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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (10 page)

BOOK: La tumba de Verne
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Ella quiso decir algo, pero él puso dos dedos sobre sus labios impidiendo que naciera la mentira que ella se vería obligada a decir. Ambos sabían la verdad: Alexia se avergonzaba de las ideas de su padre.

—¿Para qué quieres que guarde esto? —preguntó intentando sacudirse de los pómulos el rubor que había sentido al descubrir que su padre conocía su corazón mucho mejor de lo que había imaginado.

—Eres mi heredera al fin y al cabo —ironizó. Pero, aunque intentaba disimularlo, Alexia vio una sombra de sincera preocupación en los ojos de su padre. Por un instante, incluso creyó percibir miedo—. Ya sabes cómo soy de paranoico. Supongo que me parece más seguro que custodies tú este tesoro. Nadie sospechará de una abogada con la cabeza tan bien amueblada como tú —bromeó—. Es importante —dijo en un tono más grave apretando contra el cuerpo de su hija aquellos sobres antes de añadir—: Y peligroso.

La carta

30 de marzo de 1905

Querido Maurice:

No sé cómo agradecerte que te hayas acordado de mí haciéndome llegar la triste noticia del fallecimiento del tío Jules, además del recordatorio que él mismo ordenó redactar. He llorado como un niño al leer mi nombre, Gaston Verne, entre los cincuenta familiares que en él se mencionan. He creído entender que el tío me había perdonado
[37]
.

Después de tantos años de encierro en este centro de salud mental al que fui condenado por haber disparado sobre él, había perdido toda esperanza de lograr ese perdón. Eres un buen hermano, Maurice.

Imagino que pasaré a la historia como el sobrino loco que atentó contra el insigne Jules Verne dejándolo cojo para siempre. Nadie mencionará el tormento que para mí ha supuesto este encierro, ni se interesarán por cuáles fueron las verdaderas razones que me llevaron a cometer aquel acto. ¿Cómo podría explicar que creí hacer lo correcto?

Días antes de recibir tu carta y el recordatorio de la muerte del tío, tuve una visita. La primera visita en todos estos años de los hombres a quienes creía deber fidelidad y bajo cuyas órdenes disparé sobre Jules. Hasta ese día, me habían hecho llegar cartas donde me informaban de la vida de nuestro tío, de sus novelas… Tras esa visita, tuve la certeza de que había sido engañado, y que jamás saldré de mi encierro.

Muerto el tío, querido hermano, me aferro a tu buen corazón para vaciar las penas que ahogan el mío.

Te diré por qué disparé sobre nuestro tío. Jules ocultaba muchas cosas, y me propongo compartirlas contigo.

Seguramente recordarás que nuestro padre nos contó mil veces que siendo niño su hermano se entregó a la escritura con pasión, y que su fuente de inspiración era Victor Hugo. Pero lo que ni nuestro padre ni nuestro tío podían imaginar entonces era que aquella pasión por las letras lo situaría años después en los caminos herméticos a los que fue a parar y a los que yo me precipité irremediablemente más tarde.

Hermano, espero que no me juzgues tú también como un loco si te digo que los cambios políticos que han experimentado nuestro país y buena parte de Europa durante este siglo han sido impulsados y dirigidos por un poder en la sombra. La caída de Carlos X, que reinaba en Francia cuando nacieron nuestro padre y el tío, el advenimiento de Luis Felipe I, duque de Orleans, o las revoluciones de 1830 y 1848, respondieron a la voluntad de ese poder encarnado en hombres a quienes nadie podría poner nombre y apellido. Ni siquiera rostro. Pero el mundo gira hace mucho tiempo según su voluntad.

¿Cómo iba a imaginar Jules cuando leía con pasión a Walter Scott, Fenimore Cooper o Dickens que un día su vida y la de esos hombres sin rostro se encontraría?

¿Cuántas veces le preguntaron a nuestro tío de dónde le venía su interés por la ciencia? Si repasas sus respuestas, te darás cuenta de la vaguedad de las mismas
[38]
. Nuestro tío, el hombre de los acertijos, el maestro de la charada y del jeroglífico, se abrigó con la ciencia para transitar a resguardo entre los vivos. Era un buen modo de pasar desapercibido.

La realidad, Maurice, era diferente. Nuestro tío no podía confesar cuánto debían sus novelas a su trabajo hercúleo y cuánto a una organización misteriosa con la que comenzó a tener tratos sin saberlo poco después de que llegara a París en julio de 1848 para matricularse en Derecho, siguiendo los deseos de nuestro abuelo Pierre.

En las calles de París aún se respiraba el olor del humo de las barricadas levantadas en febrero de aquel mismo año. La revolución parecía anhelar un cambio de régimen y combatir al poder de la Iglesia. Pero, en realidad, el objetivo de los hombres sin rostro iba mucho más allá. Años después, nuestro tío fue una modesta pieza de aquel engranaje. Y yo, otra…

6

G
aston Verne! ¡La madre que lo parió! —exclamó Capellán.

Miguel estaba solo en su apartamento de poco más de cincuenta metros cuadrados situado en una calle de Arganda del Rey cuyo nombre en muchas ocasiones olvidaba. Cuando le pedían su dirección postal se equivocaba y mencionaba el coqueto ático de Las Rozas en el que había vivido con Laura y la pequeña Carla hasta que el matrimonio se quebró con la fragilidad con que lo hace una quima seca tras un certero pisotón. Sin éxito, sin dinero, la quima no tenía savia para Laura, y tantos años de sequía literaria habían terminado por agotar las reservas acumuladas en los tiempos de bonanza.

Cuando Laura solicitó el divorcio, Miguel se sintió caer a la lona como un púgil noqueado. Pero como esos luchadores orgullosos que no se resignan a perder el cinturón que los distingue del resto, también Capellán intentó levantarse y ponerse en pie. Estaba seguro de que podría volver a conjurar a las musas y que ellas regresarían para guiar sus dedos sobre el teclado. El tiempo, no obstante, se comió sus esperanzas. La blancura de la pantalla del ordenador lo asustaba.

Carla tenía ahora siete años. Cuando Laura salió de la vida de Capellán solo podía mostrar tres deditos si le preguntaban su edad. El tiempo había pasado con inesperada rapidez desde entonces. A Miguel le habían caído los cuarenta años sin darse cuenta. Tal desastrosa efeméride había tenido lugar durante el verano.

—¡Gaston Verne! —repitió Capellán.

Nadie respondió a su exclamación. El pequeño apartamento estaba desordenado y sucio. En el fregadero había platos pringosos. Sobre la pequeña mesa de la cocina contemplaba el paso de la vida una taza con herrumbrosos restos de café. La decoración de las paredes, que eran hirientemente blancas, se resumía en media docena de cuadros comprados en cualquier almacén anónimo. Dos de ellos, además, estaban torcidos.

El dormitorio ofrecía una imagen caótica. Sobre la cama se mezclaban las sábanas con ropa del dueño de aquel cubil. Capellán la dejaba allí cuando regresaba a casa y era frecuente que olvidara quitarla antes de acostarse. Después, se enfundaba un chándal viejo que un día fue gris pero al que el paso del tiempo había proporcionado un extraño color incalificable. Era de marca, eso sí.

Junto a la puerta de entrada había un mueble de madera provisto de un espacio para depositar los paraguas. Allí mismo habían quedado tiradas las botas Coronel Tapioca. Y desde su observatorio las botas podían ver el salón, que se había convertido en el despacho de Capellán, a quien se podía distinguir a duras penas dada la enorme cantidad de libros que había por todos y cada uno de los centímetros cuadrados de la sala. Los libros habían cubierto también hasta límites insospechados una segunda habitación de unos nueve metros cuadrados con que contaba el pisito.

Capellán estaba perplejo. No podía dar crédito a lo que acababa de leer: ¡una carta escrita por Gaston Verne a un hermano suyo!

—¡Hay que joderse!

Ávalos era una fuente inagotable de sorpresas. El periodista se quitó las gafas, se frotó los ojos empequeñecidos por el cansancio y luego miró a su derecha, donde aún aguardaba la segunda entrega de la información que Nemo había enviado a Ávalos.

Estaba deseando leer lo que aquellos papeles tenían que contarle sobre Julio Verne, pero el deseo de paladear con calma lo que hasta ahora había descubierto hacía que demorara el gozo de aquella lectura.

Sopesó qué hacer. Habría querido estar junto a Ávalos para poder interrogarlo sobre todo aquello. ¿Creía que aquella carta la había escrito en realidad Gaston Verne? Y, si era auténtica, ¿quién podía ser Nemo? ¿Cómo había podido hacerse con semejante documento? ¿Quién lo había traducido del francés? ¿Lo había hecho el propio Nemo?

Aquellos interrogantes fueron sustituidos sin previo aviso por otras ideas. ¿Qué importaba si la carta era auténtica o no? Lo realmente valioso era que ofrecía una historia absolutamente extraordinaria. La musa que tan esquiva se mostraba con él había sido generosa en cambio con Ávalos. ¿Por qué el misterioso Nemo no lo había elegido a él en vez de al viejo maestro como custodio de su secreto? ¿Por qué no se le había ocurrido a él escribir un reportaje sobre el maldito Julio Verne? Si lo hubiera hecho, tal vez Nemo habría enviado aquel indescifrable mensaje a su buzón. Pero, se dijo, ¿habría sido él capaz de interpretarlo?

Al pensar en el jeroglífico que un día Ávalos le había mostrado sobre el puente de San Pablo de Cuenca, Miguel recordó alguno de los renglones que acababa de leer. Se puso las gafas y obligó a sus miopes ojos azules a buscar el dato. Al cabo de unos segundos, lo encontró y releyó en voz alta:

—«Nuestro tío, el hombre de los acertijos, el maestro de la charada y del jeroglífico, se abrigó con la ciencia para transitar a resguardo entre los vivos…».

De modo que era cierto: Julio Verne amaba los acertijos. Pero ¿qué quería decir Gaston con que su tío se había abrigado con la ciencia para transitar a resguardo entre los vivos? ¿Quiénes eran aquellos «hombres sin rostro» que, parapetados bajo el secreto, llevaban la manija de la historia de Europa?

Miguel sintió una familiar punzada en su interior. Era la vieja sensación de estar al borde de un misterio extraordinario. Se trataba de un estremecimiento que había olvidado, porque hacía mucho tiempo que realmente no creía en nada de lo que escribía.

La carta hablaba de un poder oculto tras las bambalinas de la política europea. «Nadie podría ponerles nombre y apellido», había escrito Gaston.

—¡Menuda historia! —exclamó Capellán con una mezcla de alborozo y fastidio por no ser él el dueño de aquellos papeles.

Nadie podría ponerles nombre y apellido. Ni siquiera rostro
.

Miguel buscó con la mirada un libro entre las atestadas estanterías. En alguna parte había leído algo a propósito de la participación de sociedades secretas en los cambios políticos que la carta mencionaba. Tras desestimar varios tomos, cogió un grueso volumen de Historia Contemporánea firmado por R. Palmer y J. Colton. Las páginas del libro estaban salpicadas de papeles amarillos adhesivos. Capellán buscó el índice, que resultó estar al final de la obra, y lo leyó hasta detenerse en un capítulo dedicado a «La revolución y el restablecimiento del orden. 1848-1870».

—Página 215 —murmuró. La página estaba marcada con uno de aquellos papelitos—. Aquí está —dijo—: «Ni antes ni después ha visto Europa un levantamiento tan verdaderamente universal como en 1848…». —El dedo índice de Miguel recorrió el párrafo hasta detenerse en una frase subrayada con rotulador rojo—: «… A veces, los contemporáneos atribuían la universalidad del fenómeno a las maquinaciones de las sociedades secretas»
[39]
.

—¡Vaya con Gaston Verne! —exclamó—. De loco, nada.

Pero ¿qué sabía Capellán en realidad sobre Gaston Verne?

Tras leer el segundo artículo que Ávalos escribió sobre Verne, el que dedicó íntegramente a los mensajes cifrados que el novelista francés acostumbraba a emplear en sus novelas, Miguel había comprado algunas biografías sobre el creador de Nemo. De manera que se levantó del sofá, se subió el pantalón del chándal porque el elástico de la cintura había cedido y sin querer se le veían los calzoncillos, y buscó en la escuálida biblioteca dedicada al escritor francés qué se decía de Gaston.

En uno de aquellos libros aparecía un capítulo dedicado a los familiares de Verne. Contempló una fotografía de Pierre Verne, el padre del escritor: un tipo de mediana edad vestido de negro, de rostro severo, que miraba al fotógrafo apoyando su brazo izquierdo sobre un mueble de madera con patas torneadas como si fueran columnas salomónicas. Capellán leyó que el retratado había nacido en Provins, que había estudiado leyes en París y que arribó a Nantes en 1826, cuando tenía veintisiete años, tras comprar un bufete de procurador. Fue allí donde conoció a Sophie Allote de la Fuÿe, una mujer un año más joven que él y que aparecía igualmente retratada en las páginas de aquel libro en dos momentos de su vida: en su juventud y en su vejez.

A Capellán le pareció curioso que en ambos retratos la mujer posara de forma casi idéntica, apoyándose con el brazo izquierdo bien sobre un piano, bien sobre un mueble. En ambas ocasiones, aquella mujer que había nacido en Morlaix y que descendía de bretones y escoceses lucía un peinado similar compuesto por dos recogidos sobre las orejas que la emparentaban con la Dama de Elche. Al contemplar en el retrato que la mostraba en la vejez los daños irreversibles que el paso del tiempo había provocado en el rostro de la joven Sophie, Miguel Capellán tragó saliva. Desde que había cumplido los cuarenta comenzaba a plantearse cada vez más a menudo que transitaba, si tenía mucha suerte, por la mitad de su vida. Cada vez quedaba menos…

Espantó aquella incómoda sensación y se obligó a mirar de nuevo aquellos retratos decimonónicos.

Más abajo aparecían los hermanos de Julio Verne. Pero Capellán se detuvo en la sucinta biografía de Paul, el único hermano varón del escritor y padre de Gaston, supuesto autor de aquella carta. La vida de Paul no interesó a Capellán. Lo único relevante para él fue descubrir que uno de los hijos de Paul, precisamente Gaston, había disparado dos tiros sobre su tío el día 9 de marzo de 1886, dejándolo cojo para siempre. Era el mismo atentado que la carta mencionaba.

En la biografía aparecía una fotografía de Gaston siendo niño junto a su padre. ¿Cómo imaginar que aquel niño regordete sería encerrado por disparar contra su tío años después? Igualmente, en el libro se mencionaba a Maurice, el destinatario de aquella carta supuestamente escrita por Gaston.

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