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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (34 page)

BOOK: La tumba de Verne
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—Como te dije, tuve un accidente de tráfico. Un coche se abalanzó sobre el mío hace unos días en Madrid. Alguien aprovechó que estaba medio inconsciente para robarme el bolso. —Hizo una pausa—. Fue entonces cuando llamé a Carmona, le conté lo sucedido y quedamos para el día siguiente. Se mostró dispuesto a reabrir el caso de la muerte de mi padre. Pero en el camino su coche se salió de la carretera. Dicen que fallaron los frenos.

—¿Reabrir el caso? ¿Y por qué? ¿Solo porque te habían robado el bolso? —Capellán sonrió con ironía.

—Eres irritante —replicó Alexia—. No fue por el bolso, sino por lo que tenía en él cuando me lo robaron.

Capellán alzó las cejas y aguardó a que ella aclarara adónde quería ir a parar.

—Está bien, confiaré en ti. Tengo la puñetera carta. Bueno, para ser más exacta, la tenía. Me la robaron.

—¡Joder! Podrías explicarte un poco mejor.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Para empezar, podrías decirme por qué no fuiste sincera conmigo. Yo tuve la certeza de que tenías esa carta el día en que fui a tu despacho y te hice ver que tal vez estabas en peligro. Te hablé de La Niebla, y tú mencionaste a Hetzel como miembro de esa sociedad cuando yo no lo había citado. Yo ya suponía que la tenías, pero en ese momento estuve totalmente seguro, y comprendí que la habías leído.

—Yo no podía confiar en nadie, y menos en ti —confesó Alexia—. Tú fuiste el último que vio a mi padre con vida.

—Disculpa, pero la última fuiste tú —precisó Miguel—. Yo me fui aquella noche dejándote con él, y tu padre estaba vivo.

—Quise decir que fuiste el último hombre que lo vio. Aquella vecina, la que avisó a la policía, declaró que había visto salir a un hombre de la casa de mi padre de madrugada. Podías haber sido tú.

—¿Yo? ¿Y por qué yo? ¿Cuántos millones de hombres hay en el mundo? ¡No me jodas!

—Creía que me ocultabas algo. —Alexia miró a los ojos miopes de Capellán—. Y creo que aún me lo ocultas.

Miguel sostuvo la mirada de la abogada y trató de ofrecer una expresión serena. Ella no era idiota, se dijo.

—Escúchame, yo apreciaba a tu padre. Y sí, es cierto que busco una historia que escribir, pero si vine hasta aquí no fue solo por eso. —Miguel estaba tan acostumbrado a mentir, tan adiestrado en ese arte, que era frecuente que se creyera sus propios embustes—. Quiero saber quién mató a tu padre, porque ya te dije que estoy convencido de que lo mataron. Y, por lo que se ve, ahora tú también lo crees.

—Ya no sé lo que creo. Esto es una locura. ¿Quién puede matar a un jubilado y a un policía por una carta que nadie sabe si es auténtica o no? Y casi me matan a mí. Por eso vine a este geriátrico.

—Menuda putada —dijo Capellán—. Nos hemos quedado sin la carta. No sé cómo vamos a seguir adelante ahora.

Alexia lo miró de reojo.

—¿Vamos a seguir? ¿Quién te ha dicho que voy a ir contigo a ninguna parte?

Miguel la fulminó con la mirada.

—Bueno, ya está bien. Si no quieres saber nada de mí, puedes apearte ahora de mi coche. Busca tú sola las respuestas que persigues, que yo lo haré por mi cuenta. Ya veremos a quién se le da mejor.

Alexia se envaró, como hacía siempre que alguien se enfrentaba a ella abiertamente. Las aletas de su nariz se movían solas. Miguel no había percibido antes aquel tic en la abogada.

—A lo mejor no todo está perdido —dijo Alexia.

—¿Qué quieres decir?

—Que tengo una copia —respondió al tiempo que ofrecía su mano al periodista—. Tenemos una copia.

Miguel estrechó la mano blanca de Alexia y sonrió.

La carta

… Parecía que las amenazas habían surtido efecto. Aparentemente, Jules tendía un puente de reconciliación al publicar
Mathias Sandorf
. No solo homenajeaba a Sand en el apellido del protagonista, sino que además escribió una calurosa dedicatoria a Alexandre Dumas hijo
[98]

Dumas hijo respondió visiblemente emocionado. Se mostraba encantado por la idea de nuestro tío de reconocer la memoria del gran Dumas, e incluso confesaba sentirse como un hermano de Verne
[99]
.

Pero nuestro tío, lo sabes bien, Maurice, era terco. Y, lejos de mostrarse cómodo con el proyecto al que había consagrado su vida, ideó un nuevo personaje, Robur, que no era sino una evolución oscura del propio Nemo.

Aquel ingeniero arrogante, por quien no pasaban los años, tal y como era propio en los Superiores Desconocidos, encarnaba los peligros de la ciencia cuando el conocimiento cae en manos de personas que no dudarían en emplearlo en su propio beneficio y no en el bien común.

Sumido en la amargura, fue entonces cuando vendió el
Saint-Michel III
a un precio ridículo. Algunos creen que lo acuciaban necesidades económicas, pero en realidad nuestro tío se estaba alejando de sí mismo y ultimaba un proyecto literario del cual, debo reconocer, no sé cómo tuvieron noticia los hombres sin rostro.

Hasta ese momento, nadie sabía que Jules había comenzado a escribir
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud,
un relato en el que pretendía desvelar los más íntimos secretos de los Superiores Desconocidos. Para evitar que llevara a cabo aquel proyecto fui reclamado por la orden.

Pusieron aquella pistola en mis manos. Me sorprendió su peso y su frialdad. Me explicaron lo que se esperaba de mí. Tu tío pretende traicionar a la orden, me dijeron. Es preciso un escarmiento. No se me exigía su muerte. Se trataba de una advertencia que no pudiera olvidar.

Pregunté el motivo por el cual se me elegía a mí para aquella misión. Y se me respondió que mi posición en la orden era la de aquellos que tienen obligaciones y no la de quienes están en disposición de hacer preguntas.

Dudé. Reconozco que dudé.

¿Qué consecuencias tendría para mí aquella misión? ¿Iría a la cárcel?

Me aseguraron que no. Ellos se encargarían de todo. Me declararían loco. Me encerrarían. ¿Estaba dispuesto a pagar aquel peaje para alcanzar el mismo conocimiento que mi tío pretendía vulgarizar poniéndolo al alcance de personas sin preparación para comprenderlo?

Dije que sí.

El día 9 de marzo de 1886 era martes. Lo recuerdo perfectamente. Un día de invierno en Amiens. Una tarde más. Iba a ser una tarde cualquiera para todo el mundo, menos para mí y para nuestro tío.

Jules regresaba del Club de la Unión. Yo, nervioso y con el corazón dividido, lo había seguido por las calles aguardando mi momento.

Lo vi meter la llave en la cerradura del portón de su casa en la calle Charles Dubois. Le grité, y él se giró hacia mí. Las palabras salieron de mi boca nerviosas y entrecortadas. Le advertí. Ellos no iban a permitir que divulgara sus secretos, dije. También me vigilaban a mí, le confesé.

Nuestro tío me miró desconcertado.

Y disparé. Lo hice dos veces.

Lo vi doblarse de dolor. Una bala lo había alcanzado en el pie. Supe después que jamás lograron sacársela y aquella cojera lo acompañó durante el resto de su vida.

En cuanto a mí… Los hombres sin rostro hicieron correr la versión que todo el mundo ha creído: Gaston Verne sufría algún tipo de manía persecutoria. La familia ya sabía de mi enfermedad mental. La cárcel no era el lugar adecuado para mí. Me aguardaba un centro psiquiátrico en el cual encontrarían la cura para mi mente enferma.

Fui dócil y obediente. La orden, estaba seguro, no se olvidaría de mí y de mis servicios.

El tiempo pasó. Y yo aguardé.

La orden, en efecto, no se olvidó de mí. Por ellos supe de nuestro tío. Conocí su sorprendente decisión de iniciarse en el mundo de la política como concejal en una lista republicana, lo que provocó una polvareda de cuidado, pues muchos le reprocharon lo que se interpretó como una traición a los principios monárquicos que siempre se le habían atribuido.

Pero lo más desconcertante fue saber que mis disparos no lo habían intimidado de la forma en que la orden pretendía, pues en 1889 publicó
Sans dessus dessous,
una novela que provocó la ira en la orden. ¡Cómo se le había ocurrido la idea de presentar como villanos a los héroes de su viaje a la luna!
[100]

Estoy seguro de que aquellas páginas no se hubieran publicado en vida de Jules Hetzel, pues el editor se mantenía fiel a los principios de la orden. Pero Hetzel había fallecido poco después de que yo disparara sobre Jules, y el hijo de Hetzel, que pasó a ser el nuevo editor, no formaba parte de La Niebla…

10

M
iguel leía la carta de Gaston en la soledad de su habitación. Gracias a la copia que Alexia había hecho y que ella le había permitido leer, disfrutaba ahora de una visión más completa de la vida oculta de Julio Verne. Allí estaban los cabos sueltos que la lectura del manuscrito que había robado de casa de Ávalos no lograba anudar al haber quedado inacabado.

Cuando Alexia le confió aquella copia, Miguel tuvo la esperanza de poder resolver las incógnitas que la novela no despejaba. Sin embargo, cuando solo le restaba por leer la última entrega que Nemo había enviado a Ávalos, comprendió que, si bien era cierto que la carta disipaba buena parte de sus dudas, no lo era menos que abría otros interrogantes sobre la naturaleza de la misteriosa sociedad que movía los hilos de la hermandad literaria a la que Verne pertenecía. Después de todo, ¿a quién podía importarle en pleno siglo
XXI
que Verne hubiera pertenecido a una hermandad secreta? ¿Qué interés podía tener? ¿Quién se veía tan amenazado por que todo aquello saliera a la luz que era capaz de matar a un maestro de escuela jubilado y a un inspector de policía en activo?

Habían pasado tres horas desde que Alexia y Capellán se despidieron. Miguel la había llevado hasta su hotel, en Vigo, y él regresó a la posada donde se hospedaba. No podía permitirse pagar una habitación en aquel hotel, confesó Miguel con cierto rubor. Ella se ofreció a instalarse en su misma posada, pero él dijo que no era necesario. Se verían al día siguiente, una vez que él hubiera leído la copia de la carta, para diseñar una estrategia común. Debían averiguar quién era Nemo, y para ello tendrían que regresar a La Isla.

—Tengo una teoría —confesó Capellán a Alexia—. Pero déjame que lea esos papeles para poder ordenar mejor mis ideas.

Ella accedió. Miguel se comprometió a recogerla a las nueve de la mañana del día siguiente.

Tres horas después de aquella conversación, Capellán acarició las hojas del último capítulo de la carta. Una mezcla de impaciencia y de temor lo devoraba. Ansiaba saber cómo acababa el relato, pero temía igualmente el desenlace. Por otra parte, se sentía culpable por no haber sido tan sincero con Alexia como ella lo había sido finalmente con él. Debía haber confesado que estaba en posesión de la novela inacabada de Ávalos, pero le asustaba la idea de que ella se sintiera engañada y no le permitiera leer la copia de la carta.

Miguel se sabía un traidor, pero no le importaba lo más mínimo. Después de todo, aquel sentimiento no era una novedad en su trabajo. Todo valía para conseguir la noticia. Así era él, y solía pensar que no era muy diferente a sus colegas de profesión.

—Déjate de hostias —se dijo en voz alta—. Lo importante eres tú.

Lo importante era su novela. Y si para tener una buena historia era imprescindible mentir, o al menos no decir toda la verdad, estaba dispuesto a hacerlo, como tantas otras veces.

Al fin el relato de la carta había desembocado en el atentado cometido por Gaston. Aquella versión, supuestamente escrita por el verdadero protagonista, despejaba todas las incógnitas. Aunque la ortodoxia había manejado una carta de Paul Verne para explicar lo ocurrido como un intento de Gaston de poner en el candelero a su tío, la realidad había sido bien distinta.

No se podía explicar lo sucedido hablando de la manía persecutoria que, decían, padecía Gaston. El propio Sinclair, el personaje inventado por Ávalos, hacía notar lo extraño que resultaba que un hombre a quien se tilda de desequilibrado mental trabajase para el Ministerio de Asuntos Exteriores, como era el caso de Gaston. E, igualmente, parecía anómalo que alguien con esa enfermedad pudiera viajar por Francia con una pistola con total impunidad. ¿Acaso nadie de su familia sabía que estaba en posesión de un arma?

Se trataba de una advertencia. Una seria advertencia de la orden.

Antes de los años ochenta del siglo
XIX,
Verne había ofrecido al mundo novelas de carácter geográfico y científico en las que la técnica y el progreso eran el norte al cual debía dirigirse el hombre. Sus protagonistas eran ingenieros, naturalistas y estudiosos dotados de una gran capacidad pedagógica y una moral intachable. Pero a partir de esa época aparecen en sus novelas criaturas literarias inquietantes, que no dudan en usar la ciencia en su propio y exclusivo beneficio. Robur, al que Gaston citaba en su carta, era un magnífico ejemplo.

Robur y Nemo se parecían demasiado como para no tenerse en cuenta semejante parecido. Ambos eran ingenieros y hombres alejados de toda norma social. Incluso sus banderas eran semejantes. Las dos eran negras, con la única diferencia de que la de Nemo presentaba una letra
N
dorada en el centro, mientras que la de Robur estaba sembrada de estrellas con un sol dorado en el centro. Y ambos son dueños de una máquina ingeniosa que provoca el pánico entre los hombres comunes. Al Nautilus de Nemo le sucede ahora el Albatros de Robur.

Desde su orgullo, Nemo y Robur contemplaban a los mortales con displicencia. Ambos parecían no sufrir el deterioro del paso del tiempo, como si se tratara de ángeles, de seres inmortales.

11

E
strela no podía imaginar el inesperado giro que su vida iba a experimentar aquel lunes de diciembre que había amanecido frío y húmedo. Había despertado como un día más, en el pequeño piso del extrarradio de Vigo que podía permitirse con el dinero que le reportaban las actuaciones en la compañía de teatro y, especialmente, los ingresos que obtenía por las clases de pintura que impartía todas las tardes en un local que tenía arrendado en una zona céntrica de Vigo.

Cuando acabó la carrera de Bellas Artes se planteó la posibilidad de preparar oposiciones, seguir una carrera docente igual que había hecho su padre, pero entonces su relación con Bieito era maravillosa y prefirió compartir horas de ensayo y actuación con él. Fue entonces cuando estableció la rutina de trabajo que aún mantenía: las mañanas las dedicaba a la preparación física y técnica necesaria para ejecutar los arriesgados y plásticos números de acrobacia aérea en los que se había especializado, mientras que las tardes las ocupaba impartiendo clases de pintura a un número de alumnos cada vez más grande.

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