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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (7 page)

BOOK: La tumba de Verne
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—A cambio, tú heredarás todo esto —dijo Celestino padre apuntando con la barbilla a los campos que les rodeaban. Entonces Celestino hijo alzó de nuevo los dos tizones que tenía por ojos y sonrió.

Cuando Gerardo tenía diez años conoció al tío Tomás, de quien había escuchado ciertos comentarios cuyo contenido aún no estaba en disposición de comprender en su integridad. Ocurrió con motivo de su cumpleaños, un 19 de agosto. En medio de las fiestas del pueblo, ante el asombro del racimo de vecinos de la aldea, en el horizonte emergió la nube de polvo que dejaba a su paso un vehículo que se dirigía hacia ellos a una velocidad que muchos calificaron de suicida. Cuando el monstruo estuvo más cerca, asombrados comprobaron que se trataba de un poderoso Mercedes Sedan descapotable del que descendió un hombre repeinado, con un bigotito que parecía pintado a lápiz y vestido con un elegante traje oscuro absolutamente inapropiado para un día de verano en la Mancha. Junto a él, una despampanante señorita rubia que sonreía a todo el mundo, satisfecha al sentirse centro de todas las miradas.

Celestino padre se abrió paso entre el gentío y al ver a su hermano mayor, Tomás, se quedó de piedra. ¿Dónde había ido a parar el jovencito escuálido que se marchó un día de casa después de renegar de su padre y del trabajo del campo tras recibir una paliza por haber perdido dos ovejas cerca de la sierra? La última noticia que tenía Celestino de su hermano mayor había sido una carta que un año atrás les había enviado desde Barcelona, y a la que respondió el niño Gerardo por ser quien más instrucción tenía de todos ellos.

Imagínese la sorpresa de propios y extraños cuando el tío Tomás se dirigió al imponente descapotable, sacó una caja del asiento trasero y se acercó a Gerardo. A continuación, dijo unas palabras que su sobrino jamás olvidó.

—Para que me escribas un día libros en vez de cartas.

Tras la profecía, el audaz conductor abrió la caja misteriosa y sacó de ella una reluciente Hispano-Olivetti M40 que fue contemplada por los allí presentes como si se tratase de un animal mitológico cuyas incontables patas de metal eran capaces de arrojar papeles llenos de letras a una velocidad endiablada. Ese fue el primer regalo del tío Tomás. Luego vendrían otros, y bien caros, como pagarle íntegramente los estudios hasta que obtuvo la plaza de maestro de escuela.

—Desde entonces, escribo con una Olivetti —dijo Ávalos mirando a Capellán con una sonrisa nostálgica.

—¿Y de dónde sacó su dinero el tío Tomás? Porque ese Mercedes del que me habla, la rubia y todo lo demás me dicen que era un tipo de posibles.

—Verás, no tengo mucho tiempo —replicó Ávalos mirando de nuevo su reloj—. ¿Me prometes que te marcharás si respondo a tu pregunta?

Capellán sintió de pronto que había caído en una trampa. El viejo le había envuelto con aquella historia del tal Tomás y él había picado como un principiante cuando lo que realmente le interesaba era el asunto de Verne y, puesto a pedir, también conocer la identidad de la invitada que Ávalos aguardaba. ¡Qué bribón!

—Está bien —concedió al tiempo que iba tejiendo un plan alternativo para conocer al menos a la mujer que iba a compartir cena con el maestro. Sin que el veterano escritor lo advirtiera deslizó su teléfono móvil entre los resquicios del sillón orejero sobre el que estaba sentado—, usted gana. Cuénteme al menos de dónde le vino el dinero al tío Tomás.

—Eso nadie lo supo con certeza jamás —reconoció el maestro de escuela mientras jugueteaba con su reloj de bolsillo Thos Russell & Son Liverpool—. Hay muchas teorías al respecto. Unos dicen que lo ganó en partidas de cartas clandestinas, o que se casó con una rica señorona que luego estiró la pata del modo más oportuno para los intereses de mi tío. Algunos hablan de colaboracionismo con el régimen de Franco por haberle entregado a algún cabecilla republicano, pero esto último nunca lo he creído.

—¿Y por qué?

—Porque un día mi tío me confesó que había combatido codo con codo con George Orwell
[34]
. —Al ver la cara de sorpresa de Capellán, el viejo añadió—: Ya sabes, el escritor.

—¿Orwell? ¿El de
Rebelión en la granja
y
1984
?

—El mismo —respondió Ávalos—. También el autor de
Homenaje a Cataluña
,una obra menos conocida, pero muy esclarecedora sobre sus ideas políticas. Orwell y mi tío formaron parte del POUM. —La cara de idiota que se le quedó a Capellán obligó al jubilado a aclarar las cosas—: El Partido Obrero de Unificación Marxista, que se había fundado en 1935 al unirse Izquierda Comunista de España y el Bloque Campesino Obrero. Tuvo una enorme fuerza en Barcelona. Te aseguro que tanto Orwell, que vino como otros intelectuales a luchar a favor de la República, como mi tío eran antifascistas. Lo que pasó es que en aquellos años en Barcelona se dieron más tiros y más hostias los del POUM con los comunistas que con los fascistas. El gobierno de Negrín, presionado por Moscú, persiguió a los anarquistas y a los del POUM. Los anarquistas nunca fueron bien vistos por los comunistas, y a los del POUM les cogieron tirria por su pasado trotskista. La tensión fue creciendo cada vez más entre comunistas, anarquistas y POUM hasta que llegó el mes de mayo de 1937 y Barcelona fue escenario de violentos combates entre los dos bandos. Por un lado, los comunistas; por otro, anarquistas y miembros del POUM.

—Y acabó perdiendo el POUM —aventuró Capellán.

—El POUM siempre parecía perder. Perdió en el 37, y luego perdió la guerra como el resto del Frente Popular.

—¿Y qué pasó con su tío?

—Mi tío entró a trabajar en Hispano-Olivetti tras la guerra —explicó Ávalos—. Se esforzó en pasar desapercibido. No podía correr el riesgo de que lo relacionaran con el POUM. Desde allí nos escribió aquella carta que yo mismo respondí siendo un niño. No mencionó que tuviera más dinero que el que ganaba en su puesto en la fábrica, por lo que resulta aún más extraño cómo pudo tener tanto dinero como para conducir un Mercedes, llevar sentada a una moza de muchos quilates junto a él y hacer regalos a la familia como si las pesetas nacieran de su bolsillo igual que las palomas salen de las chisteras de los magos. —Ávalos dejó que sus palabras hicieran el efecto oportuno en la imaginación del periodista antes de finalizar su historia—. Él nunca soltó prenda, aunque muchos años después yo encontré la explicación al enigma.

Capellán lo interrogó con la mirada.

—Aún no te la puedo contar. Me queda un cabo suelto que tiene que ver con Pablo Picasso y unos cuadros suyos. —Hizo un alto y sonrió socarrón—. Eso deberíais hacer los periodistas: comprobar vuestras historias antes de escribirlas.


Touché
—respondió Miguel Capellán tocándose el corazón como si una espada lo hubiera atravesado—. Pero ¿por qué Picasso?

—Todo a su tiempo. Deja que ate esos cabos sueltos.

Capellán sabía que no podía insistir. Cuando Ávalos se negaba a desvelar algo, no había manera de sacarle una palabra.

—El tío murió en 1987, y, para mi sorpresa, me dejó en herencia este piso —dijo el maestro—. Por entonces yo daba clases en un colegio de la ciudad. Mi esposa había fallecido años antes. —Ávalos guardó silencio durante unos instantes, como si la aparición de su esposa en aquel relato lo hubiera golpeado inesperadamente—. Yo había pensado muchas veces en mudarme, porque el recuerdo de Alejandra me perseguía en la que fue nuestra casa. Pero al mismo tiempo no me decidía a hacerlo, porque no estaba seguro de querer huir de aquellos recuerdos que me atormentaban. Sin embargo, cuando tuve noticia de lo de esta casa, resolví cambiar de aires. Cuando vine a vivir aquí, el único mueble que había era esta mesa de nogal y, dentro de uno de sus cajones, encontré este reloj. —Mostró al periodista el magnífico ejemplar de Thos Russell & Son Liverpool—. Y… —Ávalos dudó, como si estuviera sopesando si resultaba conveniente decir algo más. Finalmente, añadió—: En el salón había un lienzo de un pintor desconocido, sin valor alguno, titulado
Carpe Diem
. A lo mejor lo has visto, aún lo conservo. El caso es que me pareció que tenía su gracia, porque en este reloj está grabada la frase
Tempus fugit
—acercó el reloj a Capellán para que viese la inscripción—, y mi tío era un vividor, como te he dicho.

Por una vez, Capellán fue respetuoso y logró guardar silencio durante casi un minuto. Permitió que Ávalos acariciara sus viejos recuerdos y no lo interrumpió hasta que creyó que el ángel había pasado.

—¿Algún día me contará esa teoría suya sobre la fortuna del tío Tomás?

—Algún día —respondió el veterano escritor con gravedad. A continuación, se levantó y sintió sus doloridas articulaciones que, una vez más, le recordaban el paso del tiempo. ¡El tiempo! Miró de nuevo el reloj de bolsillo y su mirada se posó en el Verne de mármol de las fotografías. Había llegado la hora de quitarse de encima al inoportuno visitante. Tal vez con la historia del tío Tomás había sido suficiente, tal vez —pensó— no se vería en la necesidad de poner en marcha la segunda parte de su plan. Pero, una vez más, sus esperanzas se quebraron.

—¿Sabe qué? —escuchó decir a Capellán, que no parecía darse por aludido y seguía arrellanado en el sillón de cuero—. Le he dado vueltas a aquel artículo que escribió sobre el lenguaje cifrado en las novelas de Verne, y no es por menospreciar la historia del tío Tomás, pero me tira más lo que usted debe de saber sobre ese francés. —Apuntó con el dedo índice a una de las fotografías de la pared. Se levantó del sillón y se acercó a una de aquellas imágenes—. Me parece que escribió ese artículo porque dio con la tecla para traducir el mensaje del tal Nemo, y de ahí le ha venido a usted esa fiebre por la tumba de Verne. —En ese momento miraba una de las imágenes del sepulcro del escritor francés como un entomólogo se acerca a un insecto exótico y difícil de catalogar. A continuación, se giró con la agilidad de un bailarín y taladró con la mirada al jubilado—. ¿No es cierto?

Ávalos cerró los ojos, tomó aire y lo exhaló con fuerza. Era evidente que para espantar a Capellán debería jugarse la carta del regalo inesperado. Lo del tío Tomás no era suficiente. No obstante, iba a lanzar una piedra al fondo del pozo para calibrar su profundidad, como si dijera: veamos cuánto cree saber Capellán.

—Si te digo que hay algo de eso pero que no te puedo dar más detalles, ¿lo entenderás?

Capellán, que se había vuelto a sentar, se retrepó en el sillón, tamborileó con los dedos sobre el pantalón de pana marrón que lucía y durante unos segundos sopesó la respuesta.

—Verá, de tanto moler ideas sobre el mensaje de marras terminé por tener una teoría —respondió al fin haciendo caso omiso a la solicitud de su anfitrión—. ¿Sabía usted que incluso Verne encontró la horma de su zapato cuando ideó uno de sus más famosos mensajes cifrados? —Capellán prosiguió sin aguardar la respuesta de Ávalos, que se había quedado tan quieto que parecía él también una fotografía como las que adornaban las paredes del estudio—. Me refiero al aparentemente irresoluble enigma planteado en
La jangada
, que, como usted bien sabe, se publicó como era habitual en las obras de Verne por entregas en
Magasin d’éducation et de récréation
[35]
. —El periodista se levantó de nuevo y comenzó a pasear por la estancia hasta detenerse en la ventana desde la cual se ofrecía una panorámica más próxima a la plaza Mayor—. Resultó que un lector de Verne, un tipo apellidado Saumaire, escribió a la revista asegurando haber resuelto el acertijo antes de que el propio autor de la novela lo revelase. Verne se asombró tanto que decidió conocer personalmente a aquel joven que, según se ha escrito, estudiaba en la escuela politécnica.

Capellán giró sobre sus talones olvidando por completo la plaza Mayor, la calle y la ventana. Estudió el efecto que sus palabras habían tenido en Ávalos, cuyo rostro parecía más pálido que de costumbre. El maestro, que pretendía saber la profundidad del pozo, había escuchado ya el ruido de la piedra que había lanzado a su interior. Había menospreciado la sagacidad del periodista.

—¿Crees que la clave está en
La jangada
? —preguntó tras unos segundos de silencio.

—¿Lo cree usted? —Capellán sonrió—. ¿Cómo voy a saberlo si solo pude ver aquel mensaje durante unos segundos?

Ávalos suspiró. Había que reconocer que su amigo era astuto, pero aquella inesperada exhibición de sagacidad de Capellán no entorpecía sus planes tanto como el periodista podía imaginar. Después de todo, ¿no había decidido con anterioridad que la segunda parte de su plan para librarse del incómodo visitante consistía en hacerle un inesperado regalo? Si todo resultaba como había planeado, al día siguiente partiría de viaje y no revelaría a nadie su destino. Cuando regresase lo haría trayendo bajo el brazo el final de la novela que estaba escribiendo, y lo siguiente que Capellán sabría de todo el asunto lo encontraría publicado en forma de libro. De manera que se encaminó con parsimonia hacia el armario situado tras la mesa de nogal y abrió una de las puertas. Los ojos de Capellán, que no perdían detalle, se abrieron de par en par al ver los folios cuidadosamente agrupados que Ávalos había escrito en las últimas semanas.

—Mientras decido si te cuento mi teoría sobre la fortuna del tío Tomás —dijo Ávalos alargando un sobre hacia el periodista—, léete esto y el próximo día que vengas me lo devuelves.

Miguel Capellán miró estupefacto el sobre que Ávalos había puesto en sus manos.

—Son fotocopias de los dos primeros documentos que recibí después de resolver el acertijo que, como tú has dicho, tenía que ver con
La jangada
—explicó el maestro. Al ver la cara de idiota de Capellán añadió—: Vamos, hombre, quita esa cara de pasmado y léetelo. Llevas insistiendo tanto en ese asunto que ya no puedo resistir más tu asedio —bromeó el maestro al tiempo que empujaba a Capellán hacia la escalera. Había llegado el momento de jugarse el todo por el todo para echar al periodista a la calle.

Capellán se puso su raído chaquetón sobre el suéter de cuello vuelto, apretó bajo el brazo el sobre y miró a los ojos a Ávalos con algo parecido al afecto. Pero, aunque siempre se esforzaba en ser correcto y educado, era incapaz de abrirse a los demás, de dar simplemente un abrazo a quien tanto admiraba y a quien tanto envidiaba. Lo único que se le ocurrió decir fue:

—Si yo fuera usted, removería Roma con Santiago para encontrar a ese Nemo. Pactaría con el diablo por una historia así.

BOOK: La tumba de Verne
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