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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

La última tribu (21 page)

BOOK: La última tribu
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»Más de cien mil tibetanos, precedidos por nuestro jefe temporal y espiritual, el decimocuarto dalai lama, huyeron a la India y los vecinos Nepal y Bután. Tras la muerte de Mao Zedong las cosas parecieron mejorar. Nuestro pueblo recobró la esperanza. Algunos monasterios fueron reconstruidos y los monjes pudieron reemprender sus estudios. Pero muy pronto advertimos que no era más que un engaño: los chinos estaban recurriendo a otros métodos; en lugar de matar a los tibetanos y convertirlos en mártires, decidieron que era preferible diluirlos entre una multitud de chinos y convertirlos en una minoría en su propio país. En la actualidad, la inmigración de la población china de los han está a punto de conseguir lo que la persecución no logró. Hoy, en Lhasa hay más chinos que tibetanos.

—Comprendo —dije.

—Porque es lo que te ha ocurrido a ti, ¿verdad?

—¿A mí? —La pregunta me desconcertó.

—También eso lo he visto, Jhampa. Tú perteneces al pueblo judío. Por eso deseo conocer tu secreto.

—Pero ¿qué secreto, maestro?

—El secreto de la resistencia espiritual judía en el exilio.

Lo miré, perplejo por esa petición inesperada.

—¿Qué puedo decirle? —respondí—. Sólo que los judíos están sometidos a seiscientas trece leyes.

—Pero las religiones siguen siendo lo que son. En la base de todas las religiones está la meditación.

—No creo que la meditación sea suficiente para la supervivencia de un pueblo.

—Pero no es únicamente espiritual. Como vosotros, también nosotros pensamos que el espíritu y el cuerpo son la misma cosa, como las dos caras de una hoja de papel. Tenemos la meditación. ¿Piensas que eso no basta?

—No —dije—, no basta.

—Ah…

Exhaló un suspiro como si sopesara las palabras que se disponía a pronunciar, y pareció reflexionar un momento. Yo me adelanté:

—Se ha dicho, siguiendo la lectura cabalística de Berechit, que fueron creados cuatro mundos y no uno solo, en correspondencia con las cuatro letras del tetragrama divino:
yod, hé, vav, hé
: espíritu, razón, corazón, cuerpo, o bien emanación, creación, formación, función. O también: intuición, conocimiento, sentimiento, acción.

—Aquí practicamos la intuición, el conocimiento y el sentimiento —dijo—. ¿Es que eso no es suficiente?

—El modo de ser de las criaturas consiste en adherirse a su Creador. Y eso únicamente es posible a través de la acción.

—Nosotros decimos que la palabra creadora, el aliento, fue puesta en la boca del hombre. ¿Acaso no basta con eso?

—La eficacia de la Palabra, que asegura la existencia de la criatura, depende del consentimiento del hombre a la Palabra de Dios —repliqué.

—Nosotros tenemos guías que muestran el camino —dijo—. ¿Tampoco basta con eso?

—La enseñanza es el mapa, y el guía es quien sabe leerlo y tiene ya experiencia del viaje; sin un guía, el ciego no podrá encontrar su camino. Pero tampoco eso basta.

—El Buda decidió abstraerse del mundo —repuso—, apartarse de él y encerrarse en una fortaleza hasta encontrar por fin la solución del enigma que le perseguía, la respuesta a su pregunta. Como tú, vivió en una cueva en el norte de la India: estaba situada en una montaña que dominaba el valle, y era una cavidad minúscula; un hombre tenía que entrar a rastras para instalarse en ella. Allí desarrolló su experiencia ascética hasta tal punto que podía sentir su columna vertebral pinchar la piel de su vientre.

»Cuando supo que su fin se acercaba, el Buda se arrastró fuera de la cueva y bajó al valle para morir a la luz del día. Se apoyó contra un árbol, entre las raíces. Un profesor de música y algunos alumnos se sentaron cerca del Buda. El profesor les dijo: “Mirad las cuerdas del laúd, si están sueltas no darán sonido. Si están demasiado tensas, el sonido será discordante; es preciso que el instrumento esté afinado con precisión para que sea posible la música y obtener los sonidos justos.” Y entonces el Buda tuvo un inmenso
saton
, es decir, una inmensa toma de conciencia. Se dijo: “Lo mismo ocurre conmigo, he vivido en el placer y las comodidades, y era un ser inútil y vano; es necesario equilibrar la vida entre el demasiado y el demasiado poco, entre lo necesario y lo superfluo, a fin de crear la armonía.” Así fue como encontró el espíritu de la sabiduría. Tomó el universo entero como una sola cosa, porque nada en la tierra ni en el cielo cambia sus vaivenes. Y alcanzó la inmortalidad.

El lama me sonrió con expresión triste.

—¿Sabes lo que le parece la vida a un anciano de setenta años?

—No —dije.

—Imagina un largo sueño, un sueño largo como la vida, lleno en ocasiones de experiencias placenteras, y a veces asolado por momentos de gran dolor. E imagina el instante de despertar… ¿Cómo mira su sueño la persona que acaba de despertar?

—Como un momento de gran verdad.

—Hacia la cuarentena empecé a detestar la sociedad. Mis comidas se reducían a papillas de trigo cocido con agua. Me exponía al viento y la lluvia. Caí enfermo y los médicos no sabían qué hacer por mí, salvo uno que me ordenó comer carne; lo hice, y sané. Pasé todas esas penalidades, Jhampa, porque mi karma era malo, muy malo… En una vida anterior, cometí un acto reprensible, terrible, que no ha dejado de perseguirme hasta hoy. Por eso he dedicado mi vida a la meditación y el arrepentimiento.

—¿Qué acto malo cometió? ¿Y cómo lo supo?

—Cuando mi madre estaba encinta de mí, la familia fue a visitar a un gran lama que vivía en una ermita, a una hora de marcha de nuestra casa. El lama preguntó si mi madre estaba encinta. Mis padres respondieron que sí, y el lama dijo: «Será un varón, y es importante que se me comunique el momento en que nazca.» Dio a mi madre un cordón protector para el momento de mi nacimiento. Cuando llegó el día, antes aún de que yo bebiera la primera gota de leche materna, el lama escribió en mi lengua
dh
, la sílaba fuerte del mantra de Manjushri. Era para salvarme del mal karma, Jhampa. Pasaron unos días y mis padres me llevaron ante el lama, que declaró que yo era un niño especial y que tenía que liberarme de mi karma malo. Y dijo: «Este niño no se parece a ningún otro. Quiero ver las líneas de su mano.» Contempló mis manos a la luz del día y murmuró: «Este niño deberá dedicar su vida a liberarse de su karma.»

»Entonces me regaló una perla magnífica que llevaba colgada al cuello. Fabricó también un cordón de protección de seda y un largo chal blanco, porque sólo un chal inmaculado sería capaz de asegurar la purificación del karma. Dijo a mi padre que debía llevarme a un monasterio, porque yo necesitaba ir allí para cumplir mi misión.

De nuevo se inclinó hacia mí.

—¿Sabes?, mi padre no deseaba que yo me hiciera monje. Teníamos una gran propiedad y él quería que de mayor me ocupara de ella. Pero un día, jugando junto al fuego, me hice graves quemaduras. Estuve en cama, muy enfermo, durante meses. Mi padre, afligido, me preguntó: «¿Qué puedo hacer para que te cures?» Yo le contesté: «Dejar que me haga monje.» Él hizo que me prepararan una túnica y me la puse. Al día siguiente recibí la tonsura. Tenía diez años. Fui a estudiar al monasterio. Allí conocí al lama que me había visto cuando nací; nunca abandonaba la ermita. Tras su muerte vine aquí, Jhampa, desde el valle. No me quedé en el monasterio. Tenía que ir más lejos, siempre más lejos; por eso viví en las cuevas durante siete años.

—¿Por qué, maestro, hacer todo eso? ¿Qué tenía que expiar usted?

Hubo un silencio, como si se tratara de una verdad demasiado difícil de contar y demasiado pesada de soportar.

—Dígame qué hizo durante sus siete años de retiro.

—Medité sobre el amor, la compasión y el deseo de guiar a todos los seres hacia la liberación. Practicaba desde antes del amanecer hasta mediodía. Leía mis libros en voz alta para aprenderlos de memoria. Mis padres venían a verme de vez en cuando. Tenía dieciséis años, y mi hermano dijo que iba a volverme loco. Los pájaros, los ratones y los cuervos eran mi única compañía. Durante tres años no pronuncié una sola palabra. Después del almuerzo, me relajaba un poco estudiando algunos libros. Mi cueva tenía una escalera, y unos oseznos venían a menudo a gruñir abajo, en la entrada. En el bosque había zorros y toda clase de pájaros. Y también leopardos. Un día, se comieron un perrito que me hacía compañía, y sentí una pena tan inmensa que durante tres años más no pronuncié una sola palabra. Día y noche, a pesar del frío glacial, me sentaba sobre una piel de oso, vestido únicamente con un chal blanco y un hábito de seda cruda. Fuera todo estaba helado, pero en la cueva hacía calor. No me acostaba para pasar la noche; dormía sentado dentro de mi cueva. Cenaba y luego me dedicaba a meditar. Todo ello por culpa de mi mal karma… ¡El karma que expío en este mundo!

Me miraba con gravedad. Por supuesto, estaba expiando alguna culpa; ¿no estamos todos siempre expiando algo?

—Yo no quería salir de la cueva, sólo de vez en cuando estiraba las piernas fuera de ella. Quería ser como Shabkar, el yogui del siglo XIX, que tenía la costumbre de sentarse para entonar sus cantos. No deseaba casarme ni tener hijos. Luego vinieron los chinos y me vi obligado a huir con los demás monjes, ocultándome durante el día y caminando por la noche. Los chinos disparaban si nos veían. De noche hacía mucho frío pero no podíamos encender fuego para preparar el té, porque nos habrían descubierto. Huimos a Nepal, donde nos acogieron en las montañas. Los campesinos nos daban arroz y legumbres secas en cestos de bambú. Luego, cuando las cosas se distendieron, tuve visiones e indicios y regresé aquí, a mi monasterio, porque sabía que era aquí, y en ningún otro lugar, donde podría reparar mi karma.

Le observé: su rostro parecía inquieto, los párpados temblaban ligeramente… Extendió una mano como para tocarme.

—Regresé, Jhampa, porque tenía que encontrarte… Ahora —añadió tras un silencio—, puedes partir si lo deseas, y borrarás de tu memoria tu nuevo nombre; pero para mí, serás siempre Jhampa.

—Maestro, dígame cuál es ese acto a cuya reparación ha consagrado su vida. Dígamelo, se lo suplico.

—Cuando hayas alcanzado la percepción pura, reconocerás tu naturaleza olvidada y la de todos los demás. Para ti, será como volver a ver el sol que nunca ha dejado de brillar, a medida que las nubes que lo ocultaban son desplazadas por el viento…

Y se marchó, dejándome así, en la misma posición, sumido en mis reflexiones.

De vuelta en mi tienda, el corazón me martilleaba el pecho, porque muy pronto iba a partir y sentía que iba a reunirme con Jane, si es que ella seguía acompañando a Ono Kashiguri. Me reproché no haber tenido más discernimiento cuando le veía todos los días, cuando estaba a mi lado. Me había dejado extraviar por la palabra, que es ilusión.

Me dijo que se llamaba «Yukio», y eso había bastado para engañarme. Yo tenía fe en los nombres; pero ¿por qué los nombres habían de ser signos de la verdad? Eso era lo que el lama no dejaba de explicarme y yo no había sabido comprender. Era preciso replanteármelo todo para distinguir con claridad las certezas y los prejuicios del sentido común. Ono Kashiguri había sido mi instructor. Era la persona más cercana a mí en aquel lugar, y tal vez precisamente por esa razón no había sido capaz de verlo. ¿Hubo además otros errores, otras ilusiones que tomé por realidades? Sin duda, y tal vez haría falta toda una vida en las cuevas para llegar a descorrer el velo.

Me dormí y tuve un sueño, más bien una pesadilla. Me encontraba en una casa y era de noche. Tenía que salir al bosque porque estaban ocurriendo cosas extrañas, y me acechaba un gran peligro. Alguien quería destruirme. Salir me daba miedo, pero lo hacía de todos modos, porque en la casa había un hombre de aspecto muy inquietante, un hombre sombrío de mirada enloquecida. Yo pensaba que quería matarme, que estaba preparando algo. Volvía a mi habitación y la encontraba reducida a cenizas: había ardido completamente. Había perdido todas mis pertenencias, mi cama, mi armario, mis libros, mis pergaminos. Ya no tenía nada. Entonces salía al bosque para afrontar solo el peligro.

VII.
El pergamino de los demonios

A vosotros que entráis en los cuerpos os lo suplico, en nombre de Dios que nos libra del mal y el pecado, al demonio de la fiebre, al demonio de la enfermedad, al demonio de la tos, os suplico que no contaminéis los días y las noches con pesadillas surgidas del sueño. A vosotros íncubos, a vosotros súcubos, a vosotros demonios que atravesáis las paredes, os lo suplico, así en la tierra como en el cielo.

Manuscritos de Qumrán,

Exorcismo

En medio de una masa de glaciares azules me dirigía a Lhasa, en persecución de Ono Kashiguri.

Me hacía mil preguntas para las que no encontraba respuesta.

¿Por qué Ono Kashiguri se había interesado en el hombre de los hielos? ¿Fue él quien dio muerte al monje Nakagashi? Pero ¿por qué? ¿Cuál era el mal karma del lama? ¿Tenía alguna relación con Ono Kashiguri? Si era así, ¿cuál? ¿Venía de Qumrán el hombre de las nieves? ¿Qué hacía en esa región remota? ¿Y por qué?

Había tomado el autobús a Katmandú bajo un cielo velado por aguaceros repentinos. Desde allí viajaría en minibús hasta Lhasa. El pequeño vehículo nos llevó traqueteando por carreteras sinuosas que remontaban el curso del Ragmati, el río de Katmandú, hasta las riberas donde se incinera a los muertos. Día y noche, los cuerpos se consumían en grandes hogueras.

Luego la ruta dejó las terrazas cultivadas para adentrarse en valles montañosos de paredes abruptas. Al cabo de unas horas franqueamos una tierra de nadie vigilada por milicianos chinos.

Lhasa está situada a 3,650 metros de altitud. Vista de lejos, se diría que es una ciudad irreal, un espejismo vetusto y sombrío. De cerca es diferente.

Al entrar por la colina pasamos delante del Potala, residencia de los dalai lama y sede del gobierno tibetano, que domina desde su altura toda la ciudad. Se trata de un edificio de trece plantas que contiene miles de estancias, santuarios y estatuas, entre ellos el Palacio Blanco, con los apartamentos del dalai lama, y el Palacio Rojo, en el que se celebraban las actividades religiosas; pero todo eso sucedía antes de la invasión china que, mediante la destrucción de la arquitectura, había superpuesto una nueva marca a la huella ancestral.

De súbito aparecieron los grandes edificios y las galerías comerciales, como surgidos de la nada. Era el gran bulevar de Lhasa, bautizado como el Camino de Pekín, que conducía a una amplia plaza, el único espacio abierto en medio de aquella acumulación de cemento. La ciudad moderna de Lhasa es completamente china, con establecimientos y rótulos chinos imponiéndose a los tibetanos; es Lhasa y no lo es, al mismo tiempo.

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