La Tumba Negra (45 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La Tumba Negra
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—Por supuesto que no —intervino Esra. En cuanto se mencionó a los armenios había intuido que aquella discusión acabaría mal—. Puede hacerlas todo el que sea capaz.

—Todo el mundo, no —insistió Halaf—. No hay que despreciarlas sólo porque son albóndigas, hay una manera y un estilo de prepararlas.

—No me cuentes historias, Halaf. —Esra comenzó a mirar fijamente al cocinero—. Yo he visto hacerlas incluso a ingleses.

Pero el cocinero no estaba para entender ni las palabras ni las miradas de la directora de la excavación.

—Se equivoca, señora Esra. Las albóndigas crudas las descubrieron nuestros abuelos y somos nosotros quienes mejor las preparamos.

—Eso no es verdad —estalló Bernd—. La historia de las albóndigas crudas viene de hace miles de años. Las primeras se ven en los relieves que se encontraron en Karatepe. Y los relieves son del siglo octavo antes de Cristo. Mil ochocientos años antes de que los turcos llegaran a Anatolia. ¿Me sigues?

—Yo no tengo cabeza para entender todo eso que me cuentas, hermano Bernd —Halaf había dejado de hablar educadamente por influjo del alcohol—, pero, por lo que yo sé, los armenios no saben hacer buenas albóndigas crudas.

El alemán lanzó una mirada airada a Halaf. Esra comprendió que era demasiado tarde para intervenir cuando vio chispas de furia en los ojos de su colega extranjero. Pero lo peor era que Halaf no se daba cuenta de lo delicado que era lo que estaban discutiendo.

—¿Por qué no? —protestó Bernd—. Ellos vivían aquí antes de que vosotros llegarais a estas tierras. Ellos habían creado una civilización y levantado grandes ciudades, mientras que vosotros os limitasteis a conquistar su país y a quitarles su patria y sus hogares. ¿Cómo no van a saber preparar las albóndigas crudas?

—No —dijo Halaf negando con la cabeza—, no saben.

Esra, inquieta, le dijo al cocinero que se callara, pero él, que empezaba a estar francamente borracho, le preguntó:

—¿Por qué me dice eso, señora Esra? Estoy hablando aquí tranquilamente con el hermano Bernd —y poniéndose la mano derecha en el pecho se volvió hacia el alemán—. Muy bien, tienes razón, los armenios también vivieron en estas tierras. Y tienen comidas y entremeses muy ricos, pero no saben hacer buenas albóndigas crudas.

Bernd arrugó el gesto como si hubiera visto algo repugnante.

—Les despreciáis hasta en la comida. Lleváis el racismo en el alma.

—No digas eso, hermano. Nosotros vivimos con los armenios. Aquí hasta tienen sus aldeas.

—Tenían aldeas. Ahora no se llaman a sí mismos armenios porque temen sufrir las mismas matanzas que padecieron sus antepasados hace años.

El buen humor de la mesa había desaparecido y ahora todos les escuchaban con atención. Pero a Bernd no le importaba y hablaba a gritos al cocinero. Por fin, Halaf se había dado cuenta de que se había metido en un lío, pero la situación se le había ido de las manos. Aquel tipo estaba dispuesto a pelear. Y no es que le importara discutir con él, pero temía meter la pata porque estaba borracho. Y mientras pensaba si no sería mejor disculparse con Bernd, el capitán intervino en la conversación:

—Me da la impresión de que conoce algunos hechos históricos de manera errónea.

Su voz sonaba tensa, pero controlada.

Bernd, con los ojos entrecerrados, pasó su mirada de Halaf a Eşref.

—En realidad, es usted el que los conoce de manera errónea —dijo sin pensárselo. El hecho de que Eşref fuera su invitado y de que les hubiera ayudado tantas veces no sirvió para que bajara el tono de voz—. Sus gobernantes llevan años embaucándoles. Intentan ocultar que llevaron a cabo el primer genocidio de la historia.

Por la cara morena del capitán se extendió un ligero enrojecimiento.

—El vino le ha cegado la memoria —dijo subrayando las palabras—. Usted confunde a los turcos con los alemanes.

Bernd, que no se esperaba aquella respuesta, se enfureció aún más, y estaba abriendo la boca para decir algo cuando Timothy le interrumpió:

—Bernd, tranquilo, por favor. Ahora no es el mejor momento, ya lo discutiremos en otra ocasión.

—¿Por qué no es buen momento? —respondió el arqueólogo alemán. Su cara estaba completamente roja de furia—. Soy un hombre libre y puedo hablar cuando y donde quiera —se volvió hacia Eşref y continuó la discusión—. No les estoy confundiendo con los alemanes, señor mío. Sí, nosotros los alemanes hemos hecho cosas de las que avergonzarnos, la humanidad nunca olvidará las matanzas que cometimos, pero nosotros las hemos aceptado. ¿Por qué no hacen ustedes lo mismo?

El capitán estaba a punto de perder el control, pero le contenían las advertencias de Esra, que continuamente le daba pataditas por debajo de la mesa.

—Mire, señor Bernd, usted no deja de referirse a nosotros, pero yo soy un oficial de la República de Turquía. Los sucesos a los que se refiere ocurrieron durante la época del gobierno otomano. La República de Turquía acabó tanto con el gobierno como con la estructura estatal que fueron causa de esos acontecimientos y en su lugar levantó un nuevo estado.

—Lo sé —dijo Bernd jadeando—. Yo también sé que el nuevo estado acabó con el antiguo. Pero tampoco los nuevos gobiernos reconocieron la masacre.

—Claro que no —estalló el capitán—, porque, al contrario que ustedes en la Segunda Guerra Mundial, no se exterminó a la gente en masa a sabiendas y de forma premeditada. Se les deportó.

Bernd sacudió la cabeza con expresión irónica.

—¿Y por eso murieron miles de seres humanos?

—Eran muchos y durante la emigración forzosa ocurrieron una serie de hechos desafortunados…

—Todo eso es palabrería —le interrumpió el arqueólogo alemán—. La masacre fue planeada por los dirigentes del Partido para la Unión y el Progreso y fue llevada a cabo siguiendo las instrucciones del Comité Especial. Porque los líderes unionistas, que no habían conseguido su objetivo de unir el país en una sola nación, no podían consentir que existiera un pueblo cristiano que amenazara la unidad de Anatolia. Por eso…

—Se equivoca —replicó el capitán. Ya no le importaba que Esra le diera patadas por debajo de la mesa—. Se lo han enseñado mal. Por aquella época los otomanos estaban luchando contra los rusos, y los armenios no se quedaron cruzados de brazos. Apoyaron a los rusos. O sea, abrieron una brecha en la retaguardia. Y para un ejército eso significa la muerte. De hecho, la responsabilidad de la muerte por congelación de noventa mil soldados en Sarıkamış es de los armenios, que los delataron a los rusos. En esa situación, ¿qué cosa más natural que los otomanos quisieran asegurarse la retaguardia?

—¿Y por eso mataron ustedes a cientos de miles de armenios?

—¿Por qué no lo quiere entender? —estalló el capitán—. No fue algo buscado a propósito. Fue el resultado de una serie de excesos. Los verdaderos responsables fueron los rusos, ingleses, franceses y americanos, que provocaron a los armenios para que establecieran un estado independiente con la intención de dividir las tierras de los otomanos. De no ser por ellos, los dos pueblos, que habían vivido juntos seiscientos años, habrían seguido conviviendo en paz.

Los ojos azules de Bernd se abrieron enormemente de pura rabia.

—No me lo creo, capitán. En cuanto los pobres armenios reclamaron algunos de sus derechos, ustedes los aplastaron a sangre y fuego.

—Tiene usted demasiados prejuicios —acusó abiertamente el capitán a Bernd—. Yo le creía una persona más sensata.

La discusión había empezado a hacerse personal. Esra, presa del pánico, pensaba en cómo detenerla cuando de repente vino en su ayuda el teléfono móvil de Bernd. Tras una breve sorpresa, el arqueólogo respondió y empezó a hablar en alemán. En un primer momento, Esra se asustó pensando que sería Vartuhi quien llamaba. Le preocupaba que su colega se inflamara aún más después de hablar con su mujer. Pero sus temores resultaron ser en vano. Quien llamaba era Joachim, del Instituto Arqueológico Alemán. Habían llegado a Antep, pero se habían encontrado con problemas en el hotel. Llamaba a Bernd para que les ayudara. Esra, sintiéndose inmensamente agradecida a Joachim, le dijo a su compañero:

—Tal y como está no puede ir solo. Que vaya Murat con usted.

El alemán no le hizo demasiado caso.

—Estoy bien —dijo poniéndose en pie—. Lo que me pone nervioso no es el vino, sino las naciones que cometen masacres.

Y Eşref, imparable, enseguida le contestó:

—Entonces será mejor que no mire a la suya o acabará mal de la cabeza.

—Y yo le aconsejo a usted que estudie con mayor cuidado su propia historia. —Bernd se había puesto en pie, pero se tambaleaba como si fuera a desplomarse en cualquier momento—. Si lo hicieran, también resolverían el problema kurdo. En caso contrario, les va a dar muchos más dolores de cabeza —y sin dar ocasión a que el capitán le contestase, le extendió la mano—. Adiós, seguiremos discutiendo en otro momento.

Eşref estrechó la mano que el otro le ofrecía, pero claramente se estaba tragando todo lo que no podía decir. Mientras Bernd se alejaba dando tumbos, Timothy también se puso en pie.

—Voy con él. Así no puede conducir.

—Está ofuscado con lo de los armenios —dijo Eşref mientras ambos extranjeros se alejaban—. Más que un arqueólogo, parece un terrorista.

—Están todos locos —intervino Kemal—. Nunca más iré con gente de ésta a una excavación.

De nuevo le correspondió a Esra la misión de calmar los ánimos.

—Como si nunca hubiera problemas en equipos compuestos sólo por turcos…

—Claro que sí, pero por lo menos nadie insulta a nuestro país.

—Hablaré con él cuando vuelva. Dejemos ya el asunto.

—Yo, en tu lugar, no lo esperaría despierta —gruñó Teoman tomando un trago de
rakı
—. Sabe Dios cuándo volverá.

Vigésima tercera tablilla

Los dioses le hicieron confesar a Laimas lo que yo necesitaba saber en el momento más adecuado para ello. Después de lo que había escuchado, no podía soportar la idea de regresar a palacio y ver a Pisiris. Bajé caminando a la ribera del Éufrates. Me acerqué al río pasando junto a los esclavos que segaban al calor del verano. Me senté bajo una anciana higuera y comencé a pensar en los años pasados. Mi furia se había desvanecido, pero el dolor me quemaba el corazón como el sol que secaba la verde hierba.

Lo que había dicho Pisiris era verdad, yo era el hombre mejor formado de este país. Era sabio, fiel, trabajador y dócil, pero ¿de qué me había servido? Mi abuelo y mi padre también lo habían sido, ¿de qué les había servido a ellos? Mi padre decía que los escribas éramos el cálamo de los dioses, pero en realidad sólo servíamos para ser piezas de un sangriento juego de damas que jugaban entre ellos reyes inteligentes o estúpidos, cobardes o valientes, sabios o ignorantes. Pero ¿acaso no eran también los monarcas juguetes en manos de las divinidades? ¿No castigaban o premiaban los dioses a los reyes con el destino que deseaban? ¿No decidían ellos quién ganaría una batalla y quién la perdería?

En ese caso, los culpables tampoco eran los reyes, sino los dioses. Sí, empezando por Teshup, dios de la tormenta, por su esposa Hepat, diosa del sol, y por sus hijos, Zaruma y Kupaba, los culpables eran los mil dioses de Hatti. ¿No eran ellos nuestros auténticos señores? ¿No conocían cada una de nuestras buenas o malas acciones? Y, lo más importante, ¿no eran sus representantes en la tierra los mismos reyes que provocaban sangrientas guerras? ¿No era eso lo que decían los sacerdotes? ¿No era eso lo que estaba escrito en las tablillas? ¿No nos avisaban de que temiéramos la ira de las divinidades?

Nuestros dioses eran terribles y despiadados, como los de Asiria, como los de Urartu, como los de Frigia, como los de todos los países que yo conocía… Ellos podían hacer que nos cayera una lluvia de rayos, podían prender fuegos imposibles de apagar, podían doblegarnos con enfermedades y dominarnos mediante hambrunas. Eran poderosos y había que temer su ira… Pero ¿acaso había furia que superara las guerras? ¿Podía ser la cólera de los dioses más destructiva que aquella guerra que de un extremo a otro teñía de roja sangre las tierras entre los dos ríos? Jóvenes guerreros degollados brutalmente, mujeres violadas, niños y ancianos despojados de sus hogares, pueblos que elevaban sus gritos al cielo en diferentes lenguas… ¿Podía existir mayor cólera que ésa?, ¿podía haber un castigo mayor que ése?

Pero ¿qué ganancia obtenían los dioses de que la gente sufriera tanto, de que muriera, de que fuera mutilada y expulsada de sus hogares? Si sus siervos morían, ¿quién les construiría fastuosos templos?, ¿quién les ofrecería valiosas ofrendas?, ¿quién les organizaría ceremonias?, ¿quién les imploraría?, ¿quién les rezaría?

¿O acaso la razón de tanta crueldad no eran los dioses sino los hombres? Los reyes, representantes de los dioses, eran quienes ordenaban matar, conquistar, destruir, pero eran el pueblo y los esclavos quienes masacraban, quienes cortaban pies y manos, quienes arrancaban ojos, quienes quemaban casas. De no existir un poderoso impulso de matar, un instinto de destrucción, un sentimiento de aniquilación, no ocurrirían tales barbaridades. ¿O es que la crueldad estaba dentro de nosotros los hombres, reyes y nobles, pueblo y esclavos?

No dejaba de hacerme aquellas preguntas que me conducían al pecado sin hallar ninguna respuesta, sentado bajo la higuera a la orilla del Éufrates. Cada nueva pregunta confundía un poco más mi mente y cada respuesta que se me venía a la cabeza me asustaba un poco más. Mientras me agitaba en medio de toda aquella confusión, oí un gemido que recordaba al de un lobato herido. Al levantar la cabeza vi a un niño esclavo que me ofrecía un cántaro. Se alzaba oscuro como una solitaria aceituna en medio de las espigas doradas. Tenía agrietados los pies descalzos, llenos de callos ya a su edad. Podían contarse los huesos de su escuálido cuerpo, que los rasgados harapos que llevaba apenas conseguían ocultar. Su voz, enfermiza después de trabajar todo el día, me repetía intentado que le oyera:

—¿Quiere agua, honorable señor?

Sonreí a aquel pequeño esclavo que todavía no había tenido tiempo de aliviarse de su cansancio. Tomé el jarro que me ofrecía y bebí. El dulce frescor del agua se extendió por mi boca humedeciendo mis labios resecos. Aunque sólo fuera por un momento, quedaron atrás el calor amarillo del día y la negra pena de mi corazón. El líquido sagrado de los cielos fluyó por mis venas esparciéndose por todo mi cuerpo, limpiando mi alma, purificándome. Consiguió que pudiera sentir lo hermoso que era respirar, tocar, saborear, oler, ver y pensar a pesar de las crueldades y las bajezas de los dioses, los reyes y los hombres. El agua que bebí del cántaro que me había ofrecido el niño esclavo me devolvió la alegría de vivir y me dio fuerzas para resistir. Había tantos signos en la tierra que nos demostraban que debíamos vivir: una mirada intensa, un roce cariñoso, un susurro íntimo, una dulce sonrisa, el sabor que deja en nuestra boca una fruta fresca, las delicadas flores que se abren en la tierra árida… Sería hacernos una injusticia que nos amargáramos viendo sólo las injusticias y las maldades.

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