande que el entorno se enturbió al instante.
La gran nave descendía entre dos corrientes de gránulos. Las sustancias calientes, mil kilómetros a izquierda y derecha, fluían hacia arriba, y una capa de relativa frescura la impulsaba irresistiblemente hacia abajo.
—¿Por qué está oscuro? —preguntó Dafne—. ¿No estamos entrando en las capas superiores del Sol?
—Estamos pasando de la fotosfera a la zona convectiva. Ésta es una de las partes más frías del Sol, el quince por ciento externo del núcleo. Hay más iones en el plasma exterior que a mayor profundidad, y bloquean la radiación fotónica. La mayor parte del calor nuclear es llevado por corrientes de convección. Pero los espejos están oscuros porque el entorno es homogéneo. Más abajo, deberíamos alcanzar otra proporción de radiaciones gamma y de rayos X, y podremos formular una suerte de imagen. Aquí...
Un espejo se encendió para mostrar una oscuridad interrumpida por una línea blanca vertical. La línea temblaba.
—¿Qué es eso?
—Una vista de mis cámaras de popa, una imagen de frecuencia ultraalta. Esa línea de fuego es la descarga del impulsor principal. Podría ajustar la imagen para hacer visible la turbulencia causada por nuestra estela. El resto de la imagen es negra porque el Sol no genera rayos cósmicos en esta longitud de onda tan alta. El impulsor está más caliente que nuestro entorno, y por eso el plasma no regresa a las toberas.
Dafne miró los negros espejos de proa, la trémula línea blanca en la visión de popa.
—No es gran cosa, ¿verdad? —dijo con desencanto. La liviandad de ánimo del brindis de un instante atrás se había ido. El rostro y el tono de Faetón se habían vuelto fríos, intensos, firmes.
Pasó el tiempo. Una hora. Dos horas.
Dafne desactivó su sentido del tiempo, con órdenes de que la despertasen cuando algo cambiara.
Despertó cuando estaban a mayor profundidad. Las estimaciones de retropresión del impulsor mostraban que la corriente de subducción había llevado a la
Fénix Exultante
mucho más abajo de lo que había ido cualquier sonda anterior. Estaban a unos mil kilómetros sobre la capa radiactiva, desplazándose por un medio tan denso que la
luz
necesitaba un sinfín de siglos para atravesarlo, tan espeso que aun la
Fénix,
avanzando con toda la fuerza de sus impulsores principales, se arrastraba a una velocidad que se medía en kilómetros por hora.
Un parloteo siseaba en uno de los espejos cercanos.
—¿Qué es eso? —preguntó Dafne.
—El proyector de partículas fantasma todavía emite estallidos periódicos. Ése fue el más reciente. No puedo interpretar los códigos encastrados en el proyector, pero creo que está usando fuentes de neutrinos de cuásares distantes como puntos de orientación, y sigue buscando el lugar donde podría estar la
Fénix Silente,
como la llamo yo. No puedo bloquear las transmisiones con los impulsores abiertos. Pero como quiero que la
Fénix Silen
te
nos encuentre, no me importa.
Dafne lo miró escépticamente.
—Es una idea descabellada, ¿verdad? ¿Realmente hay algo en esas tinieblas, buscándonos, un enemigo al acecho?
—Quizá. A menos que el enemigo se haya ido hace mucho, y hayamos estado persiguiendo sombras todo este tiempo.