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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (18 page)

BOOK: La Tumba Negra
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—En el sermón de ayer —dijo muy serio—, Abid Hoca dijo que esto tenía algo que ver con la excavación de Kara Kabir. Dijo que no era bueno tocar las tumbas de los santos.

Maho se dio media vuelta y le miró de forma aviesa. Al principio Şıhlı no le rehuyó la mirada, pero por fin no pudo sostenérsela más e inclinó la cabeza. El silencio se abatió sobre el microbús. Nadie hablaba. Durante un rato Esra sólo escuchó el zumbido del motor y el ruido de las herramientas al sacudirse mientras avanzaban por el camino de tierra y comprendió que se trataba de algo que los obreros ya habían discutido entre ellos. A pesar de la oposición de Şıhlı, debían de haber decidido continuar trabajando en el yacimiento. ¿Habría otros que pensaran como él? Aunque los hubiera, parecía evidente que no eran mayoría. Incluso la opinión de Şıhlı, claramente influido por Abid Hoca, no era demasiado firme. De hecho, ninguno de ellos había faltado al trabajo.

—Mirad, amigos —dijo Esra, pensando que en aquella situación la mejor defensa era el ataque—. No sé lo que pensará Abid Hoca. Pero la muerte de Hacı Settar no tiene nada que ver con ninguna maldición. Estáis metidos en esto y sabéis que no hemos quitado una piedra de Kara Kabir. Todo lo contrario, hemos limpiado los alrededores y hemos restaurado la tumba. Lo habéis visto con vuestros propios ojos.

En el interior del vehículo se alzaron voces de aprobación.

—Por Dios que sí. Hasta ese Timothy, que dicen que es un infiel, y el alemán de mirada fría han pintado el muro exterior de Kara Kabir con sus propias manos.

—Nunca Kara Kabir ha estado tan cuidado —dijo otro.

—No le haga caso a esas tonterías, señora Esra —dijo Maho—. Abid Hoca ha hablado así porque ha hecho caso a los ignorantes. Si viniera a Kara Kabir, él también vería la verdad.

—Pues no hablabais así delante de él —se atrevió a decir Şıhlı.

Maho se volvió furioso y mirando a Şıhlı, que estaba sentado dos asientos más atrás, le dijo en kurdo:

—No me montes follones, hombre. Si no quieres, no vengas. No te hemos traído a rastras. Si quieres, ahora mismo paramos el coche y te bajas.

Şıhlı inclinó la cabeza y no respondió, pero eso no sirvió para mitigar la furia de Maho.

—Si vienes, ven, pero calla. No fastidies a la gente. Aquí todos estamos para ganarnos el pan. Tu Abid Hoca no tiene problemas para ganárselo, todos los meses cobra su sueldo del Estado y vive en una residencia. Nosotros, si no trabajamos, pasamos hambre. El trabajo es la mejor forma de rezar. Lo dijeron Nuestro Señor el Profeta y el santo de Kara Kabir. ¿Dónde está la maldición en eso…?

A pesar de que sólo había entendido la mención a Kara Kabir, Esra pudo comprender el contenido de la reprimenda por el tono de voz. Maho continuó hablando en kurdo hasta que llegaron al yacimiento, aunque de vez en cuando se volvía a Esra y le decía en turco: «Disculpe, pero somos gente ignorante».

La charla de Maho tranquilizó a Esra. Cuando vio las hundidas murallas de la ciudad antigua por el parabrisas, que la noche anterior Halaf había dejado brillante como un espejo, su corazón dio un dulce salto de emoción, como cuando volvía a su casa de Estambul después de algún largo viaje.

Décima tablilla

Una vez terminada la ceremonia, cuando los reyes entraron en el palacio, una dulce emoción envolvió mi alma. Acudí en presencia de mi padre y le pedí permiso para ausentarme. En cuanto me lo concedió, tomé el camino del templo a paso rápido. Al pasar ante el Largo Muro de Relieves mi mirada se desvió por un instante hacia la imagen de la Diosa Desnuda sosteniéndose los pechos con las manos. Mis pasos se hicieron más lentos de manera automática. En mi mente se apiñaban pensamientos inmorales y ante mis ojos pasaban imágenes obscenas. Noté que un curioso calor me invadía la cara y, enfadado conmigo mismo por haber mirado con malos ojos a la Diosa Desnuda, me alejé a toda velocidad de allí. Antes de subir las escaleras del gran templo, a cuyos lados se encontraban unas estatuas de esfinges bicéfalas, incliné la cabeza y miré al suelo. Cuando llegué a la soberbia puerta del templo, me había quedado sin aliento. Pero no tenía la menor intención de esperar y entré de inmediato. Aunque había ido muchas veces, me dio la impresión de que entraba en un lugar completamente ajeno y me poseyó una sensación de extrañeza, como si me encontrara entre desconocidos. Para que no me vieran en aquel estado los funcionarios del templo, me oculté tras una de las grandes columnas a esperar que se me pasara el nerviosismo. Entonces vi que me estaban observando las imágenes de Teshup, el dios de la tormenta, de su esposa Hepat, diosa del sol, y de la diosa Kupaba. Parecían vivas, la luz del día que se filtraba por la ventana les daba en el rostro y era como si Nuestros Señores quisieran decirme algo con sus ojos lavados por la luz. Quizá no aprobaran lo que estaba haciendo. ¿Debería haber esperado a que mi padre me encontrara un partido adecuado para mitigar aquella curiosidad que me inflamaba incorporando un extraordinario anhelo a mis días y mis noches, para sofocar aquel deseo incesante de mi cuerpo? ¿Eso era lo que pretendían decirme Nuestros Señores, los auténticos dueños de nuestra existencia, con sus miradas frías? Por supuesto, no había en nuestra ciudad una ley que dijera que todos los varones jóvenes debían yacer con las prostitutas del templo. Mi valor se iba desvaneciendo según miraba las caras de nuestros creadores. Empezaba a pensar que sería mejor que regresara a casa cuando noté que una mano se apoyaba en mi hombro. Al darme media vuelta me encontré con el sumo sacerdote Walvaziti, todavía vistiendo sus ropas ceremoniales.

—¿Qué haces aquí, joven Patasana? —me preguntó. Como tardaba en contestarle, entendió la situación por la expresión de mi cara. Frunció el ceño y me dijo—: Has venido para yacer con las prostitutas del templo, ¿no?

No sabía qué decir. Incliné la cabeza para no tener que mirar sus ojos airados. El sumo sacerdote continuó regañándome:

—Y sientes vergüenza por algo tan sagrado. Te avergüenza aceptar la ofrenda de estas abnegadas mujeres que se consagran a la diosa ofreciendo sus cuerpos.

Mientras hablaba yo pensaba que me gustaría que me tragara la tierra.

—Te perdono tu ignorancia porque eres joven. No hay nada de lo que avergonzarse ni que reprocharse. La diosa Kupaba quiere que hagas el amor con una de esas sagradas mujeres. Deshazte de la vergüenza de tu cara y del temor de tu corazón y sígueme, joven Patasana —dijo, y echó a andar.

Seguí en silencio a Walvaziti. Pasamos ante las imágenes de los dioses y nos desviamos por un corredor en penumbra de altos techos que había al extremo de la nave. El pasillo estaba iluminado por candiles que colgaban de las puertas de las habitaciones. Una música ligera y el agradable olor del incienso, que no sabía de dónde procedían, te llamaban a un mundo de ensueño. Pero mi inquietud era tan grande que era incapaz de cruzar el umbral de aquel mundo. Al llegar a la tercera de aquellas habitaciones que se alineaban unas frente a otras a todo lo largo del corredor, el sumo sacerdote se detuvo y me la señaló con la mano.

—Entra y espera —me ordenó—. Serás elegido.

Sin decir una palabra, sin ni siquiera mirarle a la cara, me incliné respetuosamente ante él y entré.

Dentro no había nadie. La música del exterior también se oía allí y el olor del incienso hacía algo pesado el ambiente del cuarto. Me llamó la atención una cama pegada a la pared de la derecha. Estaba cubierta por una colcha adornada. Le habían bordado con gran destreza los juncos que crecen en la orilla del Éufrates, las aves que sobrevuelan el agua y los peces que nadan en ella. Me quedé planta do en medio de la habitación sin saber qué hacer. Luego oí unos pasos en el exterior. Preso del pánico, me senté en un extremo de la cama. Inmediatamente después se abrió la puerta y entraron dos mujeres. Llevaban la cabeza descubierta, pero vestían unas largas túnicas blancas como la nieve que les llegaban hasta los pies. Las mujeres me saludaron sonriendo respetuosamente. Se comportaban con tanta naturalidad que se comprendía de inmediato que eran prostitutas del templo, maestras en las artes del amor. Cuando se me acercaron, me di cuenta de que había alguien más detrás de ellas. Parecía sentir cierto temor en mostrarse. Cuando las dos mujeres que estaban al frente se apartaron, pude verla mejor. Pero antes incluso de verla, no sé si por la gracia de su recelo, por la luz que se difundía por el cuarto o por la imagen que proyectaba, capaz de calentar el corazón, pude percibir en ella una belleza digna de una diosa. Inclinó la cabeza. Su pelo negro caía sobre la túnica blanca que cubría su delicado cuerpo. Levantó la cabeza lentamente y sus ojos de color castaño oscuro, temerosos como los de una gacela, se clavaron en mi cara avergonzada. Al ver aquellos ojos tibios cuya mirada se te hundía hasta la médula, me di cuenta de que me había encontrado con mi primer amor, con la mujer que habría de cambiar mi vida. Me incorporé emocionado, asustado, alegre.

11

Los dos soldados se incorporaron alegres y se acercaron a Esra. Habían estado vigilando en la oscuridad muertos de miedo y tiritando de frío hasta el amanecer, entre ruinas que se convertían en visiones espantosas. Cuando el viento se hizo más fuerte a medianoche y comenzó a extraer ruidos que parecían gemidos a los perfumados árboles del paraíso que había ante Kara Kabir, se retiraron hasta las ruinas del palacio y empezaron a rezar para que clareara mientras escupían insultos a su capitán, Eşref,
el Loco
. Por fin el viento se calmó, la oscuridad empezó a desvanecerse y pudieron ver el todoterreno que llevaba a los arqueólogos en el estrecho sendero envuelto en una claridad plomiza. Los soldados, al ver el coche, pensaron que había llegado el momento de su salvación, pero cuando supieron por Kemal, aquel tipo de cara larga, que la jefa de la excavación llegaba en otro vehículo, siguieron esperando y lanzando maldiciones en silencio. De haber sido por ellos, habrían pasado de la señora Esra y se habrían largado de allí en aquel preciso instante. Pero la orden del capitán era clara: no dejarían el yacimiento sin haber hablado con ella. Había alguien más que esperaba con ellos: Selo, el guarda de la excavación. Selo, que había llegado casi al mismo tiempo que el todoterreno, esperaba a Esra azorado por no haber cumplido su misión. Cuando el microbús que la llevaba llegó media hora más tarde, los dos soldados y el vigilante recibieron con igual inquietud a la jefa de la excavación al pie del vehículo. Los soldados, más impetuosos que Selo, le dijeron casi sin respirar que querían volver a la comandancia. Esra les propuso que desayunaran antes, pero les dio permiso para que se fueran cuando ellos rechazaron su oferta y encargó a Murat que les llevara de regreso. Aunque el estudiante no se sintió muy feliz con la orden, hizo lo que se le mandaba y tomó el camino de la comandancia llevándose a los dos soldados, exhaustos por la tensión y la falta de sueño. Selo se acercó a la jefa de la excavación cuando vio que había terminado de hablar con los soldados.

—Disculpe, señora.

Esra se puso seria al ver ante ella al anciano.

—No es posible, Selo. Te dejamos para que protegieras la excavación y tú se la entregas a los ladrones.

—Por Dios se lo juro que no tenía ni idea de nada —intentó explicarse el hombre—. Toda la culpa la tiene ese cabrón del Manco. Me engañó.

—¿Y si aparece otro que también te engaña?

—No, no volverá a pasar. Ya he metido la pata una vez. Nunca más volveré a hacerlo.

Esra no pudo soportar más las lamentaciones de aquel hombre envejecido antes de tiempo.

—Has cometido una falta muy grave —dijo incómoda—. Pero no voy a despedirte…

Selo sonrió agradecido mostrando sus escasos dientes, amarillentos por la nicotina.

—Gracias a Dios.

—Pero si vuelves a dejar sola la excavación o si metes a alguien…

—Juro que no. Se lo juro por mi hijo, señora. A partir de ahora no entrarán ni los hombres de Memili,
el Manco
, ni las ovejas de un pastor sordo.

Tenía la intención de continuar hablando, pero Esra le interrumpió:

—Muy bien, Selo. Desde ahora ten más cuidado.

El anciano guardó silencio con una sonrisa agradecida en los labios. La jefa de la excavación, pensando que ya había perdido bastante tiempo, se dirigió hacia la antigua biblioteca. Quería ver lo antes posible las dimensiones del daño que Şehmuz y sus compinches habían producido en la excavación. Seguida por el resto del equipo, pasó por encima de la tierra ondulada y por entre muros hundidos hasta llegar a las ruinas de la biblioteca. Se inclinó sobre el suelo de guijarros y ladrillos y comenzó a estudiar los daños.

Al parecer Şehmuz y Bekir habían cavado en la sección 5D. Cuando terminaron, volvieron a taparlo con bastante habilidad para ocultar el hurto, pero era muy difícil engañar a un ojo experto. A primera vista podía apreciarse dónde habían cavado. Allí el suelo estaba más oscuro y blando. Con todo, no se observaban daños graves. Se veía que, como sólo habían encontrado tablillas, los ladrones habían dejado la biblioteca y se habían dirigido a cavar en otros lugares. Las estatuillas de la mujer, el ciervo, el collar y la copa debían haberlos extraído de esos otros sitios. ¿Dónde habrían cavado? Muy probablemente en el templo, pensó Esra. Pero aquello no la afectó demasiado: para ella las tablillas de Patasana eran más importantes que todos los templos por descubrir y todos los tesoros intactos del mundo.

—¡Estos tipos han trabajado con más cuidado que nosotros! — dijo admirado Kemal, plantado de pie a su lado.

—Bravo por ellos —dijo Esra—. Así han dañado menos la excavación.

—Lo que no entiendo es de quién habrán aprendido a excavar de una manera tan precisa, casi como nosotros.

—¿De quién va a ser? De los arqueólogos. —Esra se incorporó—. Ya nos dijo Halaf que los hombres de Memili,
el Manco
, habían trabajado de peones en otras excavaciones. Así fue como aprendieron a abrir la tierra.

Kemal seguía estupefacto.

—Mira tú qué tipos —susurró—. Pues sí que se han espabilado —al decir aquello miró a Elif, pero la muchacha no se dio por aludida.

—En fin, empecemos a trabajar —dijo Esra. Desvió la mirada por un momento hacia el cielo, que ya iba enrojeciendo—. Dentro de un rato esto va a ser un infierno —y continuó, dirigiéndose ahora a Bernd—. Usted y su equipo sigan excavando en la biblioteca. Teoman y yo iremos a controlar el templo.

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