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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

La Tumba Negra (37 page)

BOOK: La Tumba Negra
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A la cabeza de los que se extrañaban por aquella actitud se encontraba mi padre. Cierto, desde el momento en que Pisiris se sentó en el trono había convertido en costumbre el buscarse problemas, pero en una situación delicada que afectaba directamente al destino de la ciudad y sus habitantes, ¿no debería reunir la Asamblea de Nobles o al menos pedir consejo a su mano derecha, a su consejero, a su gran escriba? Pero Pisiris no lo hizo. Decidió sin consultar a nadie lo que había pensado sin consultar a nadie.

Días después mandó llamar a mi padre. Le dijo que se disponía a redactar el texto de un acuerdo secreto que se debería enviar a Tiglatpileser en el que le proponía pagarle el doble de impuestos que antes. Pero el acuerdo debería llevárselo el hombre en el que más confiaba Tiglatpileser: Araras.

Dos días más tarde mi padre, junto con una docena de guardias de palacio, se puso en marcha para llevarle a Tiglatpileser, que estaba sitiando Arpad al mando de su ejército, las dos tablillas en las que estaba escrito el acuerdo, así como valiosos regalos. Por alguna extraña razón, Pisiris le había dicho a mi padre que no leyera esas tablillas, aunque de hecho no hacía falta señalarle tal cosa, puesto que estaban protegidas por los doce guardias de palacio, fieles a Pisiris.

Mi padre se despidió de mí como si nunca más fuéramos a volver a vernos. Su expresión me asustó. Le pregunté qué pasaba y él me contestó con los ojos llenos de lágrimas:

—El Éufrates trae fertilidad a estas tierras, las espigas dan trigo, los albaricoques crecen en las ramas de los albaricoqueros, las ovejas nos proporcionan carne y leche, el rey gobierna el país, los guerreros luchan, los escribas redactan acuerdos y aconsejan al monarca. Todos tenemos una función. Pero a veces el Éufrates se desborda y trae muerte en lugar de fertilidad, la sequía impide que el trigo crezca en las espigas y los albaricoques en los albaricoqueros, las epidemias provocan que las ovejas se mueran y no podemos tomar su leche ni comer su carne, y en ocasiones un rey es incapaz de gobernar el país y los guerreros no pueden luchar. Son cosas que ocurren, pero un escriba entregado a su país no puede abandonar sus funciones excusándose en nada de eso. Porque el escriba es el cálamo de los dioses. No es el rey quien le ha otorgado su función, sino Teshup, dios de la tormenta en el cielo. El escriba debe cumplir con su deber, aunque en el otro extremo se encuentren la muerte y la traición. Es la deuda que tiene con los dioses. Y tiene que pagarla como es debido.

Aquel día no entendí lo que quería decirme mi padre. Para comprenderlo tendría que pasar mucho tiempo, y esperar a que Laimas, en el lecho de la muerte y torturado por los remordimientos, me contara la verdad.

Mi padre se unió a la embajada que tenía que llevar el texto del acuerdo a Tiglatpileser con un aspecto de gran seguridad en sí mismo. Su cabeza estaba más erguida que de costumbre y su mirada era más digna que nunca.

Un mes más tarde, el rey Pisiris me hizo llamar a palacio. En su ancho rostro había una expresión de tristeza. Me recibió muy amistosamente. Me tomó la mano y me dijo:

—Joven Patasana, tengo una mala noticia que darte. Por desgracia, Tiglatpileser, el despiadado rey de los asirios, ha matado con gran crueldad a mi consejero, a mi gran escriba, a tu padre Araras. Y me ha hecho llegar un mensaje en el que me dice que su vida ha sido el precio por no tocar nuestra ciudad. Ha querido intimidarme arrebatándome a mi mano derecha. La muerte de tu padre es una gran pérdida, pero al entregar su vida ha servido a los intereses de nuestro país. Muriendo nos ha protegido del saqueo y la crueldad de los bárbaros asirios. Ante los dioses proclamo el enorme respeto que siento por el recuerdo de un hombre tan noble y te ordeno que, como digno hijo de tu padre, te hagas cargo de las funciones de escriba que ahora él no puede realizar.

La inesperada noticia de la muerte de mi padre me trastornó. Mi mente estaba confusa, mi corazón rebosaba dolor y el cuerpo me temblaba de ira. Recordaba la expresión que mi padre tenía en la cara cuando nos separamos, sus palabras resonaban en mis oídos, pero no sabía cómo interpretar lo ocurrido. Conteniendo las lágrimas, escuché lo que me decía Pisiris. Luego le pedí permiso para retirarme y eché a correr a casa: debía ser yo quien le diera la noticia a mi madre. Le conté lo que había pasado aguantando todavía las ganas de llorar. Ella se desplomó y entonando un lamento comenzó a arañarse la cara y los ojos. La detuve y le dije que debíamos enfrentarnos a su muerte con mesura, porque ella era la esposa de ese noble hombre de Estado, del consejero del gran rey Pisiris, del gran escriba Araras. Seguía sin llorar mientras le decía todo aquello porque ahora yo era el consejero y escriba del gran rey Pisiris. Debía ser fuerte y comedido si quería ser digno de tan gran honor.

21

El rostro del capitán tenía una expresión comedida, pero su voz sonaba tan tensa como si hubiera vivido ayer mismo lo que estaba contando.

—Al terminar mi segundo año en el sudeste, sólo había una cosa de la que estaba seguro: si queríamos derrotar a los terroristas, teníamos que ser como ellos. Es decir, no debíamos vivir como un ejército regular, ni responder sólo cuando nos atacaran, ni organizar batidas y asaltos únicamente cuando recibíamos una denuncia, sino que era necesario que formáramos un grupo de soldados en continuo movimiento, que viviera en la montaña. Fue Seyithan quien me lo enseñó. El secreto que se ocultaba tras su éxito consistía en saber vivir en condiciones difíciles y en combatir como los terroristas. Tengo que confesar que aquello era algo que quería, no únicamente por sed de éxito, sino también por razones morales. En más de una ocasión tuve que asistir al entierro de algún soldado muerto, y allí las familias, los hijos y los amigos de los soldados protestaban porque a los oficiales nunca les ocurría nada. Aquellas quejas, no del todo faltas de razón, me afectaron bastante. A mí me habían enseñado que las fuerzas armadas, del oficial más alto al soldado de menor graduación, eran un todo, y que tanto los oficiales como los soldados debían demostrar la misma dedicación y, si acaso, los oficiales aún más. Si eso no se convertía en una realidad, el ejército creado por Mustafa Kemal acabaría degenerando. Lo creí durante todo el periodo de mi destino y lo puse en práctica. Lo consideraba el principio más importante del honor militar.

Dudó por un instante. Y mirando a Esra a los ojos como si temiera que no le creyera, añadió:

—Sacrifiqué a mi familia y mi salud mental por ese ideal, pero conseguí salvar el respeto por mí mismo.

Volvió a guardar silencio. Suspiró profundamente, como si le costara trabajo respirar.

—En fin, no divaguemos. Aunque al principio no nos entendiéramos, Seyithan se convirtió en mi maestro. Aquel muchacho kurdo me enseñó todo lo que no pude aprender en el instituto militar, en la academia y en las maniobras. Debía usar sus métodos si quería proteger a mis hombres y a mí mismo, y vencer al enemigo. Pero había una diferencia, que él actuaba en solitario y yo debía hacerlo con un equipo. Le expliqué mi idea al difunto coronel Rıdvan, que perdería la vida más tarde en un enfrentamiento. Él aceptó mi propuesta. La guerra, que ya duraba años, había flexibilizado la cadena de mando y había demostrado lo acertado de crear fuerzas móviles como las de los terroristas.

»En cuanto dejé al coronel Rıdvan, comencé a pensar en quién podría formar parte de mi equipo. Lo más importante era que estuviéramos psicológicamente unidos y por esa razón debía buscar hombres que no sólo fueran valientes, despiertos y hábiles en la lucha sino que también fueran capaces de trabajar conmigo, aceptando mis órdenes. En poco tiempo tuve preparada una lista: formé un equipo con los veinte mejores hombres que tenía a mi mando. Primero hablé con ellos uno a uno. Les expuse las condiciones y les dejé claro que se trataba de algo voluntario y que el que no quisiera participar podría permanecer en la base. Dos de ellos no aceptaron y yo respeté su decisión. Organicé una reunión con mis dieciocho hombres, y después de un breve periodo de entrenamiento, nos pusimos en marcha hacia la montaña de Cudi.

»A lo largo de los primeros días fuimos acostumbrándonos a la nueva vida, aunque no resultaba fácil. Una semana más tarde localizamos a un grupo de diez terroristas. Ellos no nos veían, pero nosotros podíamos observar tranquilamente todos sus movimientos desde las rocas en las que nos habíamos situado. No puedo describir lo grata que resultaba aquella sensación de superioridad. Porque por lo general ocurría justo al revés. Ellos eran quienes se ocultaban para vigilarnos y quienes descargaban sobre nosotros en el momento más conveniente una lluvia de balas. Entonces nosotros no teníamos más salida que echarnos cuerpo a tierra y buscar algún agujero en el que refugiarnos mientras que, en la confusión de no saber qué hacer, nos convertíamos en blanco de nuestros enemigos. Pero ahora habían cambiado las tornas. Además, gracias a nuestras cámaras infrarrojas y a nuestras lentes de visión nocturna, también podíamos vigilarles en la oscuridad. Cuando salieron a un espacio abierto del que no podrían escapar, les dimos la voz de que se rindieran. Sin dudarlo un momento, nos respondieron con fuego. Como nuestras armas dominaban el lugar del enfrentamiento, seis de ellos murieron y los otros cuatro quedaron heridos. De los nuestros, sólo uno recibió un balazo en un hombro. Aquél fue nuestro primer éxito.

»La mayoría de los terroristas están bien entrenados para la lucha, son muy buenos tiradores, capaces de darle a una mosca en pleno vuelo, resistentes como mulas y tan convencidos como los soldados del Profeta. La noticia produjo una gran alegría en el cuartel general. Por aquellos años la organización todavía no había sido vencida en la montaña y se había producido una situación de equilibrio. En ocasiones el campo era suyo, pero en otras nuestro. En aquellas condiciones el más mínimo éxito tenía una enorme importancia. Cuando bajamos al cuartel general, el coronel Rıdvan me recibió como a un héroe. Así desapareció cualquier tipo de prejuicio que hubiera sobre mi grupo y tuve la oportunidad de moverme con mayor tranquilidad. En los meses que siguieron demostramos en muchas ocasiones que yo tenía razón. Combatimos innumerables veces y, en la mayor parte de los enfrentamientos, los terroristas cayeron muertos. Al terminar los primeros seis meses, aunque habíamos tenido heridos, sólo uno de nuestros soldados había muerto y fue porque pisó una mina. Los terroristas, que en tiempos habían controlado la montaña de Cudi, ya no podían andar por allí como si tal cosa. Aprendieron que debían tener mucho cuidado. Pero a pesar de que durante todo ese tiempo les dimos importantes lecciones, fuimos incapaces de atrapar a un grupo llamado Kawa,
el Herrero
, por un héroe de leyenda, que en el pasado había sido muy activo en la región. Recibimos varios soplos sobre ellos y en una ocasión incluso llegamos a prepararles una emboscada, aunque en el último momento no entraron en el cerco y consiguieron escapar. No lográbamos entender cómo habían podido conocer nuestras intenciones. Un día la radio empezó a crepitar. Era la frecuencia en la que contactábamos con el cuartel general. Contesté de manera automática y me encontré con una voz desconocida.

»—Buenos días, capitán —dijo la voz en un perfecto turco de Estambul—. Soy Cemşid, el comandante del grupo Kawa,
el Herrero
.

»Para qué voy a mentir, me quedé boquiabierto, aunque me repuse con rapidez.

»—Hola, Cemşid —le contesté—. ¿Qué, has decidido rendirte?

»Se rió de manera inquietante y muy seguro de sí mismo.

»—No, sólo llamaba para darte la bienvenida. Al fin y al cabo éstas son nuestras montañas.

»—Estas montañas son parte de la patria. Si te consideras un hijo de la patria, debes rendirte —le dije.

»—Sabes que no lo voy a hacer. Y en cuanto a estas montañas, son parte de nuestra patria, no de la vuestra. Y si quieres que te cuente un secreto, no son demasiado hospitalarias con los extraños. Así que será mejor que tengas cuidado cuando andes por ahí.

»Sus intenciones estaban claras.

»—Yo pensaba decirte lo mismo —le contesté irónicamente—. Estas montañas no son demasiado tolerantes con los que se alimentan de Siria e Iraq. En mi opinión, eres tú el que debe andarse con cuidado.

»Pero no perdió la calma.

»—Tú sabrás —me respondió con toda tranquilidad—, yo ya te he avisado.

»—Un momento —le dije pensando que iba a interrumpir la conexión—. Tu turco es demasiado bueno, tú no eres kurdo.

»—Soy kurdo, pero no sé kurdo. Fui asimilado por la República de Turquía. Como tú.

»Había conseguido sorprenderme una vez más.

»—No digas tonterías, yo no soy de origen kurdo.

»—¿No nació tu padre en Van, capitán Eşref? Tú también eres un kurdo asimilado, como yo.

»—Mi padre es de Van, pero no somos kurdos. Él nació allí porque mi abuelo era oficial del ejército y estuvo un tiempo destinado en la ciudad. Estás mal informado —y apagué la radio. Pero Cemşid había sembrado en mí la semilla de la duda. Sabía mi nombre y el lugar de nacimiento de mi padre. ¿Cómo habría podido conseguir toda esa información? Primero sospeché de los miembros de mi equipo, pero era imposible que ellos supieran dónde había nacido mi padre. Debía de tratarse de alguien del cuartel general. O quizá yo mismo me había ido de la lengua en algún momento sin darme cuenta. Me dije que a partir de ese momento debíamos tener mucho más cuidado. Decidí que ya no comunicaría al cuartel general nuestros movimientos ni las emboscadas que preparáramos. Y aunque no estuviera demasiado convencido de aquella posibilidad, también debía actuar como si sospechara de mi equipo y mantener un ojo abierto incluso mientras dormía. Otro punto que tenía que aclarar era la verdadera identidad de Cemşid. Tenía que enterarme de quién era aquel sabelotodo que hablaba un turco tan perfecto.

»En cuanto regresamos al cuartel general, fui a ver a mi amigo Cevat, un oficial de inteligencia. Le hablé de Cemşid. Él ya sabía de él. Los confidentes de la organización le habían dado información detallada. Su verdadero nombre era Mehmet Serikan. Su abuelo había sido uno de los jefes del levantamiento liderado por el jeque Said entre febrero y abril de 1925. Fue ejecutado junto con el jeque Said cuando el levantamiento fue aplastado, y su familia fue desterrada a Konya. Allí era donde había nacido Mehmet y donde había estudiado la primaria y la secundaria. Había sido muy buen estudiante. Terminó el bachillerato el primero de su clase. Se matriculó en la Facultad de Psicología de la Universidad del Bósforo, pero dejó los estudios en tercero para echarse al monte. Era un hombre inteligente, valeroso y muy comprometido con la causa.

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