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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (45 page)

BOOK: La tumba de Verne
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—Puede que tengas razón.

—La tengo —insistió Miguel—. Verne no era un estúpido. Imaginaría que la casa sufriría cambios con el paso del tiempo. —A través de una ventana se veía el mural al que hacía mención la guía—. ¿Crees que pudo imaginar que un dibujante belga vendría a pintar algo así en su casa?

Miguel estaba a punto de echarse a reír cuando de pronto sus ojos quedaron atrapados por algo que acababa de ver en el patio.

—¡Joder! —exclamó.

—¿Qué sucede?

—Mira. —Señaló al patio enlosado—. ¿Lo ves?

Pero Alexia no parecía ver nada notable. Era el patio por donde habían accedido a la casa. Iba a preguntar a Capellán a qué venía tanto aspaviento cuando lo vio salir corriendo escaleras abajo. Alexia lo siguió.

Miguel se precipitó al patio descubierto y corrió hasta el centro del mismo.

—Falta una losa —dijo contemplando un agujero en el centro del patio—. Pregúntale a ese tipo qué fue lo que pasó aquí ayer.

Entraron de nuevo en el museo. Alexia se acercó al mostrador e intercambió unas palabras con el empleado. Miguel la vio palidecer y, aunque no comprendía nada, de pronto lo entendió todo cuando el hombre mostró a Alexia la losa extraída del patio.

—Ayer una mujer pretendió robar esa piedra del patio. —Alexia tenía el rostro blanco como la nieve.

Miguel arrebató la piedra al empleado y la estudió de cerca.

—¡Dios mío! —murmuró.

Grabadas sobre la piedra había tres letras: XKZ.

—Pregúntale cómo era la mujer que arrancó esta piedra del suelo.

Alexia tradujo del francés. Se trataba de una joven de unos veintitantos años, dijo. Era rubia, con el pelo peinado en forma de rastas. Vestía como una especie de hippie, añadió.

—¡Es ella! Es la mujer que vi en el coche en el cementerio ayer y en el hotel esta mañana —dijo Miguel. Ahora sabía dónde la había visto—. Es la nieta de uno de los residentes de La Isla. La joven a la que vi hablando con Matías Novoa junto a la puerta de su habitación. —Miguel tenía el gesto demudado. Puso sus manos sobre los hombros de Alexia y, ante la mirada atónita del hombre sentado tras el mostrador, dijo—: Esa mujer no quería robar esa piedra, sino lo que había debajo.

—¡El último Verne!

Salieron precipitadamente del museo y corrieron hasta el coche de Miguel.

—Tal vez aún esté en el hotel —dijo Miguel—. Puede que no sea demasiado tarde.

—XKZ —murmuró Alexia mientras Capellán conducía de forma temeraria por las calles de Amiens.

—Ahora está claro —aseguró Miguel—. El valor numérico de esas letras, sumadas y reducido el resultado a un único dígito usando el mismo juego del que ayer te hablé, es 7. Si las iniciales de Julio Verne correspondían al número 5, igual que las del excéntrico protagonista de su novela, W. J. Hypperbone, era porque ellos expresaban la vida. Verne y su criatura se asemejaban en vida. Ayer no sabíamos cómo se unían las pistas de la tumba y de la novela para conducir hasta la piedra bajo la cual había escondido el manuscrito. Ahora está claro. Hay dieciséis caracteres en su tumba, de manera que, reducidos a un dígito, nos llevan al número 7. Hay siete árboles que rodean el mausoleo, y 7 es el número resultante de hacer la misma operación con las iniciales del hombre que resucita en esa novela: XKZ.

—Verne grabó esas iniciales en la losa del patio como pista, y ocultó debajo
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
. —Alexia se sentía arrastrada por una pasión que desconocía. Y en ese momento, fugazmente, se dio cuenta de cuánto se parecía a su padre. Sin poder evitarlo, imaginó al viejo maestro de escuela experimentando aquel cosquilleo interior que se había adueñado de ella.

—Recuerda lo que decía Gaston: Verne le había dicho que el mejor modo de ocultar una piedra era hacerlo entre otras muchas iguales, a la vista de todo el mundo. —Miró a Alexia por el rabillo del ojo mientras conducía—. Gaston dice que estaban sentados frente al patio. ¿Te das cuenta? La novela y la tumba están indisolublemente unidas. El 7 —dijo mientras conducía todo lo deprisa que el tráfico le permitía—. Verne vivió 77 años, y escribió esa novela siete años antes de su muerte.

—Tiene que ser una casualidad —observó Alexia—. No podía saber cuándo…

—¿Cuándo moriría? —Capellán completó la frase y pisó más a fondo el acelerador.

18

E
strela echaba de menos a Bieito, tenía que reconocerlo. Y no era porque no hubiera logrado sacudirse de encima el recuerdo de los días en que ambos fueron amantes. Se trataba de algo mucho menos romántico: Estrela no sabía hablar francés, y Bieito sí.

Durante los meses en que ambos compartieron formación circense en Chambéry, ella contaba con Bieito como intérprete. Pero, ahora que había tenido que atravesar Francia en busca de lo que parecía una quimera, se había encontrado en la obligación de hacerse entender como podía con sus nociones básicas de inglés. No obstante, ahí estaba, pagando en la caja de aquel supermercado las provisiones con las que iniciaría su viaje de regreso a Galicia. No podía perder más tiempo. La vida de su abuelo estaba en juego.

Jamás hubiera imaginado que un día se vería envuelta en semejante aventura. De hecho, después de escuchar la extraordinaria historia que don Rodrigo, o Matías Novoa, le había referido sobre Julio Verne, Estrela no dio crédito a lo que el anciano le había confiado. Ni la carta que el sobrino de Verne parecía haber escrito ni la que, según Novoa, el propio novelista había enviado al tal Mario Turiello habían conseguido que accediera a creer posible que la inmortalidad fuera un don alcanzable. Pero ¿quién podría poner un solo reparo a su cerrazón? ¿Quién en su sano juicio admitiría un relato semejante?

Estrela apenas pudo dormir la noche siguiente a su conversación con Novoa. El estado de su abuelo seguía siendo extremadamente grave, y en los instantes en que lograba zafarse del dolor que experimentaba por la enfermedad de Xoan la atrapaba el eco de las palabras de Novoa.

Al amanecer, Estrela había decidido olvidar la historia sobre Julio Verne y volcarse en el cuidado de su abuelo. Pero cuando aquel día regresó a La Isla y supo a través de Ana Otero que a don Rodrigo lo habían asesinado, Estrela empalideció. Escuchó a Otero hablar de un hombre enigmático que había visitado al anciano presentándose, al parecer, bajo una falsa identidad. La policía no había encontrado rastro alguno que pudiera permitir su captura, le confesó la secretaria, quien añadió que la estancia secreta de la que nadie tenía noticia había sido registrada de arriba abajo, como si el asesino buscase algo que don Rodrigo pudiera ocultar.

Estrela tuvo que esforzarse para que sus ojos no llorasen y su cara no reflejase el brutal impacto que aquella noticia le había producido.

Minutos después, junto a la cabecera de la cama de su abuelo, lloró en silencio. ¿Quién podía haber asesinado a don Rodrigo? ¿Acaso eran reales aquellos hombres sin rostro de los que él hablaba? La joven sintió vértigo. Don Rodrigo, Novoa, le había confesado sus miedos. Le había dicho que aquella historia había sido la causa de la muerte de otras personas, pero ella no lo creyó. Fue entonces, acariciando la frente de su abuelo, cuando tomó la decisión de viajar hasta Amiens. Después de todo, ¿qué podía perder? Se trataba simplemente de comprobar si había algo de cierto en lo que Novoa le había dicho.

Estrela salió del centro comercial, se dirigió al Seat Exeo familiar de color blanco que Bieito le había prestado y guardó la compra en el maletero. Su coche era demasiado viejo para conducir con él desde Galicia hasta el norte de Francia. Por esa razón, le pidió prestado el coche a su antiguo novio. Se trataba de un vehículo mucho más potente que el suyo y con menos kilómetros a sus espaldas. Él la miró con aquellos ojos negros como tizones y solo hizo una pregunta.

—¿Prometes estar de vuelta en cuatro días?

—Lo prometo —respondió ella, sin estar muy segura de si podría cumplir su palabra.

El Seat Exeo se puso en marcha.

Después de comprar las provisiones, el siguiente paso era llenar el depósito de combustible en la gasolinera situada frente al supermercado. A continuación, regresaría al hotel, recogería sus pertenencias y pondría a buen recaudo la caja de metal que contenía un fajo de papeles amarillentos escritos con pluma y firmados por Jules Verne.

De camino al hotel, Estrela recordó las imágenes que componían la extraordinaria aventura que había vivido el día anterior…

Había llegado a Amiens a primera hora de la mañana, después de conducir más horas de las que su cuerpo podía soportar. Antes de partir de Galicia, a través de Internet, había localizado un coqueto hotelito situado a las afueras de Amiens, en la zona norte. Para cuando llegó al hotel Kyriad Nord apenas lograba mantener los ojos abiertos. Eran las seis de la mañana.

A pesar del cansancio, no logró dormir. Una extraña sensación dominaba su cuerpo. Tenía miedo. Estaba nerviosa. Se sentía ridícula. Todo a la vez.

Tenía miedo porque seguramente aquel viaje no serviría de nada, y entonces su abuelo moriría. Estaba nerviosa, porque no sabía si sería capaz de hacer lo que tenía que hacer: localizar una piedra del enlosado del patio donde vivió Julio Verne y en la que, según Novoa, estaban escritas las letras XKZ. Después, debía arrancar aquella piedra del pavimento para poder acceder al manuscrito que Verne ocultó. Pero ¿sería capaz de hacerlo?

Finalmente, se sentía ridícula. Porque ¿quién en su sano juicio podía creer posible la inmortalidad, incluso después de saber que a Novoa lo habían asesinado?

Cuando la mañana llegó, Estrela se obligó a escapar de su miedo, de sus nervios y de aquella sensación de ridículo. Tomó un apresurado café en el comedor del hotel y se dejó guiar por el navegador del coche de Bieito hasta el número 2 de la calle Charles Dubois. Encontró aparcamiento a la vuelta de la esquina, junto a una pequeña zona ajardinada.

Al llegar ante el portón de acceso a aquel caserón de ladrillo rojo y ventanas blancas sus piernas flaquearon, pero aun así tomó aire y se decidió a entrar junto a un grupo de media docena de turistas. Cuanta más gente hubiera, mejor para sus intereses, pensó. A la derecha de la puerta de entrada, sobre una placa negra, se anunciaban los horarios de visita escritos con letras de color blanco.

Compró una entrada, como una turista más, y deambuló por las habitaciones de la casa que un día ocupó el escritor con su familia, pero mientras paseaba no perdía de vista el patio enlosado. Al menos hasta ahí, el relato de Novoa era cierto: había un patio descubierto con losas.

Verne había quemado en aquel patio documentos personales de naturaleza desconocida, según relataba Gaston. Matías Novoa, gracias a la carta del escritor a Turiello, sabía que el novelista fingió que el manuscrito titulado
Hacia la inmortalidad y la eterna juventud
había ido a parar a aquella hoguera, pero en realidad no fue así.

Tras completar el recorrido por la casa, Estrela salió al patio exterior sintiendo cómo su corazón latía con extraordinaria fuerza. Sus planes para pasar desapercibida se vieron favorecidos por la llegada de una nueva remesa de visitantes. Y, mientras los recién llegados acaparaban la atención de los empleados del museo, ella caminó hasta el centro de aquel patio buscando la piedra sobre la cual Verne había grabado las letras XKZ. Novoa le había hablado de la novela titulada
El testamento de un excéntrico
y de su personaje principal: un hombre que regresa a la vida cuando todo el mundo lo daba por muerto. Un hombre que adoptó por seudónimo aquellas mismas consonantes.

No tardó en descubrir la losa. Las letras apenas eran visibles, pero estaban allí, delante de todo el mundo. ¿Sería posible? ¿Estaría allí oculto el último Verne?

Miró de reojo hacia el mostrador, donde el empleado del museo atendía a los visitantes. Le pareció que nadie reparaba en ella, de modo que se arrodilló sobre el patio, sacó de su chaquetón negro un pequeño martillo y una especie de cortafrío, y golpeó con todas sus fuerzas. Lo hizo una vez, dos, tres… El cuarto golpe hizo que el empleado del museo mirase hacia el patio alertado por el ruido. Cuando sonó el quinto golpe, dos hombres corrieron hacia la puerta que daba acceso al patio. El sexto golpe hizo que la piedra cediera.

Estrela vio a los dos hombres correr hacia ella con un ojo. Con el otro, contempló atónita una caja de metal oculta bajo la losa. Apresuradamente, guardó las herramientas en el chaquetón, cogió la caja y corrió hacia la puerta de salida con el corazón en la boca. Tras ella, los dos hombres gritaban.

Estrela corrió tan rápido como pudo. Sentía los pulmones a punto de estallar, pero no podía permitirse parar. La piedra con las tres letras grabadas se le había caído en el patio, pero lo importante era aquella caja de metal en cuyo interior, quería creer, estaba el manuscrito que Verne salvó del fuego.

En su huida, la joven estuvo a punto de ser atropellada por dos coches en la calle Otages, pero logró esquivarlos con mucha fortuna. Aunque no sabía si los dos hombres la seguían, ella apretó aún más el paso hacia ninguna parte, pues nada conocía de aquella ciudad. Cuando al fin se detuvo le ardían los pulmones.

Mientras recuperaba el resuello, dio las gracias a tantas horas de entrenamiento físico al que había sometido a su cuerpo a lo largo de su vida. Necesitó, no obstante, un par de minutos para serenarse. Entonces, su mirada tropezó con la mastodóntica presencia de la catedral gótica de Amiens. Aquel maravilloso entramado de piedras, agujas y estatuas la ignoró. Ella también era inmortal y no necesitaba que ningún escritor le recordara que tal cosa era posible.

La muchacha miró alrededor. Estaba en una pequeña plaza poco transitada en aquel momento. En la fachada de uno de los edificios se leía: «Place Saint Michel». Como el hijo de Verne, pensó Estrela. Como sus yates.

No había rastro alguno de sus dos perseguidores. Supuso que nadie había reparado en que había sacado de debajo de aquella losa una pequeña caja rectangular de metal. Tal vez, imaginó, se dieron por contentos con recuperar la piedra del patio.

Con cautela, desanduvo el camino en dirección a su coche, que, para su desgracia, estaba bastante cerca del museo dedicado al novelista.

Cuando estuvo cerca del Seat Exeo, extremó las precauciones. Tal vez los empleados del museo habían dado aviso a la policía, o quizá alguien la había visto llegar y su coche estaría ahora bajo vigilancia. Pero, tras casi media hora rondando la zona, se convenció de que nadie la seguía y de que nadie vigilaba su coche.

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