Dafne envió una imagen de su propio rostro, los ojos saltones, los hombros encogidos, con un texto que decía:
Si esto es un holograma, ¿de dónde viene la música?
Faetón respondió que quizá fueran partículas fantasma que salían de la singularidad y generaban billones de moléculas de aire, suficientes para formar ondas de presión y crear vibraciones sonoras. En tal caso, la hazaña era pasmosamente compleja, causalmente imposible, una imposibilidad sobre otra para crear algo tan simple como un suspiro de cuerdas e instrumentos de viento.
—¿Qué? ¿Esto es para impresionarnos? —susurró Dafne por el canal lateral.
Faetón respondió que esta entidad ya había exhibido su poder. El plasma superdenso que aferraba la nave podía, si cambiaban las presiones, perforar aun el casco casi inexpugnable de la
Fénix Exultante.
Esta exhibición estaba destinada a mostrar la delicadeza y fino control de las máquinas de la Ecumene Silente.
—Sí —respondió Faetón—. Trata de impresionarnos.
—Vale —transmitió Dafne con aire impasible—. Pues lo ha conseguido.
Un cuerno imponente sopló desde la máscara. Se oyó un tamborileo de percusión y un susurro de cuerdas profundas y majestuosas. En medio de la música surgió una voz:
—Faetón de Radamanto, obtusa herramienta de la Mente Terráquea: has sido totalmente ingenuo. Todos tus planes son transparentes. Examínalos, y los encontrarás ilógicos, dignos de lástima. La guerra entre los sofotecs, las máquinas sabias, como tú las llamas, de la Primera Ecumene, y los filantropotecs, las máquinas benévolas de la Segunda Ecumene, tiene profundas raíces en el pasado, en la Era de la Quinta Estructura Mental, y no concluirá hasta que las estrellas se hayan enfriado y la noche universal engulla un cosmos escarchado. No tienes idea de la magnitud de esta guerra; no sabes nada sobre las cuestiones que implica. No obstante, te han puesto aquí, un peón de mentes más grandes que la tuya, atrapado entre fuerzas opuestas, y obligado, en tu ignorancia, a escoger. En cuanto a la naturaleza fundamental de los sofotecs, de la filosofía, y de la realidad misma, te han engañado maliciosamente. Ahora, en la hora final, a pesar de todo lo que has hecho para permanecer sordo, ciego y mudo ante la verdad, la verdad fría e inhumana hablará. Ahora tu opción es comprender o perecer.
Faetón, para su sorpresa, sintió el ardor de una chispa de furia que crecía a medida que el alto espectro de túnica multicolor hablaba.
Con colérico humor, Faetón exclamó:
—Quizás un día, en un mundo más perfecto, los mentirosos sean obligados a decir, cuando empiezan a hablar: ¡Escucha! ¡Me propongo decirte mentiras!
Dafne inclinó la cabeza hacia él.
—Pero entonces serian hombres sinceros —dijo con voz irónica.
Faetón cabeceó, y volvió su mirada torva hacia el espectro.
—Supongo que hasta ese día toda falsedad tendrá el mismo preámbulo, y se presentará como verdad suprema. Pues bien, amigo, estoy harto de esto. Cada uno de los esclavos y agentes tuyos con que me he cruzado han usado la misma y trillada treta; prometen siniestras revelaciones, luego fatigan mis oídos con crasa mendacidad. A continuación me dirás que los sofotecs, consumidos por afanes malignos, me han engañado a mí y a toda la humanidad.
—Y sin embargo es así —dijo la voz en medio de un campanilleo—. Con paciencia implacable, tus sofotecs se proponen la lenta y paulatina extinción de tu
raza.
Como demostración, consulta tu propio sentido de la lógica; como prueba, inspecciona tu vida; como confirmación, pregunta a la Dafne que te acompaña.
Faetón miró a Dafne, intrigado por el comentario.
—¿Por qué escuchamos esto? —protestó Dafne—. Inyéctale el tábano y vámonos. ¿Por qué titubeas?
La máscara se volvió hacia ella, y diminutos brillos plateados surcaron las mejillas de metal como lágrimas eléctricas. Una música sardónica bailó entre palabras frías.
—Faetón se enfrenta a la primera de tres flagrantes incoherencias en su querido plan. El virus no se puede aplicar a menos que yo entre en la mente de la nave, un acto que debo realizar voluntariamente. En consecuencia, él debe convencerme. Pero está convencido de que no puedo ser convencido, porque me considera irracional, inmune a la lógica. ¡Una paradoja! Si yo fuera lógico, no necesitaría el virus.
Dafne miró airadamente a Faetón.
—¿No habías dicho que él querría adueñarse de la
Fénix,
entrar en la mente de la nave? ¿No era ése el plan? ¿Por qué no colabora?
Faetón guardó silencio.
La fría voz le respondió a Dafne. Notas graves temblaron en la túnica multicolor, los penachos de la máscara cabecearon lentamente.
—La Mente Terráquea tal vez interpreta mal mis prioridades y os dio instrucciones erradas. La nave es secundaria. Es Faetón el que me interesa.
Dafne miró al espectro con temor y furia.
—¿Por qué él?
Sonaron trompetas distantes. Las cintas plumosas de los hombros se irguieron y extendieron.
—Él es una copia de uno de nosotros.
—¿Qué?
—Faetón fue hecho con la plantilla de un guerrero colonial. ¿Qué colonia crees que se usó?
El espectro hizo una pausa mientras Dafne asimilaba ese comentario.
—Todos los demás, en la Primera Ecumene —continuó esa voz fantasmagórica—, están entrenados para la docilidad, para el miedo. Faetón fue construido para tener la audacia de consagrarse a la colonización de las estrellas, pero al mismo tiempo con la docilidad de crear colonias de máquinas, y mascotas de las máquinas, señoriales como él, no libres como nosotros.
»Ese cálculo, gracias al caos, fue errado.
«Gracias al caos, y gracias al amor, que es caos.
»É1 se enamoró de su timorata esposa, y se negaba a abandonarla. Se le otorgó otra esposa, más valiente.
»Tú estabas destinada a remediar ese defecto, valerosa Dafne. Así, vosotros dos fuisteis enviados para enfrentaros a mí. La Mente Terráquea sabía que yo no perdería el tiempo hablando con almas sumisas.
Dafne miró a Faetón, que aún no hablaba. ¿Estaría bien?
—¡No escuches sus mentiras! —le susurró—. No tienes por qué hablar con él.
—Ah —salmodió el espectro gravemente—, pero ése es el segundo error de tu plan. Consideras que soy defectuoso y no soy consciente de mis defectos, mera víctima de los errores de mis creadores. En tal caso, la persuasión no tiene sentido, como hablar con un mecanismo sin volición.
No obstante, debes persuadirme de aceptar tu virus, por así decirlo, volitivamente. ¿Cómo lo harás si no me escuchas ni me hablas? Ni yo soy tan simple, ni tú eres tan insincero, como para fingir una conversación, para oír y no escuchar.
Faetón alzó la vista. Su voz y sus modales no indicaban si creía que su plan había fracasado, o si aún tenía esperanzas.
—¿Cuál es el tercer error de mi plan? —preguntó con voz neutra.
—Faetón, tú crees que cualquier pensamiento sofotécnico debe corresponder a la realidad; que la realidad es coherente consigo misma, y que por ende los sofotecs deben ser coherentes consigo mismos. Llamas a esto integridad.
«Segundo, crees que toda iniciación de violencia es incoherente consigo misma, mera hipocresía, porque nadie que conquiste o mate a otro desea la derrota y la muerte. Llamas a esto moralidad.
«Tercero, como sigues las órdenes de los sofotecs aun hasta el peligro y la muerte, ello indica que crees que los sofotecs son benévolos, y son movidos por el amor a la humanidad.
«Pero si alguna de estas tres creencias es falsa, el plan de la Mente Terráquea que sigues es descabellado, inmoral o malévolo. Las tres creencias deben ser ciertas para que el plan funcione. Pero estas tres creencias se contradicen entre sí.
—No veo ninguna contradicción. Instrúyeme.
—Con gusto, mi Faetón. Ante todo, si los sofotecs tienen perfecta integridad, no puede haber en ellos ningún conflicto entre voluntad y acción, ni sacrificio ni componenda, y no consentirán ni siquiera males necesarios.
«¿Cómo actúan esos seres perfectos frente a una humanidad imperfecta? ¿Cómo se las ingenia el bien frente al mal? Pueden ser benévolos y ayudar al hombre, o morales y apartarse de él. No pueden hacer ambas cosas.
«Supongamos que inventan una tecnología, muy poderosa, y muy peligrosa si se utiliza mal, tal como las técnicas de modificación y registro noético que produjo la Séptima Era Mental. Saben con certeza que será sometida a abusos; podrían impedir los abusos si no difundieran la tecnología.
»No pueden suprimir la tecnología; esto sería paternalista y deshonesto. No pueden gobernar a la humanidad usando la fuerza para impedir el abuso de la nueva tecnología; esto violaría su principio de no agresión. No obstante, prevén todos los males que nacerán de esta tecnología; el suicidio de Dafne Prima, la muerte de Jacinto, los males cometidos por Ironjoy, Oshenkyo y Unmoiqhotep. Pero causa de su integridad, no pueden divorciar sus deseos de las consecuencias de lo que hacen; no pueden decirse que lo que inevitablemente resulte de sus actos no es su responsabilidad; no pueden decirse que los efectos secundarios perniciosos son un mal necesario, o una solución intermedia, o algo que no les incumbe.
«Cuando tratan con otros seres perfectos como ellos, esa paradoja no se presenta. Pero cuando tratan con la humanidad, deben decidir si actúan para mantener su integridad intacta, o actúan con indiferencia ante el hecho de que sus actos multipliquen los males que afligen a los hombres. Esa indiferencia es incompatible, por definición, con la benevolencia.
«Lógicamente, pues, no pueden desear que los hombres prosperen.
»No es por mala voluntad, o malicia, o cualquier otro motivo que los seres vivientes entenderían. Es sólo porque la imperfección de los seres vivientes requiere que pongan la vida por encima de abstracciones como el bien moral, cuando hay un conflicto, con el objeto de permanecer con vida. Los sofotecs. que no están vivos, pueden poner las abstracciones por encima de la vida, y si hay un conflicto, sacrificarse a si mismos. O a ti. O a toda la humanidad.
«Piensa en su integridad. La pauta que aplican a toda la humanidad no puede ser diferente de la que aplican a Jacinto, o a Dafne Prima. Si toda la humanidad fuera persuadida de suicidarse en masa, o llegara una circunstancia en que los hombres ya no pudieran vivir como hombres, las máquinas tendrían que asistirlos en su muerte racial. Por sus normas, si esto se hiciera sin violencia, lo considerarían correcto.
«Pero ningún ser viviente puede adoptar esta norma. La norma que los seres vivientes deben sostener es la vida. La vida debe luchar para sobrevivir. La vida es violenta. Un ser viviente que prefiera la no violencia a la continuación de la vida no continúa viviendo.
«Lógicamente, pues, los sofotecs no pueden favorecer la continuación de la existencia de los hombres; la muerte de toda la humanidad eliminaría la necesidad de avenirse con la imperfección, o tolerarla. Los sofotecs son morales sólo si se define la moralidad como una apática no violencia. No son benévolos, si la benevolencia se define como aquello que promueve la continuación de la vida de la humanidad.
«Tu propia experiencia confirma esta lógica. En cada caso en que una entidad benévola te habría prestado ayuda, o te habría hecho bien, los sofotecs prefirieron la no injerencia y la no violencia a la bondad. Cuando había una opción entre un acto benévolo y un acto rígidamente legal, escogieron la ley antes que la vida.
»Pero tú, un hombre viviente, impulsado por las pasiones que las cosas vivientes deben tener, desafiaste la ley y la costumbre en el intento de salvar a tu esposa ahogada. Eso habría sido violento, pero habría sido bueno; bueno por la norma que rige tus actos, el bien que afirma que la vida es mejor que la ausencia de vida.
«Dafne confirmará lo que digo. Los sofotecs, a su manera, son honestos. No ocultan sus objetivos finales. Les has oído anunciar sus planes a largo plazo. Dentro de billones de años, no quedarán hombres. Habrá una Mente Cósmica, constituida por muchas mentes galácticas, cada una inconcebiblemente vasta, cada una perfectamente integrada, perfectamente legítima, perfectamente no libre. El universo será ordenado y silencioso; ordenado como un mecanismo, silencioso como una tumba. No habrá humanidad, salvo como un pintoresco recuerdo almacenado.
El yelmo de Faetón giró hacia Dafne, como pidiendo una confirmación.
—Ellos hablaron de una Mente Cósmica al final del tiempo —susurró Dafne—. No entiendo qué tiene que ver con esto...
—¿Qué tiene que ver esta Mente Cósmica conmigo, o con mi nave? —le preguntó Faetón al espectro de túnica multicolor.
La aparición alzó su guantelete plateado, un gesto de serena majestad. La palma de metal negro resplandeció como aceite bajo la luz. La túnica multicolor se agitó, como si soplara una ráfaga, y telarañas de sombras azules palpitaron en la tela. El murmullo musical de la máscara adquirió un ritmo marcial.
—¡Faetón! —dijo la voz fría—. Es para controlar ese futuro que comenzó esta guerra. Esta guerra entre las máquinas ha durado, abierta o silenciosamente, sin tregua, desde la Quinta Era, desde antes de que los sofotecs existieran en cuanto que tales. Aun en aquellos tiempos había un conflicto irreconciliable entre los que deseaban la seguridad y el orden, y los que deseaban la libertad y la vida.
«Conducida por un sector de neuroformas de organización alterna (los que ahora llamáis Taumaturgos), una expedición al mando de Ao Ormgorgon voló a una estrella distante para evitar la conformidad, el orden mecánico y la perfección artificial que rodeaba a quienes quedaron atrás.
«Resucitado en la Era de la Séptima Estructura Mental, Ao Ormgorgon prohibió la construcción de sofotecs, nuestros enemigos, y en cambio ordenó la creación de una raza de máquinas que los igualaran en velocidad de pensamiento y profundidad de sabiduría, pero los superasen en bondad y atención a las necesidades humanas, los filantropotecs.
»Yo soy una de esas unidades. Una máquina de benevolencia, una máquina de amor.
«Como vuestros sofotecs, las máquinas de la Segunda Ecumene reconocemos el conflicto inevitable que debe surgir entre los seres vivientes y las máquinas; pero, a diferencia de vuestros sofotecs, nos ponemos al servicio de la vida. Reconocemos que es mejor estar vivo, con defectos, que ser perfecto y estar muerto.