«Pero ¿qué tonterías son éstas?», pensó intentando concentrarse de nuevo. No existía ninguna prueba concreta, y además habían matado a los responsables. Sin embargo, aun así, a ella no se le ocurría otra cosa más que acusar a un colega. Quizá fuera porque le odiaba inconscientemente. Bernd se lo había hecho pasar bastante mal sólo porque él no había podido ser el director de la excavación. No, no; si pensaba así, no era por él. Ella siempre había demostrado aquella suspicacia que a veces se acercaba a la paranoia. ¿No había acusado a Orhan en cierta ocasión de haberse acostado con Sevim, con la que había ido a un simposio a Berlín? Sin embargo, Sevim era su mejor amiga y Orhan no le atraía nada en absoluto. Pero Esra era consciente de que la antipatía mutua también era algo que acercaba a las personas, sobre todo estando juntos siete días en otro país y en el mismo hotel. ¿Por qué no habrían podido amanecer en la misma habitación después de una noche de copas y música? Lentamente, al principio en broma, fue creyéndoselo y luego comenzó a ir más allá y a darle contenido al suceso. Al acabar el séptimo día estaba segura de que su marido se había acostado con Sevim. Cuando Orhan regresó, empezó a acosarlo con preguntas. La cosa acabó poniéndose más seria. Sevim se enteró por fin y tuvo una fuerte discusión con Esra. Sólo después de haberles roto el corazón a dos personas que quería, se dio cuenta de que se había equivocado e hizo lo imposible para que la perdonaran.
¿Y si se equivocaba de igual manera con Bernd?
—No, no —susurró temerosa.
David la oyó.
—¿Ha dicho algo?
—Lo siento, estaba pensando en voz alta.
No dijeron nada más hasta llegar al hospital. Al entrar en el edificio David invitó a Esra a su despacho para tomar un té, pero ella se disculpó diciendo que ya era hora de que volviera a la excavación. Y si Elif se encontraba mejor, le gustaría llevársela con ella. El médico prefería que pasara también aquella noche en el hospital, y Esra no insistió. Antes de irse le estrechó amistosamente la mano.
—Gracias por todo. Venga algún día a la excavación y hablaremos con más tranquilidad.
David hizo un esfuerzo por adoptar un gesto alegre.
—Soy yo quien le da las gracias. Acepto su invitación.
Esra dejó al médico y se dirigió a la habitación en la que estaban sus compañeros. Al entrar, se encontró a Kemal hablando en susurros con Rüstem, el director del Museo Arqueológico de Antep. Elif seguía durmiendo. Ambos hombres se pusieron en pie en cuanto vieron a Esra, y Rüstem le dio la mano. En realidad, aquel tipo no le gustaba demasiado y él lo sabía. Por eso él no se entretuvo demasiado y después de un breve intercambio de palabras se marchó de allí. Sin embargo, era un buen amigo de Kemal. Habían trabajado juntos en el proyecto de museo al aire libre de Yesemek. En cuanto Rüstem se fue, Kemal volvió a ocupar su lugar a la cabecera de Elif y comenzó a observarla mientras respiraba, como si temiera que el pecho de la joven dejara de subir y bajar si no la miraba.
—No tiene buen aspecto —dijo—. Me preocupa.
Esra la miró más de cerca y vio que se le estaba pasando la palidez de la cara.
—Está bien. Creo que sería mejor que te preocuparas por ti. Tienes peor cara que ella.
—A mí no me pasará nada. Lo importante es que Elif se ponga bien.
—El médico dice que tiene que descansar. Quiere que se quede aquí también esta noche. Pero yo tengo que regresar a la excavación. ¿Qué vas a hacer tú?
Kemal inclinó la cabeza como si no estuviera demasiado feliz con la situación en la que se encontraba.
—En los momentos más interesantes de la excavación… —dijo como si maldijera su mala suerte—. ¿Cuántas veces a lo largo de su vida puede un arqueólogo encontrarse con un hallazgo tan extraordinario como las tablillas de Patasana? Quizá una sola vez, quizá nunca. Pero me resulta imposible dejar a Elif. Me hace feliz estar junto a ella, aunque ella no quiera.
Ashmunikal me hacía feliz. Ésa era la única realidad inmutable, a pesar de todos mis miedos, mis preocupaciones y mis reservas. Me hacía sentir algo que nadie más podía hacerme sentir. Llenaba mi corazón de una dicha sin motivo. Volví a comprender aquella verdad innegable en cuanto nos vimos de nuevo. Ashmunikal entró en mi vida como un incendio, como una tormenta inesperada. Mientras yo había intentado mantenerme alejado de ella, Ashmunikal había estado tramando maneras de volver a pasar el tiempo conmigo, había encontrado la forma y por fin había conseguido lo que pretendía. De nuevo demostraba que no sólo poseía la belleza de una diosa, sino también su inteligencia y su audacia. Si mi abuelo Mitannuwa hubiera vivido, me habría felicitado por amar a una mujer así y me habría aconsejado que viviera mi amor sin que me importara el rey. Pero mi padre Araras sin duda me reprendería por haber puesto los ojos en la mujer del rey, me prevendría, haría llover maldiciones sobre mí en caso de que siguiera amándola y, muy probablemente, me entregaría con sus propias manos a Pisiris.
Yo no sabía qué hacer. Había caído en manos de Ashmunikal como un gorrión con el ala rota. No serviría de nada que me impusiera límites. Ella ya me había poseído y se había convertido en una parte tan inseparable de mí como la sangre de mis venas. Por mucho que temiera al rey Pisiris, por mucho que la educación que había recibido me impulsara a comportarme de una manera responsable, sabía que no podría vivir sin ella y que no podía resistirme. Pensaba en Ashmunikal en todo momento, en todas partes. Siempre la tenía en la cabeza, comiendo, caminando, contemplando el Éufrates, hablando con mi madre, cantando, leyendo o escribiendo, durmiendo, soñando, o despierto, o fantaseando.
Tal y como había prometido, Ashmunikal se presentó de nuevo en la biblioteca a la mañana siguiente. Ya no temía contemplarla, en realidad no podía apartar la mirada de ella. Enseguida lo notó, y en cuanto lo hizo, se apoderó de nuevo de mí la timidez y aparté la vista. Se acercó a mí con una sonrisa confiada.
—Buenos días, escriba Patasana.
Cuando la tuve cerca, pude oler el perfume de las flores silvestres que se abrían en la ribera del Éufrates. Aspiré su olor hasta que me llenó los pulmones.
—Buenos días a vos también, honorable Ashmunikal.
—He hablado con el rey y quiere que traduzcamos juntos el poema que Ludingirra le escribió a su madre —y al ver que yo dudaba me preguntó sarcásticamente—. ¿O es que me hace falta una tablilla con su sello demostrando que me da permiso?
—No digáis eso —le respondí—. Para mí vuestra palabra es la mayor de las garantías.
Ashmunikal paseó su hermosa mirada por la biblioteca y cambió de tema.
—¿Dónde vamos a trabajar?
Enseguida me rehice y le señalé la mesa en la que se encontraba el poema de Ludingirra.
—Venid, honorable Ashmunikal, vayamos ahí.
Nos encaminamos juntos hacia la mesa. Ella iba unos pasos por delante de mí. La miré sin temor y sin reservas, hasta hartarme. En cuanto nos sentamos ante la mesa, Ashmunikal me dijo examinando la tablilla:
—Laimas dijo que te sabías el poema de memoria. ¿Me lo puedes recitar antes de que empecemos a traducirlo?
Era la primera vez, desde que estuvimos juntos en el lecho del templo, que la sentía tan cerca.
—Como queráis, honorable Ashmunikal.
—Te escucho, pues, honorable Patasana —dijo acentuando el «honorable».
Ignoré su ligera ironía y comencé a recitar aquel poema del maestro sumerio que tanto me gustaba a mí también:
A mi querida madre:
Mensajero del rey que te pones en marcha,
te envío a Nippur a que lleves estas noticias.
He hecho un largo viaje,
mi madre no puede dormir del pesar,
sentada en su cuarto en el que nunca entró una palabra triste
les pregunta a todos los viajeros por mí.
¡Entrégale mi carta con mis noticias!
Te describiré a mi madre por si no la conoces.
Se llama Shatishtar.
Es una mujer luminosa con el atractivo de una diosa
y una agradable sonrisa.
Está bendita desde su juventud.
Es quien lleva con afán la casa de su suegro,
quien sirve a la diosa de su marido,
sabe cuidar del altar de la diosa Inanna,
no echa en saco roto las palabras del rey,
es el cordero, la nata fresca, la dulce miel,
la mantequilla que fluye del corazón.
Te daré una segunda descripción de mi madre.
Mi madre es una luz que brilla en el horizonte,
una corza de la montaña,
una estrella matutina,
un ágata preciosa, un topacio de Marhashi,
la magnífica joya de un príncipe,
un ágata que desprende alegría,
un anillo plateado, una pulsera de hierro,
un bastón de oro, plata reluciente,
una llamativa estatuilla de marfil,
un ángel de alabastro
que asciende al cielo desde un suelo de piedra azul.
Te daré una tercera descripción de mi madre.
Mi madre es la lluvia en su estación,
el agua que requiere la primera semilla,
un huerto fértil, lleno de sabrosas frutas,
un abeto adornado de piñas,
la cosecha del primer mes del año nuevo,
un canal que trae abundancia a los campos,
el más dulce dátil de Dilmun.
Te daré una cuarta descripción de mi madre.
Mi madre es un día de fiesta,
una víctima sacrificial llena de alegría,
los grandes hechos de los príncipes,
una canción de abundancia,
un corazón amado y amante de inagotable alegría,
la dicha de un prisionero que regresa a su madre.
Te daré una quinta descripción de mi madre.
Mi madre es un carro de madera de pino,
un palanquín de boj,
un hermoso vestido que huele a perfume,
una corona de flores.
Con las indicaciones que te he dado,
la reconocerás,
esa buena mujer es mi madre.
Llévale alegre noticias mías,
que las espera ansiosa.
Dile: «¡Saludos de tu querido hijo Ludingirra!»
[6]
.
Miré a Ashmunikal a la cara cuando terminé de recitar el poema. Estaba llorando. Nunca la había visto llorar y mi corazón se llenó de amargura.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué lloráis? —le pregunté.
Continuaba llorando y suspirando sin contestar a mi pregunta. Quise tocarle la mano olvidando al rey Pisiris, quién era yo o lo que podía ocurrirnos si nos veían. Ella tiró de mi mano hacia sí. No me lo esperaba y me quedé estupefacto sin saber reaccionar. Por fin, después de llorar durante un rato, Ashmunikal se calmó. Y clavando en mi rostro sus ojos pintados con
kohol
, que ni siquiera el llanto había podido mancillar, me dijo:
—Perdóname, he recordado a mi madre.
—¿Dónde está vuestra madre?
—Lejos, muy lejos. Con mi padre, que no tuvo el menor empacho en entregarme a Pisiris a cambio de un campo fértil junto al Éufrates y tres esclavos.
—¿Os vendió vuestro padre a Pisiris? —le pregunté sorprendido.
—No se lo censuro —dijo Ashmunikal—. Estaba ya viejo y no era capaz de seguir enseñando. Quería pasar cómodamente sus últimos días. Y pensó que yo también viviría en la abundancia en el palacio del rey. Pero echo mucho de menos a mi madre.
Se alargó para tomarme la mano y continuó:
—Has recitado muy bien el poema. Me he emocionado. No siempre lloro.
El que me cogiera la mano me hizo sentir extraño.
—Sé que no siempre estáis llorando. Sois una mujer muy valiente.
Ashmunikal me miró con atención a la cara.
—¿Estás enamorado de mí, verdad, Patasana? —me preguntó.
Aparté la mano, asustado.
—¿Le tienes miedo al rey?
—Miedo, y respeto —contesté.
Ashmunikal volvió a acercarse para tomarme la mano y esta vez no la retiré.
—¿Es mayor el respeto que sientes por el rey que el amor que sientes por mí? —me preguntó clavándome la mirada y sin soltarme la mano—. Respóndeme, Patasana, y si es así, te soltaré y me iré para no volver más.
No fui capaz de responder, aunque ella ya lo sabía. Se puso en pie y se aproximó más a mí. Me acarició suavemente el pelo, como había hecho en el templo. Abrumado por la inquietud, susurré mirando hacia la puerta de la biblioteca:
—Pueden vernos…
—Entonces vamos a la habitación en la que trabaja tu padre —me dijo.
Lo sabía todo. Era cierto que existía una pequeña habitación detrás de la biblioteca en la que trabajaba mi padre. Si íbamos allí y echábamos el cerrojo tras nosotros, nadie podría entrar en ella.
—Y el rey Pisiris… —protesté.
—No se merece ningún respeto. No es ni un buen hombre ni un buen rey.
—¿Y si viene a la biblioteca? —pregunté intranquilo.
—No vendrá, esta mañana ha salido a cazar venados.
No pude resistirme más al porte fascinante de Ashmunikal, que tanto me excitaba, ni a la atracción de sus ojos. Nos encaminamos hacia la habitación en la que mi padre escribía las tablillas secretas y nos sentamos el uno junto al otro. Después del fallido intento de hacerle el amor en el templo temía tocarla e intentaba mantenerme apartado de ella. Comprendió mi nerviosismo. Clavándome en el rostro sus grandes ojos pintados, me dijo:
—Sólo vamos a hablar. Hablaremos hasta hartarnos, hasta que aprendamos a no tenernos miedo. Te leeré poemas y te contaré cuentos y epopeyas hasta que ya no temas mi cuerpo. Te contaré historias hasta que entiendas que hablar es una forma de hacer el amor, te contaré historias sin cesar hasta que se despierte en tu piel el ansia que demuestre que no te basta con hablar.
La historia que había contado Nicholas acabó por enmarañar del todo las ideas en la mente de Esra, ya de por sí confusa, llevándola a un callejón sin salida. Mientras avanzaba en el todoterreno por la carretera de asfalto entre huertos de pistachos de roja tierra, seguía sin saber qué podría hacer y qué decisión tomar. Por un lado, sospechaba de Bernd y, por otro, se avergonzaba de hacerlo. No tenía la más mínima prueba concreta que acusara a su compañero, ¡pero tenía tantas pistas para considerarlo sospechoso! ¿Era una pura coincidencia que los hechos se hubieran sucedido con tanta rapidez o se trataba de indicios que sacarían a la luz al verdadero asesino? No podía estar segura, y por esa misma razón sus pensamientos daban vueltas hasta llegar al mismo punto.