La velocidad de la oscuridad (19 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Gracias, Lou —dice la señorita Kimberly. Su voz es más tranquila, más cálida. Me sorprendo. No esperaba que dijera eso—. ¿Qué ocurre? —pregunta mientras empiezo a sacar la ropa, sacudiéndola para que la mayor parte del detergente vuelva a caer en la lavadora.

—Se me ha caído una moneda dentro.

Ella se acerca. No quiero que se acerque. Lleva un perfume fuerte que huele muy dulce.

—Usa otra. Ésa saldrá bien limpia cuando saques la ropa.

Me quedo parado un momento, con la ropa en la mano. ¿Puedo dejar esa moneda dentro? Tengo la moneda sobrante en el bolsillo. Suelto la ropa y busco la moneda en mi bolsillo. Es del tamaño adecuado. La meto en la ranura, cierro la puerta, ajusto la máquina y pulso INICIAR. De nuevo el
clong,
el siseo del agua. Me siento extraño por dentro. Antes creía comprender a la señorita Kimberly, cuando era la anciana predecible que lavaba su ropa los viernes por la noche, igual que yo. Creía comprenderla hace unos minutos, al menos comprender que estaba inquieta por algo. Pero ha pensado en una solución muy rápido, cuando yo pensaba que estaba todavía inquieta. ¿Cómo ha hecho eso? ¿Es algo que la gente normal puede hacer siempre?

—Es más fácil que sacar la ropa —dice—. Así no mancharás la máquina ni tendrás que limpiarla. Yo siempre traigo algunas monedas de más por si acaso. —Se ríe, una risita seca—. A medida que me voy haciendo mayor las manos me tiemblan a veces.

Hace una pausa, mirándome. Yo sigo preguntándome cómo lo ha hecho, pero me doy cuenta de que está esperando algo de mí. Siempre es adecuado decir gracias, aunque no estés seguro de por qué.

—Gracias —digo.

Era lo que había que decir; ella sonríe.

—Eres un buen hombre, Lou; lamento lo de tus neumáticos —dice. Mira el reloj—. Tengo que hacer unas llamadas telefónicas. ¿Vas a quedarte aquí? ¿Para echarle un ojo la secadora?

—Estaré abajo —digo—. No en esta habitación: hay demasiado ruido.

Lo he dicho antes de que ella me pida que le eche un ojo a la ropa. Siempre pienso en sacarme un ojo y meterlo entre la ropa, pero no le digo que esto es lo que pienso. Sé lo que significa la expresión socialmente, pero es un significado tonto. Ella asiente y sonríe y sale. Vuelvo a comprobar que las instrucciones de las dos lavadoras son correctas y luego salgo al vestíbulo.

El suelo de la lavandería es de feo hormigón gris, levemente en pendiente hasta un gran desagüe bajo las lavadoras. Sé que el desagüe está ahí porque hace dos años traje mi colada y había trabajadores. Habían sacado las máquinas y levantado la tapa del desagüe. Olía muy mal, agrio y repulsivo.

El suelo del pasillo es de baldosas, cada baldosa blanca veteada con dos tonos de verde sobre beige. Las baldosas son cuadradas, de veinticinco centímetros; el vestíbulo tiene cinco cuadrados de ancho y cuarenta y cinco cuadrados y medio de largo. La persona que colocó las baldosas las colocó de forma que las vetas se entrecrucen: cada baldosa está colocada de forma que las vetas se encuentren en un ángulo de noventa grados con las que tiene al lado. La mayoría de las baldosas están colocadas de una de las dos formas, pero ocho están puestas al revés que las otras baldosas, en la misma orientación.

Me gusta mirar este pasillo y pensar en esas ocho baldosas. ¿Qué pauta podría completarse al colocar esas ocho baldosas al revés? Hasta ahora he pensado tres pautas posibles. Intenté hablarle a Tom al respecto, pero él no pudo ver en su cabeza las pautas de la manera en que puedo yo. Las dibujé todas en una hoja de papel, pero pronto me di cuenta de que se aburría. Nunca he intentado volver a hablarle del tema.

Pero yo lo encuentro infinitamente interesante. Cuando me canso del suelo (aunque nunca me canso del suelo), puedo mirar las paredes. Todas las paredes del pasillo están pintadas, pero en una pared había una pauta de azulejos pintados antes. Medían diez centímetros de lado pero, al contrario que las baldosas del suelo, esos supuestos azulejos tenían espacio para una falsa grieta. Así que el tamaño real de la pauta es de diez centímetros y medio. Si fueran de doce centímetros y medio, dos azulejos de la pared medirían igual que una baldosa del suelo.

Busco los lugares donde la línea entre los azulejos sube por la pared y por el techo y da la vuelta sin detenerse. Hay un lugar en este pasillo donde la línea casi lo consigue, pero no del todo. Antes pensaba que si el pasillo fuera el doble de largo habría dos sitios, pero no es así como funciona. Cuando lo miro con atención, noto que el pasillo tendría que ser cinco veces y un tercio más largo para que todas las líneas encajaran exactamente dos veces.

Cuando oigo que una de las lavadoras cambia el sentido de giro vuelvo a la lavandería. Sé que tardo exactamente en llegar a la máquina lo que tarda el tambor en dejar de girar. Es una especie de juego, dar el último paso cuando la máquina da su último giro. La secadora de la izquierda todavía murmura y rumia; saco mi ropa húmeda y la meto en la secadora de la derecha, que está vacía. Para cuando lo he metido todo y termino de comprobar que no queda nada en la lavadora, la segunda lavadora empieza a centrifugar. Una vez, el año pasado, establecí la relación entre la fuerza de fricción que detiene la rotación y la frecuencia del sonido que produce. Lo hice yo solo, sin ningún ordenador, y por eso fue más divertido.

Saco mis ropas de la segunda máquina, y allí al fondo está la moneda perdida, brillante y limpia y lisa en mis dedos. Me la guardo en el bolsillo, meto la ropa en la secadora, inserto las monedas y la pongo en marcha. Hace mucho tiempo solía contemplar la ropa dando vueltas y trataba de averiguar cuál era la pauta: por qué esta vez el brazo de un jersey rojo estaba delante de la bata azul, cayendo y dando vueltas, y la vez siguiente el mismo brazo rojo estaba entre el pantalón amarillo del chándal y la funda de la almohada. A mi madre no le gustaba que murmurara mientras veía la ropa subir y caer, así que aprendí a hacerlo todo de cabeza.

La señora Kimberly vuelve justo cuando la secadora con su ropa se para. Me sonríe. Trae un plato con galletitas.

—Gracias, Lou —dice. Tiende el plato—. Toma una galleta. Sé que a los chicos, quiero decir, a los hombres jóvenes, les gustan las galletas.

Trae galletas casi todas las semanas. No siempre me gusta la clase de galletas que trae, pero no es educado decirlo. Esta semana son de limón. Me gustan mucho. Tomo tres. Ella pone el plato sobre la mesa plegable y saca sus cosas de la secadora. Las mete en su cesta; no dobla la ropa aquí.

—Sube el plato cuando termines, Lou —dice. Lo mismo que la semana pasada.

—Gracias, señorita Kimberly.

—No hay de qué —dice ella, como siempre.

Termino las galletas, tiro las migas en la papelera y doblo mi ropa antes de subir. Le devuelvo el plato y sigo hasta mi apartamento.

Los sábados por la mañana voy al Centro. Uno de los consejeros está disponible de 8.30 a 12.00 y, una vez al mes, hay un programa especial. Hoy no hay ningún programa, pero Maxine, una de las consejeras, va camino de la sala de conferencias cuando llego. Bailey no dijo si es la consejera con la que hablaron la semana pasada. Maxine lleva lápiz de labios naranja y sombra de ojos púrpura; nunca le pregunto nada. Pienso preguntárselo de todas formas, pero alguien entra antes de que me decida.

Los consejeros saben cómo encontrarnos ayuda legal o un apartamento, pero no sé si comprenderán el problema al que nos enfrentamos ahora. Siempre nos animan a hacerlo todo para que seamos más normales. Creo que dirán que deberíamos querer este tratamiento aunque piensen que es demasiado peligroso intentarlo mientras es todavía experimental. Tarde o temprano tendré que hablar con alguien, pero me alegro de que se me hayan adelantado. Así no tengo que hacerlo ahora.

Estoy mirando el tablón de anuncios con sus carteles de reuniones de AA y otros grupos de apoyo (madres solteras, padres de adolescentes, buscadores de empleo) y reuniones de grupos de interés (baile, bolos, ayuda tecnológica), cuando se me acerca Emmy.

—Bueno, ¿cómo está tu novia?

—No tengo novia.

—La vi —dice Emmy—. Sabes que lo hice. No mientas.

—Viste a mi amiga, no a mi novia. Una novia es alguien que accede a ser tu novia y ella no ha accedido.

No estoy siendo sincero y eso está mal, pero sigo sin querer hablar con Emmy sobre Marjory, ni escucharla.

—¿Se lo has pedido?

—No quiero hablar de ella contigo —digo, y me doy media vuelta.

—Porque sabes que tengo razón —dice Emmy. Me adelanta rápidamente y se planta ante mí otra vez—. Es una de esas... que se llaman normales, y nos usan como ratas de laboratorio. Siempre estás frecuentando a esa gente, Lou, y no está bien.

—No sé a qué te refieres.

Sólo veo a Marjory una vez a la semana (dos veces la semana del supermercado), así que ¿cómo puedo estar «frecuentándola»? Si vengo al Centro todas las semanas y Emmy está allí, ¿significa eso que estoy frecuentando a Emmy? No me gusta esa idea.

—No has venido a ninguno de los acontecimientos especiales de este mes —dice ella—. Pasas el tiempo con tus amigos
normales
.

El tono de su voz hace que
normal
sea un taco.

No he venido a ninguno de los acontecimientos especiales porque no me interesan. ¿Una charla sobre habilidades paternales? No tengo hijos. ¿Un baile? La música que ponen no es del tipo que me gusta. ¿Una clase de alfarería? No quiero hacer cosas con barro. Pensándolo bien, me doy cuenta de que muy pocas cosas del Centro me interesan. Es una forma fácil de encontrarte con otros autistas, pero no todos son como yo y puedo encontrar a más gente que comparte mis intereses en la red o en la oficina. Cameron, Bailey, Eric, Linda... todos vamos al Centro a reunirnos antes de ir a otro sitio, pero es sólo una costumbre. En realidad no necesitamos el Centro, excepto tal vez para hablar de vez en cuando con los consejeros.

—Si vas a buscarte novia, deberías empezar con las de tu propia clase —dice Emmy.

La miro a la cara, con los signos físicos de la furia todos marcados: la piel enrojecida, los ojos brillantes entre los párpados tensos, la boca cuadrada, los dientes casi juntos. No sé por qué está enfadada conmigo esta vez. No sé por qué le importa cuánto tiempo paso en el Centro. No creo que sea de mi clase de todas formas. Emmy no es autista. No conozco su diagnóstico: no me importa su diagnóstico.

—No estoy buscando novia.

—¿Entonces ella vino a buscarte?

—Ya he dicho que no quiero hablar de eso contigo —digo. Miro alrededor. No veo a ningún conocido. Pensaba que a lo mejor Bailey estaría aquí esta mañana, pero tal vez se ha dado cuenta de lo mismo de lo que acabo de darme cuenta yo. Tal vez no va a venir porque sabe que no necesita al Centro. No quiero quedarme aquí y esperar que Maxine esté libre.

Me vuelvo para marcharme, consciente de que Emmy está detrás de mí, radiando sentimientos oscuros más rápido de lo que yo puedo escapar. Entran Linda y Eric. Antes de que pueda decir nada, Emmy farfulla:

—Lou ha vuelto a ver a esa chica, esa investigadora.

Linda agacha la cabeza y se marcha: no quiere escuchar. No le gusta meterse en discusiones, de todas formas. La mirada de Eric roza mi cara y busca la pauta de las losas del suelo. Está escuchando, pero no pregunta.

—Le dije que es una investigadora, que sólo quiere utilizarlo, pero no me escucha —dice Emmy—. La he visto y ni siquiera es guapa.

—¿Intenta que aceptes el tratamiento, Lou? —pregunta Eric.

—No. No hablamos de eso.

—No la conozco —dice Eric, y se marcha. Linda ya se ha perdido de vista.

Pienso en seguirlos, pero no quiero quedarme aquí. Emmy podría seguirme. Podría hablar más.
Hablaría
más. Molestaría a Linda y Eric.

Me vuelvo para marcharme, y Emmy habla más.

—¿Adónde vas? —pregunta—. Acabas de llegar. ¡No creas que puedes escapar de tus problemas, Lou!

Puedo escapar de ella, pienso. No puedo escapar del trabajo o de la doctora Fornum, pero puedo escapar de Emmy. Sonrío, pensando en eso, y ella se pone aún más colorada.

—¿Por qué sonríes?

—Estoy pensando en música —digo. Eso siempre es seguro. No quiero mirarla: su cara está roja y brillante y furiosa. Me rodea, intentando que vuelva a mirarla. Miro al suelo en cambio—. Pienso en música cuando la gente se enfada conmigo —digo. Eso es verdad a veces.

—¡Oh, eres imposible! —dice ella, y se marcha pasillo abajo. Me pregunto si tiene algún amigo. Nunca la veo con otra gente. Es triste, pero no es algo que yo pueda arreglar.

Fuera se está mucho más tranquilo, aunque el Centro se encuentra en una calle muy transitada. Ahora no tengo planes. Si no paso el sábado por la mañana en el Centro, no estoy seguro de qué hacer. Ya tengo lista la colada. Mi apartamento está limpio. Los libros dicen que no nos enfrentamos bien a la incertidumbre o los cambios de planes. Normalmente eso no me molesta, pero esta mañana me siento un poco tembloroso por dentro. No quiero pensar que Marjory sea lo que Emmy dice que es. ¿Y si Emmy tiene razón? ¿Y si Marjory me está mintiendo? No creo que sea cierto, pero mis sentimientos pueden estar equivocados.

Ojalá pudiera ver a Marjory ahora. Ojalá fuéramos a hacer algo juntos, a algún sitio donde pudiera mirarla. Sólo mirarla y escucharla hablar con otra persona. ¿Sabría yo si le gusto? Creo que le gusto. No sé si le gusto mucho o poco, sin embargo. No sé si le gusto como le gustan otros hombres o como le gustan los niños a los adultos. No sé cómo diferenciarlo. Si yo fuera normal, lo sabría. La gente normal debe saberlo o no podría casarse nunca.

La semana pasada a esta hora estaba en el torneo. Me gustó. Preferiría estar allí que aquí. Incluso con el ruido, con toda la gente, con todos los olores. Es un sitio al que pertenezco. Aquí ya no pertenezco. Estoy cambiando, o más bien he cambiado.

Decido regresar caminando al apartamento, aunque es un trayecto largo. Hace más fresco que antes y las flores del otoño asoman en algunos de los patios junto a los que paso. El ritmo del paseo suaviza mi tensión y me facilita oír la música con la que he elegido caminar. Veo otra gente con auriculares. Están escuchando la radio o música grabada: me pregunto si los que no llevan auriculares escuchan su propia música o si caminan sin música.

El olor a pan recién hecho me detiene. Me vuelvo y entro en una pequeña panadería y compro una barra de pan caliente. Junto a la panadería hay una floristería con filas ordenadas de púrpuras, amarillos, azules, bronces, rojos profundos. Los colores llevan más que longitudes de onda de luz: proyectan alegría, orgullo, tristeza, bienestar. Es casi insoportable.

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