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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne

BOOK: La tumba de Verne
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El 9 de marzo de 1886, Gaston, sobrino de Julio Verne, disparó sobre su tío. Más de un siglo después, el periodista Miguel Capellán descubrirá horrorizado los verdaderos motivos del atentado mientras trata de descifrar el secreto que oculta la tumba del novelista.

Gerardo García Ávalos, maestro jubilado y autor de libros sobre misterios, recibe un documento insólito remitido por alguien que dice llamarse Nemo. La información revela aspectos inéditos de la vida de Julio Verne, entre ellos su pertenencia a una sociedad literaria vinculada a una orden secreta desconocida y que ha manejado los hilos de cambios transcendentales de la Historia. El confidente asegura que aquella información es extremadamente peligrosa.

Ávalos se dispone a descubrir la identidad de Nemo cuando muere en extrañas circunstancias. El periodista Miguel Capellán, amigo de Ávalos, y Alexia, la única hija del maestro, se verán envueltos en una increíble aventura cuando deciden desenmascarar al enigmático Nemo.

Su investigación, que les conducirá hasta la tumba de Julio Verne, se convertirá en un viaje tan extraordinario que bien pudiera haber sido escrito por el propio novelista. Un viaje no exento de peligros nada imaginarios, pues alguien parece muy interesado en impedir que localicen el último gran secreto de Verne, un manuscrito inédito del famoso escritor.

Mariano F. Urresti

La tumba de Verne

ePUB v1.0

Crubiera
04.02.13

Mariano F. Urresti, 30/01/2013.

Diseño portada: OpalWorks

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

EQUIPAJE IMPRESCINDIBLE PARA UN VIAJE EXTRAORDINARIO

«A eso de las seis de la tarde, el señor Jules Verne fue objeto de un inexplicable atentado en el momento en que entraba en su casa. Uno de sus familiares disparó dos veces contra él. La segunda bala le alcanzó en la pierna, y está alojada entre el pie y el tobillo». (
L’Écho de la Somme
, 12 de marzo de 1886).

«Uno de sus vecinos, el señor Gustave Frezon, que pasaba en esos momentos con su familia, acudió en su ayuda, mientras otras personas huyeron. El ruido también atrajo al criado de J. Verne. En un instante, el tirador fue desarmado y arrestado. Suponemos lo doloroso que tiene que haber resultado para el herido haber reconocido a su sobrino en el atacante. Gaston Verne, a quien quería mucho, padecía una enfermedad mental desde hacía meses. Empleado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, Gaston Verne había regresado con su familia para curarse de una monomanía persecutoria que le aquejaba. Se le vigilaba de cerca y estaba bajo tratamiento desde hacía tiempo. Como parecía estar curado, su padre, Paul Verne, que vive en Blois, le dejó ir a París para asistir a una boda. El martes por la mañana desapareció y tomó, en la estación del Norte, el tren para Calais y Douvres. Durante el viaje tuvo la idea de bajarse en Amiens para hacer una declaración, según dijo. Dos veces se presentó esa tarde en el Círculo de la Unión, preguntando por su tío, y, al no encontrarlo, lo esperó en la puerta de su casa». (
Journal d’Amiens
, 11 de marzo de 1886).

LA TUMBA DE VERNE

PARTE

1

«Esta historia no es fantástica, solo es novelesca.

¿Hay que concluir con ello que no sea verdadera, dada su inverosimilitud? Eso sería un error».

(
El castillo de los Cárpatos
)

«Soy el historiador de las cosas de apariencia imposible,

pero que, sin embargo, son reales, indiscutibles».

(Aronnax, en
Veinte mil leguas de viaje submarino

1

Cuenca (España), 5 de noviembre de 2011

E
ra una tarde fría de noviembre. Una tarde fría y demasiado triste, pensó Ávalos mientras observaba su rostro ajado reflejado en el cristal de la ventana. Estaba aún más delgado que de costumbre. Algunos de los escasos cabellos lacios se indisciplinaban a la derecha del cogote. En aquel doble suyo que aparecía en el cristal no se apreciaba el tono rojizo del cabello, ni tampoco las manchas que la vejez había pintado en sus manos. Pero había cosas que el tiempo no había cambiado: seguía siendo un hombre alto, de rostro ovalado y mirada melancólica y azul.

Más allá del cristal de la ventana la calle Alfonso VIII se mostraba casi desierta. La tarde moría sobre ella y al sepelio apenas asistía un puñado de viandantes. Ávalos reconoció a dos vecinas de la calle Pilares arrebujadas bajo sus abrigos. Las mujeres caminaban hacia la plaza Mayor combatiendo al viento, que arrastraba alguna hoja seca.

Instantes después, junto al semáforo situado frente a La Alacena, justo donde la calle Alfonso VIII se estrecha mirando de cara a los arcos que sostienen el edificio que alberga el Ayuntamiento, se detuvo un vehículo oscuro. De él descendió un hombre que vestía un elegante abrigo negro. El desconocido se tocaba con un sombrero, algo que al viejo maestro de escuela le resultó a la vez gracioso y llamativo. Hacía mucho tiempo que no veía a nadie luciendo una prenda así. Y mira que a Ávalos le gustaban los sombreros. De hecho, su uso era una de sus excentricidades, aunque sin duda era la menor de todas ellas.

Siguió con la vista al hombre del sombrero, que pareció doblar la esquina en la calle Fuero. Su atención se centró entonces en el modo en el que la tarde emborronaba los colores amarillos, ocres y azules de las fachadas de los números impares de la calle. Los «rascacielos» de Cuenca
[1]
contemplaban impasibles el paso del tiempo.

¡El paso del tiempo!

Gerardo García Ávalos buscó con la mirada el tiempo perdido. Recorrió con los ojos aquella habitación atestada de libros en la que una enorme mesa de madera de nogal sostenía varias montañas de folios que, todos juntos, conformaban una cordillera sin nombre. Y en medio de los papelotes se erguía la vieja Olivetti, cuyas teclas, de tanto aporrearlas, habían dado una forma concreta a los dedos de Ávalos.

Las paredes estaban pintadas con un tono ocre claro. Sobre ellas se apoyaban estanterías y armarios llenos de libros. Había tantos libros que los muebles resultaban insuficientes para acogerlos y se desparramaban también por los suelos de madera y por las estrechas escaleras que conducían a las habitaciones inferiores. Uno podía encontrárselos igual en la cocina que en los dormitorios. Eran, ciertamente, una plaga contra la que Ávalos no pretendía luchar.

En los espacios que las estanterías dejaban libres en aquel estudio, alguien había colocado unas fotografías de los más variados tamaños en las que se ofrecían diversos ángulos de un monumento funerario. En los planos más amplios se observaba la tierra rojiza de un camposanto sobre la cual se alzaba aquel impactante grupo escultórico en el que toda la atención recaía de inmediato sobre la figura de un hombre que parecía rebelarse contra su destino y emergía de la tierra aún envuelto en su sudario y con la lápida sepulcral sobre la espalda. Con medio torso escapando de la muerte, huyendo del paso irreversible del tiempo, el hombre de mármol blanco alzaba la mano derecha al cielo en un gesto cuyo sentido se prestaba a toda suerte de interpretaciones. Ávalos no sabía si aquel hombre barbudo trataba de cubrir su rostro de la luz del sol o de la ira de Dios. Por otro lado, ¿era un gesto de protección o era un reto lo que proponía? Mientras, la mano izquierda se apoyaba firmemente en la roca para permitir el impulso del poderoso brazo. Se diría que el escultor había sorprendido al resucitado unas décimas de segundo después de iniciar su evasión y unas décimas de segundo antes de escapar definitivamente de la muerte.

Ávalos sintió sus doloridos dedos y admitió estar más lejos que nunca de la solución del enigma que proponían aquellas fotografías. En las últimas semanas las había estudiado durante horas con la esperanza de que el nuevo escrutinio le ofreciera la luz que anhelaba. Pero finalmente se había rendido, y estaba seguro de que solo un hombre podría ayudarlo en su búsqueda: el mismo que desde hacía tres meses había puesto en sus manos una información tan extraordinaria como, según el remitente, peligrosa. Una información que lo había conducido hasta la tumba retratada en las fotografías. Una información que llegaba en forma de cartas tan puntuales como discretas, sin remite, sin pistas, sin otra cosa que no fuera la impactante firma de su autor: Nemo.

El desconocido informador se había tomado muchas molestias para hacer llegar las cartas de modo que Ávalos no pudiera localizarlo. Cada semana aparecían en el buzón. El destinatario no sabía quién las traía, y eso que se había esforzado en vigilar (después de todo, estar jubilado tiene enormes ventajas, y una de ellas es poder gastar el tiempo en lo que a uno realmente le apetezca, aunque sea algo tan improductivo como acechar su propio buzón).

Pero, inesperadamente, la estrategia del autor de las misivas había dado un quiebro insólito en la última entrega. En la última carta, el misterioso Nemo indicaba a Ávalos una dirección en la cual encontrarse. Ya no habría más cartas, anunciaba. El relato que Nemo había compartido con Ávalos llegaba al final, y si cuanto le había sido revelado era tremendamente peligroso, según el peritaje del tal Nemo, lo que restaba por revelar exigía una entrevista personal.

Ávalos sacó del bolsillo de su chaqueta de punto su preciado reloj Thos Russell & Son Liverpool. Miró la hora. Capellán no tardaría en llegar, se dijo, y él tenía aún que preparar varias cosas para la cena. Al pensar en ello, la nostalgia empapó su mirada azul y acarició con dulzura las dos tapas chapadas en oro del reloj. En una de ellas se leía la expresión latina
Tempus fugit
.

—El tiempo se escapa —murmuró traduciendo la frase grabada.

Sonrió levemente al recordar de qué manera había llegado a sus manos aquel reloj. Luego deslizó sus dedos por la cadenita, como si repasara las cuentas de un rosario. Después, buscó entre sus recuerdos los ojos negros de Alejandra, la única mujer a la que había amado, la mujer que fue su novia ante el altar en la única boda que Ávalos había celebrado. La misma mujer que murió cuando él estaba lejos de su lecho acechando las pistas que conducían a los sueños que había perseguido toda su vida; los sueños que, más que la singularidad de lucir sombreros y mirar el tiempo en un reloj de bolsillo, lo convertían ante los ojos de los demás en un tipo excéntrico.

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