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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (17 page)

BOOK: La Tumba Negra
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Luego los músicos comenzaron a tocar, pero ahora ya no se cantaba ni se entonaban salmos. Sólo sonaban los instrumentos. Se repartieron los alimentos y las bebidas. Nuestros reyes se pusieron en pie y brindaron por los dioses y así dio comienzo el almuerzo ceremonial. La mesa rebosaba de platos exquisitos: frutas y verduras de las que crecían en la ribera del Éufrates, carne de carnero, de vacuno y de caza, pescado, los mejores vinos y cervezas, pan blanco y cualquier otra cosa que se pueda imaginar. Después de que todos comiéramos y bebiéramos a placer hasta hartarnos, nos levantamos a una señal del sumo sacerdote Walvaziti.

El rey Pisiris pasó a la cabecera de la mesa, levantó la copa y dijo: —En este día de fiesta hemos comido, bebido y nos hemos saciado por el dios de la tormenta. Mil gracias le sean dadas. Que nunca nos falte la protección de sus alas, que a nosotros nos otorguen la salud y a nuestros enemigos la derrota. Que con su ayuda el país de Hatti alcance su antigua grandeza y su antigua magnificencia. Que se acepte nuestro gobierno en todas partes y que nuestras tierras se ensanchen, que nuestro nombre se recuerde a todo lo largo de las riberas del Éufrates y que nuestra fama se extienda por todos lados…

Me fijé en que los ojos de Pisiris brillaban ardientes y que su voz temblaba de ambición. Mi padre también se dio cuenta y, suspirando profundamente ante la avidez insaciable del joven rey, inclinó la cabeza desesperado.

En cuanto el monarca terminó de hablar, volvieron a sonar los salmos y la música. Una vez que se acabaron las canciones, el gentío se dispersó después de presentar sus respetos a los reyes inclinándose ante ellos. Los últimos en abandonar el templo fueron los propios soberanos. Por desgracia, mi padre y yo regresaríamos con ellos. Era una antigua tradición que los funcionarios de palacio al completo siguieran a los reyes hasta que acabara la ceremonia.

10

Esa mañana el equipo de la excavación al completo se despertó temprano. Todavía no había salido el sol. La lejana llamada a la oración que llegaba desde la aldea de más allá le daba a la mañana un aire triste y místico. Halaf, que se había despertado antes que los demás, había preparado el té, había calentado agua para el café de los extranjeros y había empezado a poner la mesa. Los primeros en llegar fueron Bernd y Timothy, que aquel día no iba a ir al yacimiento y llevaba la misma ropa que el día anterior. El alemán, sin embargo, se había afeitado y llevaba puesto su salacot color caqui. Era incapaz de ponerse a excavar sin llevar aquel salacot, que creía muy eficaz contra el calor, a pesar de que sus compañeros se burlaran de él diciendo que era el mismo que Hugo Winckler había llevado en las primeras excavaciones hititas en 1906 en Boğazköy. Tras Timothy y Bernd, llegó Esra. La joven saludó a los dos extranjeros sonriéndoles con amabilidad. No habían empezado a conversar cuando aparecieron Kemal, Murat y Elif. A Teoman no se le veía todavía.

—¿No se ha despertado Teoman? —preguntó Esra.

Kemal no le hizo caso, al parecer la conversación de aquella noche con Elif no había ido muy bien.

—Está en el retrete —le contestó Murat—. Fue corriendo sin haberse lavado la cara siquiera.

En el rostro de Timothy apareció una sonrisa burlona.

—No me sorprende. Con todo lo que cenó anoche…

Todos se rieron a excepción de Kemal y Elif. Aquello no se le escapó a Esra.

«Vamos a tener que hacer algo con éstos», pensó.

—¿Alguien quiere huevos?

Quien preguntaba era Halaf, que se acercaba a la mesa con un plato de queso.

—¡Huevos! —estalló Kemal—. Dentro de una hora va a hacer un calor de mil demonios y los huevos nos pueden sentar fatal. ¿Quieres que nos pongamos enfermos?

El cocinero pasó de inmediato a la defensiva.

—Pero
herr
Bernd dice que él no sabe desayunar sin huevos.

El alemán, muy seguro de sí mismo, volvió lentamente la mirada a Kemal.

—Sí, si no desayuno con huevos, no me quedo a gusto. Pero no así. Huevos fritos con jamón.

—¿Huevos con jamón? —dijo Kemal arrugando el gesto, y luego añadió señalando lo que había en la mesa—: Dos tipos de queso, aceitunas negras y verdes, mantequilla, miel, melaza, tomates, pepinos y pimientos verdes, ¿no te basta con eso, Bernd?

—Cada país tiene su cultura del desayuno. Nosotros no tomamos aceitunas ni quesos como los vuestros.

—¿Que no tomáis queso? —se sorprendió Murat.

—Sí, pero queso suizo en lonchas. Y para acompañarlo, mermelada y cruasanes. Pero yo prefiero huevos con jamón.

—Pero eso es muy poco saludable —siguió protestando Kemal.

—Yo creo que sí lo es —replicó Bernd con un tono aún más decidido—. Hay un refrán ruso que dice: «Desayuna solo, almuerza con tu amigo y comparte tu cena con tu enemigo».

La mirada de Murat se deslizó hacia Timothy.

—Vaya, Timothy —le dijo como si el americano fuera su amigo de toda la vida—. Y tú, ¿por qué no eres tan exquisito con el desayuno? Por lo que yo sé, los americanos no saben pasar sin cereales.

—Pues te equivocas. Nosotros también tomamos huevos con jamón. Pero a estas alturas yo me tomo lo que haya.

—En el desierto de Iraq debía ser un poco difícil encontrar jamón —porfió Murat.

—Sí, pero, como ves, tampoco lo hay en Turquía.

—Mejor que no lo haya —intervino Kemal con cara hosca—. La mayoría del equipo se pasaría la mayor parte del tiempo en el retrete, como Teoman.

—En fin, como no hay huevos con jamón, tampoco hay problema —concluyó la discusión Timothy.

Con la modorra de la mañana, no se inició ninguna otra conversación en la mesa.

—Se te ha pinchado la rueda de la bicicleta —le dijo Teoman a Bernd al regresar del excusado—. Esta zona es peligrosa, no te aconsejo que des paseos de noche.

El alemán pareció asombrarse.

—¡Pero si anoche no salí a montar en bicicleta!

—Esas cosas pasan —dijo Timothy—. A veces las ruedas pierden aire solas.

—Déjate ya de bicicletas y fíjate en ti, Teoman —le pinchó Murat—. Nos creíamos que te habías caído al váter.

Teoman estaba bastante harto de las pullas absurdas de aquel estudiantillo, pero no dejó que le ofendiera y simplemente respondió:

—Ya lo veis, cuando el lobo envejece se convierte en payaso de los perros.

Todo el mundo se rió en silencio con aquel refrán. Murat no insistió.

Esra estaba sumida en sus pensamientos. Llevaba meditando desde la noche anterior lo que le había contado Halaf. ¿Tendría razón el cocinero? ¿Habría dejado la gente de creer en profecías y supersticiones al enriquecerse la región, o Halaf sólo intentaba despistarlos temiendo perder el empleo? Para comprenderlo, bastaría con observar la actitud de los peones en el yacimiento. Pero Esra no estaba demasiado segura de que fueran hoy. Desde luego, como hicieran responsable a la excavación de lo que había ocurrido, no tendrían la menor intención de trabajar con ellos. A pesar de que cada mañana iba al yacimiento en todoterreno, decidió tomar el microbús con el que recogían a los obreros. Si veía en ellos la más mínima indecisión, intentaría convencerles.

Después del desayuno, que no duró demasiado, Teoman y Kemal cargaron el vehículo con las herramientas. Conducía Kemal, y Elif, que no quería estar con él en el mismo vehículo, prefirió ir con Esra en el microbús que llevaba Murat. Kemal aceptó nervioso pero en silencio la inusual petición de su chica y, sin decir nada, puso en marcha el todoterreno y tomó el camino de la antigua ciudad hitita. Los del microbús, que estaban esperando a que Halaf preparara las cosas del almuerzo de media mañana, sólo pudieron ponerse en marcha después de que lo cargara todo.

El microbús avanzaba con rapidez por el camino, que se iba iluminando lentamente. Todavía faltaba bastante para que saliera el sol, pero la claridad había acabado con el frío nocturno, y la espesa niebla que cubría el Éufrates empezaba a dispersarse. Recogerían a los trabajadores en un cruce a un kilómetro de allí, en el puente de piedra que cruzaba el lecho seco del arroyo. Cada mañana los obreros esperaban tranquilamente bajo el hermoso peral silvestre que había algo más allá del puente. De dos aldeas, sólo habían podido reunir diez obreros. Y eso gracias a Hacı Settar. Eran campesinos pobres, pero todos tenían un terreno por pequeño que fuera. De hecho, cuatro de ellos habían avisado desde un principio que dejarían el trabajo en cuanto llegara la recogida del algodón. Esra pensaba que para entonces ya tendrían menos faena. Y si hacía falta podrían traer jornaleros del pueblo. Pero con la muerte de Hacı Settar se enfrentaba al peligro no ya sólo de no encontrar jornaleros en el pueblo, sino de perder a todos sus trabajadores. Sentada detrás de Murat, pensaba con la mirada clavada en el camino y dando profundas caladas a su cigarrillo en si encontrarían o no a los obreros bajo el peral. No pudo desprenderse de su inquietud hasta ver tras la última curva el enorme corpachón de Maho, el capataz.

—Han venido —susurró—. Halaf tenía razón. Han venido.

—¿Por qué no iban a venir? —preguntó sorprendida Elif. En sus ojos adormilados apareció una expresión estúpida. En lugar de responderle, Esra señaló con la cabeza al capataz.

—No falta ninguno, están todos ahí —dijo.

Maho les esperaba de pie, con la mirada en el camino, los demás estaban acuclillados en el suelo. Sólo Şıhlı apoyaba la espalda en el grueso tronco del peral. Todos estaban fumando. El humo que ascendía del grupo se filtraba por entre las ramas oscuras del peral y se perdía en su amplia fronda.

—Parecen una bandada de gansos —dijo Murat—. Maho, el jefe de la bandada, está un paso adelante, intentando averiguar con la mirada al frente dónde pueden encontrar comida.

Elif se rió en silencio. Esra ni sonrió.

—No es una buena comparación. No son gansos, sino personas.

Murat ni siquiera intentó defenderse, se limitó a reír en silencio, como Elif.

Los obreros se pusieron en movimiento en cuanto vieron el microbús. Los que estaban sentados se levantaron y se acercaron al puente. Cuando el vehículo se paró en la cuneta, le dieron una última calada a sus cigarrillos y tiraron las colillas al lecho seco del arroyo, rodeado a ambos lados por adelfas rosas y amarillas. Dos jóvenes obreros, uno moreno y el otro castaño claro, miraron a las mujeres del microbús intentado disimular el apetito carnal que flameaba en sus ojos ardientes. Aparte de la ligera curiosidad producida por el hecho de la desacostumbrada presencia en el vehículo de Esra y Elif, las miradas de los demás obreros fueron, como siempre, respetuosas y naturales. En cuanto se abrió la puerta del microbús, empezaron a subirse a él con Maho al frente.

—A la paz de Dios —dijo Maho intentando introducir su corpachón por la puerta.

—A la paz de Dios, maestro Maho —contestó Esra. Ya se había acostumbrado a saludarlos así. El capataz se sentó junto a ella, y los demás, empujándose entre bromas, se instalaron en los asientos de atrás. Cuando el microbús se puso en marcha, Maho se volvió hacia la jefa de la excavación.

—¿Y cómo es que ha venido usted a recogernos, señora Esra?

Ella intentaba aparentar tranquilidad.

—No pasa nada, maestro Maho. Todos los días voy en el todoterreno, así que me dije que hoy podía ir en el microbús. Y usted, ¿qué tal? ¿Cómo está?

—¿Cómo voy a estar? —Maho arrugó con una expresión de tristeza la cara curtida como el cuero por el sol—. Ya ha oído lo de Hacı Settar, estamos hechos polvo.

Esra suspiró profundamente.

—Sí, nosotros también lo hemos lamentado mucho. Era muy buen hombre.

—Un santo —intervino uno de los obreros—. Un padre para los pobres.

—Un hombre muy santo —añadió otro—. Y que nunca le decía a nadie haz esto o lo de más allá.

—¿Quién creen que puede haberlo hecho? —preguntó Esra intentando saber qué pensaban los obreros.

—El que lo haya hecho no es de por aquí —dijo Maho con tono seguro—. La gente de esta tierra no habría matado a Hacı Settar.

Esra, creyendo que pensaban que les estaba acusando a ellos, se preparaba a preguntarle a qué se refería cuando hablaba de forasteros, pero la intervención de Şıhlı se lo impidió:

—El que lo mató es el mismo demonio. Ningún hombre haría algo así.

—Como encuentre al que mató al tío Hacı, lo estrangularé con mis propias manos —añadió uno de los jóvenes.

—El que acabe con él irá derecho al cielo.

—Eso dijo Abid Hoca en el sermón de ayer. Es lícito matar al asesino de Hacı Settar.

—Los gendarmes han arrestado a Şehmuz. —Esra intentó tirar de la lengua a los obreros.

—Şehmuz es un perro que no tiene huevos para algo así —replicó Maho—. Han cogido al hombre equivocado. Esto lo ha hecho alguien de fuera.

—Alguien de fuera, pero ¿quién?

—Casim dice que detrás de esto está Siria.

—¿Casim?

—Casim,
el Contrabandista
. El dueño del café de las ventanas en el mercado. Antes de que pusieran minas en la frontera, cruzaba al otro lado dos veces al día. Luego dejó el negocio. Está muy al tanto de todo lo que pasa en la otra parte. Conoce a todo el mundo en Alepo y se ha ganado el cariño y el respeto de la gente de los dos lados de la frontera.

—Es un hombre famoso, atrevido y valiente —dijo uno de los campesinos jóvenes con admiración.

—Un padre para los pobres —añadió el que poco antes había usado la misma expresión para describir a Hacı Settar—. Cuando era contrabandista, si ganaba cinco, repartía tres entre los pobres.

—Sigue siendo así —dijo un obrero delgado que se acurrucaba en una esquina del asiento trasero—. En Ramadán siempre ofrece comidas para romper el ayuno después de que se ponga el sol.

—¿Y por qué sospecha Casim de los sirios?

—¿Por qué va a ser? —dijo Maho—. Les hemos cortado el agua. Antes de que se hiciera la presa corría diez veces más agua para abajo. Les hemos cortado el agua y es como si les hubiéramos cortado una arteria.

—Bueno, pero ha sido el Estado el que ha construido la presa. ¿Qué tenía Hacı Settar que ver con todo eso? —dijo Esra frunciendo el ceño.

—Siria no entiende de Estados ni de nada que se le parezca. Vosotros me habéis hecho una faena, pues ahora yo, para que sirva de ejemplo, tiro del alminar a vuestro mejor hombre, al más santo, eso se han dicho. O sea, hasta cierto punto, han querido amenazar al Estado.

Por poco sentido que le viera a aquel razonamiento infantil, Esra se sintió aliviada. Así que nadie pensaba en la maldición de Kara Kabir, ni en nada que se le pareciera. Estaba dispuesta a no sacar el tema a colación cuando Şıhlı le demostró que se equivocaba.

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