La velocidad de la oscuridad (15 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
9.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Me encuentro bien.

—¿Don, el chico maravilla? —le pregunta la otra mujer a Lucía.

Lucía hace una mueca.

—Sí. A veces puede ser un auténtico capullo.

—¿Qué ha sido esta vez? —pregunta la mujer.

Lucía me mira.

—Oh... lo de costumbre. Bocacitis.

Me alegro de que ella no dé más explicaciones. No creo que sea tan malo como debe de haber dicho Tom. Me entristece la idea de que Tom no sea justo con alguien.

Tom regresa y me dice que tengo otro combate a la 1.45.

—Es otro novato —dice—. Ha perdido su primer combate esta mañana temprano. Deberías comer algo.

Me tiende pan con carne dentro. Huele bien. Tengo hambre. Cuando doy un bocado, sabe bien, y me lo como todo.

Un hombre mayor se detiene a hablar con Tom. Tom se levanta; yo no sé si debería levantarme también. Algo en el hombre me llama la atención. Se retuerce. Habla muy rápido, también. No sé de qué está hablando... de gente que no conozco, de sitios donde no he estado.

En mi tercer combate, mi oponente viste todo de negro con un reborde rojo. También lleva una careta transparente. Tiene el pelo oscuro y los ojos y la piel muy claros, y unas patillas largas recortadas en punta. Pero no se mueve bien. Es lento y no muy fuerte. No lleva hasta el final sus ataques; agita la hoja adelante y atrás sin acercarse. Consigo un botonazo que no reconoce y luego uno más fuerte que sí acepta. Su cara muestra sus sentimientos: está a la vez alarmado y enfadado. Aunque estoy cansado, sé que puedo ganar si quiero.

No está bien hacer enfadar a la gente, pero me gustaría ganar. Me muevo a su alrededor; él se vuelve despacio, con torpeza. Su labio inferior asoma; su frente se arruga. No está bien hacer que la gente se sienta estúpida. Reduzco el ritmo, pero él no se aprovecha. Su pauta es muy sencilla, como si sólo supiera dos paradas y ataques. Cuando me acerco, retrocede. Pero quedarse quieto e intercambiar mandobles es aburrido. Quiero que haga algo. Como no lo hace, me libro de uno de sus débiles ataques y lo alcanzo. Su cara se contrae de furia y suelta una sarta de palabrotas. Sé que se supone que tengo que estrecharle la mano y decirle gracias, pero ya se ha marchado. El árbitro se encoge de hombros.

—Bien por ti —dice Tom—. He visto que bajabas el ritmo y le dabas la oportunidad de conseguir un botonazo de honor... Lástima que el idiota no supiera qué hacer con eso. Ahora ya sabes por qué no me gusta que mis estudiantes acudan demasiado pronto a los torneos. Él no estaba preparado del todo aún.

No estaba preparado del todo. Que es como decir que no estaba preparado en absoluto.

Cuando voy a informar de mi victoria, descubro que ahora estoy en una tabla que tiene un registro 2 a 1. Sólo hay ocho invictos. Me siento muy cansado, pero no quiero decepcionar a Tom, así que no me retiro. Mi siguiente combate tiene lugar casi a continuación, con una mujer alta y morena. Lleva un traje sencillo azul oscuro y una careta convencional de rejilla. No se parece en nada al último hombre: ataca instantáneamente y después de unos cuantos intercambios consigue el primer botonazo. Yo consigo el segundo, ella el tercero, y yo el cuarto. No es fácil ver su pauta. Oigo voces en los márgenes: gente diciendo que es un buen combate. Me siento ligero otra vez, y feliz. Entonces noto su hoja en mi pecho y el combate termina. No me importa. Estoy cansado y sudoroso: puedo olerme a mí mismo.

—¡Buen combate! —dice ella, y me agarra el brazo.

—Gracias.

Tom está contento conmigo; lo noto por su sonrisa. Lucía está allí también: no la he visto venir a observar. Van juntos del brazo; me siento aún más feliz.

—Veamos dónde te sitúa esto en la clasificación —dice él.

—¿La clasificación?

—Todos los tiradores quedan clasificados según sus resultados. Los novatos van por separado. Espero que hayas salido bien. Todavía faltan algunos, pero creo que todos los nuevos han terminado ya.

Yo no sabía nada de esto. Cuando miramos la pizarra grande, mi nombre está el número diecinueve, pero en la esquina inferior derecha, donde aparecen los siete tiradores novatos, mi nombre está el primero.

—Lo que pensaba —dice Tom—. Claudia...

Una de las mujeres que escribe los nombres en la pizarra se vuelve.

—¿Han terminado todos los novatos?

—Sí. ¿Éste es Lou Arrendale? —Me mira.

—Sí. Soy Lou Arrendale.

—Lo has hecho muy bien para ser la primera vez.

—Gracias.

—Aquí tienes tu medalla —dice ella, buscando bajo la mesa y sacando una bolsita de cuero con algo dentro—. O puedes esperar a que te la den en la ceremonia de entrega de premios.

No sabía que iban a darme una medalla. Creía que sólo la persona que ganaba todos los combates se llevaba una medalla.

—Tenemos que regresar —dice Tom.

—Bueno, pues entonces... aquí la tienes.

Me entrega la bolsita. Parece cuero de verdad.

—Buena suerte la próxima vez.

—Gracias.

No sé si se supone que debo abrir la bolsita, pero Tom dice «veámosla...», y saco la medalla. Es una pieza redonda de metal con el grabado de una espada y un agujerito cerca del borde. La vuelvo a meter en la bolsa.

De regreso a casa, repaso mentalmente cada combate. Puedo recordarlo todo e incluso repetir la forma en que Gunther se movía, de modo que la próxima vez (me sorprende saber que habrá una próxima vez, que quiero volver a hacer esto) podré hacerlo mejor contra él.

Empiezo a pensar por qué Tom pensaba que esto sería bueno para mí si tengo que luchar contra el señor Crenshaw. He ido a un sitio donde nadie me conocía y he competido como lo hubiese hecho una persona normal. No me ha hecho falta ganar el torneo para saber que he conseguido algo.

Cuando llego a casa, me quito la ropa sudada que me prestó Lucía. No me dijo que la lavara, porque son especiales; dijo que la colgara y que se la llevara a su casa el miércoles, cuando vaya a clase de esgrima. No me gusta cómo huele; me gustaría llevársela esta noche o mañana, pero ella dijo que el miércoles. La cuelgo de la parte trasera del sofá del salón mientras me ducho.

El agua caliente me sienta muy bien; veo marquitas azules en los sitios donde he recibido algún botonazo. Me doy una ducha larga hasta que me siento completamente limpio, y luego me pongo la camiseta y los pantalones de chándal más suaves que tengo. Estoy muy cansado y quiero dormir, pero necesito ver qué me han enviado por correo electrónico los otros después de su charla.

Tengo mensajes de Cameron y de Bailey. Cameron dice que han hablado pero no han decidido nada. Bailey dice quién ha asistido (todos menos Linda y yo), y que le han preguntado a un consejero del Centro cuál es la legislación sobre experimentación con humanos. Dice que Cameron ha hecho que pareciera que nos habíamos enterado de la existencia del tratamiento y que queríamos probarlo. El consejero va a hacer averiguaciones sobre las leyes relacionadas.

Me voy a la cama temprano.

El lunes y el martes no tenemos más noticias del señor Crenshaw ni de la compañía. Tal vez la gente que haría el tratamiento no está preparada para probarlo con humanos. Tal vez el señor Crenshaw tiene que convencerlos todavía. Ojalá supiéramos más. Me siento como me sentía en la pista antes del primer combate. El no saber parece decididamente más rápido que el saber.

Contemplo de nuevo la abstracción del artículo on-line, pero sigo sin comprender la mayoría de las palabras. Incluso cuando vuelvo a repasarlas, sigo sin comprender qué hace exactamente el tratamiento y cómo lo hace. No lo comprendo. No es mi campo.

Pero se trata de mi cerebro y de mi vida. Quiero comprenderlo. La primera vez que practiqué esgrima, no lo comprendí tampoco. No sabía por qué tenía que sujetar el florete de una manera determinada o por qué tenía que mantener los pies separados en un ángulo preciso. No sabía ninguno de los términos ni ninguno de los movimientos. No esperaba ser bueno tirando: pensaba que mi autismo se interpondría, y al principio lo hizo. Ahora he acudido a un torneo con gente normal. No he ganado pero lo he hecho mejor que otros novatos.

Tal vez pueda aprender más sobre el cerebro de lo que sé ahora. No sé si habrá tiempo, pero puedo intentarlo.

El miércoles, llevo el disfraz a casa de Tom y Lucía para devolverlo. Está seco y no huele tan mal, pero sigo notando el olor agrio de mi sudor. Lucía recoge la ropa y yo atravieso la casa hasta la sala donde está el equipo. Tom se encuentra ya en el patio; recojo mi equipo y salgo. Hace frío, pero se está tranquilo, no hay brisa. Él está haciendo estiramientos y yo empiezo a hacer estiramientos también. Tuve agujetas el domingo y el lunes, pero ahora ya no, y sólo me duele una magulladura.

Marjory sale al patio.

—Le estaba contando a Marjory lo bien que estuviste en el torneo —dice Lucía, tras ella. Marjory me sonríe.

—No gané —digo—. Cometí errores.

—Ganaste dos encuentros, y la medalla de principiante. No cometiste tantos errores.

No sé cuántos errores son «tantos» errores. Si Lucía quiere decir «demasiados», ¿por qué dice «tantos»?

Aquí, en el patio, recuerdo a Don y lo mucho que se enfadó por lo que dijo Tom en vez de la sensación liviana que experimenté al ganar esos dos combates. ¿Vendrá esta noche? ¿Estará enfadado conmigo? Creo que debería mencionarlo, y luego pienso que mejor no.

—Simon se quedó impresionado —dice Tom. Ahora está sentado, frotando su hoja con papel de lija para alisar las mellas. Palpo mi hoja y no encuentro ninguna mella nueva—. El árbitro, quiero decir; nos conocemos desde hace años. Le gustó la manera en que te comportaste cuando ese tipo no aceptó los botonazos.

—Dijiste que eso es lo que había que hacer.

—Sí, bueno, pero no todo el mundo sigue mi consejo. Cuéntame ahora, varios días más tarde... ¿fue más divertido o más molesto?

Yo no había pensado que el torneo fuera divertido, pero tampoco que fuera una molestia.

—¿O algo completamente distinto? —dice Marjory.

—Algo completamente distinto —digo—. No me pareció una molestia: me dijiste qué tenía que hacer para prepararme, Tom, y lo hice. Tampoco me pareció divertido, sino una prueba, un desafío.

—¿Te gustó?

—Sí. Hubo cosas que me gustaron mucho. —No sé cómo describir la mezcla de sentimientos—. Me gusta hacer cosas nuevas a veces.

Alguien está abriendo la verja. Don. Noto una súbita tensión en el patio.

—Hola —dice. Su voz está tensa.

Le sonrío, pero él no me devuelve la sonrisa.

—Hola, Don —saluda Tom.

Lucía no dice nada. Marjory lo saluda con un gesto con la cabeza.

—Voy a recoger mis cosas —dice él, y entra en la casa.

Lucía mira a Tom; él se encoge de hombros. Marjory se me acerca.

—¿Quieres tirar? —pregunta—. No puedo quedarme hasta tarde esta noche. Trabajo.

—Claro —digo. Me siento otra vez liviano.

Ahora que he combatido en el torneo me siento muy relajado combatiendo aquí. No pienso en Don: sólo pienso en la hoja de Marjory. De nuevo tengo la sensación de que tocar su hoja es casi como tocarla a ella: que puedo sentir, a través del acero, cada movimiento suyo, incluso su estado de ánimo. Quiero que esto dure; bajo un poco el ritmo, prolongando el contacto, sin conseguir los botonazos que podría conseguir para que podamos continuar. Es una sensación muy distinta al torneo, pero
liviano
es la única palabra que se me ocurre para describirlo.

Finalmente, ella retrocede. Está jadeando.

—Ha sido divertido, Lou, pero me agotas. Tendré que hacer una pausa.

—Gracias.

Nos sentamos el uno al lado del otro, ambos respirando con dificultad. Mido mi respiración con la suya. Me gusta hacerlo.

De repente Don sale de la habitación donde está el equipo con sus armas en una mano y la careta en la otra. Me mira y rodea la esquina de la casa, las piernas envaradas. Tom lo sigue hasta afuera y se encoge de hombros, extendiendo las manos.

—He intentado disuadirlo —le dice a Lucía—. Sigue pensando que lo insulté a propósito en el torneo. Y quedó vigésimo, por detrás de Lou. Ahora mismo todo es culpa mía y va a estudiar con Gunther.

—No durará mucho —dice Lucía. Extiende las piernas—. No soportará la disciplina.

—¿Es por mi causa? —pregunto.

—Es porque el mundo no cambia para amoldarse a él —responde Tom—. Le doy un par de semanas antes de que esté de vuelta, pretendiendo que no ha pasado nada.

—¿Y lo dejarás volver? —pregunta Lucía, con cierta irritación en la voz.

Tom vuelve a encogerse de hombros.

—Si se comporta, claro. Las personas crecen, Lucía.

—De manera retorcida, algunas de ellas.

Entonces Max y Susan y Cindy llegan todos en tropel y me hablan a la vez. No los vi en el torneo, pero todos me vieron a mí. Estoy avergonzado de no haberme dado cuenta, pero Max se explica.

—Intentamos mantenernos apartados, para que pudieras concentrarte. En un momento como ése, uno sólo quiere hablar con una o dos personas.

Eso tendría sentido si la otra gente también tuviera problemas para concentrarse. No sabía que ellos pensaran de esa forma; creía que querían montones de personas alrededor todo el tiempo.

Tal vez si las cosas que me han dicho sobre mí no eran correctas, las cosas que me dijeron sobre la gente normal tampoco lo eran.

Tiro con Max y luego con Cindy, y después me siento junto a Marjory hasta que ella dice que tiene que irse. Le llevo la bolsa hasta el coche. Me gustaría pasar más tiempo con ella, pero no estoy seguro de cómo hacerlo. Si conociera a alguien como Marjory (alguien que me gustara) en un torneo, y no supiera que soy autista, ¿sería más fácil invitar a cenar a esa persona? ¿Qué diría esa persona? ¿Qué diría Marjory si la invitara? Me quedo junto al coche después de que ella suba y deseo haber dicho ya las palabras y estar esperando su respuesta. La voz furiosa de Emmy resuena en mi cabeza. No creo que tenga razón; no creo que Marjory me vea sólo como un diagnóstico, como un posible sujeto de investigación. Pero no lo creo lo suficiente para invitarla a cenar. Abro la boca y no sale ninguna palabra: el silencio está allí antes que el sonido, más rápido de lo que puedo formar el pensamiento.

Marjory me está mirando. De repente siento frío y me quedo envarado de timidez.

—Buenas noches —digo.

—Buenas noches. Hasta la semana que viene.

BOOK: La velocidad de la oscuridad
9.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dune: The Butlerian Jihad by Brian Herbert, Kevin J. Anderson
Loki by Keira Montclair
Greater's Ice Cream by Robin Davis Heigel
A Murder Unmentioned by Sulari Gentill
Post Captain by Patrick O'Brian