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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #fantasía

La Venganza Elfa (30 page)

BOOK: La Venganza Elfa
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—Hablaba muy en serio, pero estoy segura de que podremos ocuparnos de ese «viejo conocido» —repuso Arilyn ponderadamente, echando a andar tan deprisa como se lo permitía la muchedumbre. Al ver que la expresión de consternación de Danilo no desaparecía añadió—: ¿A qué viene esa cara? ¿Es que nadie ha tratado antes de matarte?

—Claro que sí —resopló el noble—. Pero nadie me había dicho que no le caigo bien. ¿Y ahora qué? Buscar a ese viejo conocido del elfo, ¿no?

—No. Un aventurero como Elaith no viviría mucho tiempo si revelara los nombres de sus asociados —repuso Arilyn—. De todos modos sería inútil. Probablemente el asesino se esconde entre los Arpistas.

—Ya lo dijiste antes. ¿Por qué lo crees?

«Porque los Arpistas y sus aliados trabajan para mantener el equilibrio», pensó la semielfa, pero dijo en voz alta:

—Como ya te dije antes los Arpistas forman una organización secreta, pero el asesino conoce la identidad de sus víctimas.

—Al parecer, también sabe muchas cosas de ti. No entiendo por qué un Arpista querría hacer tal cosa, ni por qué llegaría a tales extremos para que tú parecieras ser la asesina de Arpistas.

—Yo tampoco.

—Bueno, ¿pues qué hacemos ahora? En vista de que Elaith ya no es sospechoso ya no nos queda dónde mirar.

—Entonces tendremos que asegurarnos de que el asesino se pone de nuevo tras nuestra pista —dijo Arilyn. Un delgado mago ataviado con una túnica negra pasó rozando a Danilo, y los ojos de la aventurera se iluminaron—. Es posible que tengamos la suerte de cara —dijo en voz baja—. ¿Ves a ese joven que lleva un libro enorme? Vamos a seguirlo.

—¿Por qué? —Danilo se colocó al lado de Arilyn, que avanzaba sorteando a los transeúntes.

—Voy a dejar que el asesino sepa dónde encontrarme.

—Oh. ¿Entonces, por qué sigues llevando ese disfraz?

—Elaith ha dicho que los Arpistas sospechan de mí. Será mejor que me oculte hasta que dé con el asesino y limpie mi nombre.

—Ah. ¿Y yo qué haré?

El joven mago entró en una taberna llamada El Dragón Borrachín, con Arilyn y Danilo pisándole los talones.

—Vamos a cenar —sugirió la semielfa.

Obedientemente, Danilo encontró una mesa cerca de la puerta principal y se dejó caer en una silla.

Mientras fingía seguir una partida de dardos, Arilyn observaba al mago vestido de negro, que se había sentado a una mesa, había sacado una botella de tinta y una pluma de la bolsa, abierto un libro y ahora escribía. De vez en cuando alzaba la vista y, con los ojos fijos en la nada, mordisqueaba sin darse cuenta la punta de la pluma, tras lo cual volvía a garabatear algo.

Arilyn se abrió paso en la atestada taberna hasta la mesa del mago. De camino cogió al vuelo la bandeja que llevaba una joven camarera, a la que pagó disimuladamente el precio de la cerveza más una moneda de plata de propina. La muchacha se embolsó el dinero y en las mejillas se le formaron hoyuelos al sonreír al apuesto muchacho que Arilyn aparentaba ser, coqueteando con él. La semielfa ya estaba acostumbrada a que el disfraz provocara tales respuestas, por lo que se limitó a guiñarle un ojo con picardía y siguió adelante.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó al mago, mostrándole la bandeja con comida.

—¿Por qué no? No es cuestión de hacer un feo a la buena compañía y a la cerveza gratis. —El mago cogió una jarra de la bandeja que Arilyn le ofrecía, la apuró y luego hizo un gesto hacia el libro que había frente a él—. Me irá bien distraerme un poco del trabajo. Esta noche no avanza.

—Lamento oír eso —replicó Arilyn, sentándose, y, siguiendo con el tema que el joven había empezado, preguntó—: ¿En qué estás trabajando? ¿Es un libro de hechizos?

Sonriendo con el orgullo de un padre ante su primogénito, el joven mago empujó el libro hacia Arilyn y respondió:

—No. Es una recopilación de mis poemas.

La semielfa abrió el libro y lo hojeó. Con una letra inclinada de trazos largos e inseguros, el mago había escrito algunas muestras de la poesía más execrable con la que Arilyn se hubiera topado en toda su vida.

—No es mi mejor trabajo —comentó el mago modestamente.

Incluso sin ver sus mejores esfuerzos, la aventurera se sentía inclinada a creerlo. Había leído versos más edificantes escritos en las paredes de los servicios públicos.

—Oh, a mí me gusta —mintió Arilyn efusivamente, al tiempo que daba golpecitos en la página, mientras su mente revivía una particular batalla en el pantano de Chelimber—. Esta balada, por ejemplo, me parece conmovedora. Si algún día te decides a poner música a tus versos, yo conozco al bardo ideal para ello. —La semielfa lanzó una rápida mirada a Danilo. El noble estaba muy ocupado tratando de conquistar a una camarera cuyas exuberantes carnes amenazaban con hacer saltar los cordones del corpiño. Arilyn resopló. La muchacha parecía una salchicha embutida en una funda demasiado estrecha.

—¿Una balada, dices? —El joven mago se animó ante lo que él tomaba por un elogio—. No se me había ocurrido —se maravilló—. ¿Crees realmente que algunos de estos poemas podrían convertirse en canciones?

Arilyn posó de nuevo los ojos en su interlocutor y le aseguró:

—¿Por qué no? Desde luego las he oído peores.

—Humm... —El mago reflexionó brevemente y a continuación le tendió la mano para presentarse, aunque tardíamente—. Gracias por la sugerencia, amigo. Me llamo Coril.

—Mucho gusto, Coril —replicó Arilyn, estrechando la mano que se le ofrecía, aunque ya conocía la identidad del joven mago. Además de ser un poeta malísimo y un mago de poca monta, Coril era un agente de los Arpistas. Tenía fama de ser un agudo observador y su misión consistía en reunir información y pasársela a los Arpistas—. Yo soy Tomas.

—Bueno, Tomas, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Coril, cogiendo una segunda jarra de cerveza.

—El festival, por supuesto —respondió Arilyn, haciendo un gesto despreocupado con su propia jarra de cerveza.

—No, quería decir qué te trae a esta mesa —insistió Coril.

—Ah, ya entiendo. Necesito información.

El semblante del Arpista se endureció casi imperceptiblemente.

—¿Información? No sé si podré ayudarte.

—Oh, yo creo que sí —insistió Arilyn, fingiendo decepción y consternación—. Tú eres mago, ¿no?

—Sí, lo soy —admitió Coril algo más calmado—. ¿Qué necesitas?

Arilyn se desciñó la espada y colocó la hoja de luna envainada sobre la mesa. Lo que iba a pedir a Coril estaba fuera de las limitadas capacidades del mago.

—En esta vaina hay unas inscripciones. Se supone que es mágica. ¿Puedes leerlas?

Coril se inclinó hacia adelante y examinó las marcas con gran interés. Finalmente confesó:

—No, no puedo, pero si quieres puedo lanzar un hechizo de comprensión sobre ellas.

—¿Puede hacerse tal cosa? —Arilyn fingió sentirse aliviada y agradecida.

—Todo tiene su precio.

Arilyn sacó varias monedas de cobre del bolsillo. La suma, por miserable que fuera, representaba una pequeña fortuna para «Tomas». Era insuficiente incluso para un hechizo tan sencillo, pero si ofrecía más podría despertar sospechas. Así pues, le tendió el dinero y preguntó ansiosamente:

—¿Será suficiente?

Coril vaciló un segundo, pero luego asintió y cogió las monedas. De alguna parte de la túnica sacó una misteriosa sustancia y se inclinó sobre la espada, murmurando las palabras del encantamiento.

Arilyn esperó, segura de que el mago fracasaría. Al principio de su entrenamiento con Kymil Nimesin, éste había tratado de descifrar las runas, pero no lo había logrado ni con magia ni con sus vastos conocimientos. Si la poderosa magia elfa de Kymil no podía leer la antigua forma arcana de espruar, la modesta magia de Coril no tenía ninguna posibilidad.

Su intención al mostrar a Coril la singular espada era enviar un mensaje al asesino. Puesto que Coril transmitía información a los Arpistas y, probablemente, el asesino era también un Arpista, posiblemente llegaría a sus oídos que la hoja de luna había reaparecido y lo pondría de nuevo en la pista. Arilyn había perdido al asesino en La Casa del Buen Libar por culpa del cobarde fingimiento de Danilo, pero ahora volvería a atraerlo con una estratagema.

Transcurridos varios minutos Coril la miró, desconcertado.

—No puedo leerlas todas —admitió.

—¿Qué?

El mago enarcó la ceja ante el brusco tono del joven.

—La mayoría de estas runas están protegidas mágicamente de este tipo de hechizos —se defendió Coril—. Son protecciones muy poderosas.

—¿Pero puedes leer algunas? —insistió Arilyn.

—Sólo ésta. —El mago pasó un fino dedo por encima de la runa de más abajo, una pequeña marca situada en el segundo tercio de la vaina.

—¿Qué dice? —quiso saber Arilyn.

—«Puerta elfa.» Y esta de aquí dice «sombra elfa». Es todo lo que puedo leer. —Entonces lanzó una penetrante mirada al muchacho y le preguntó—: ¿Cómo ha llegado a tus manos una espada encantada?

—La gané en una partida de dados —contestó Arilyn con aire triste—. Su anterior dueño me juró que las marcas indicaban dónde estaba escondido un fabuloso tesoro, pero que tenía que encontrar a un mago que me las leyera. ¿Estás seguro de que no dice nada de un tesoro?

—Sí, o al menos yo no lo puedo leer.

Arilyn se encogió de hombros.

—Bueno, entonces supongo que, después de todo, he perdido la partida. La próxima vez no dejaré que me paguen con espadas mágicas.

La explicación pareció satisfacer a Coril. El joven mago miró al decepcionado muchacho compasivamente, aunque no tanto como para ofrecerse a devolverle las monedas de cobre.

Aún perpleja por las revelaciones de Coril, Arilyn le dio las gracias y se escabulló de la taberna. Las preguntas le daban vueltas en la cabeza: ¿Qué era una puerta elfa? ¿Y una sombra elfa? ¿Por qué Kymil se lo había callado?

La aventurera se dirigió a la parte de atrás de la taberna con la intención de despojarse de su disfraz. Junto a la puerta de la cocina se veía un gran barril de agua de lluvia. Arilyn se quitó la gorra y los guantes y luego se limpió el ungüento oscuro de la cara con el agua helada.

Era el momento de convertirse de nuevo en una elfa. Arilyn sacó de la bolsa otro diminuto tarro, éste lleno de una crema iridiscente, que se aplicó en cara y manos. Ahora su piel tenía un ligero tono dorado como el de una alta elfa. A continuación se sacudió el cabello y se lo dejó suelto, aunque dejando las puntiagudas orejas bien al descubierto.

Entonces cerró la mano sobre la hoja de luna y construyó la imagen mental de una sacerdotisa elfa de Mielikki, la diosa de los Bosques. Era una ilusión muy sencilla que tan sólo requería que su túnica azul se transformara en un largo tabardo de seda roja y blanca, y la hoja de luna en una simple vara como la que llevaría un clérigo. La transformación se completó en un abrir y cerrar de ojos. Arilyn se ajustó el tabardo para que el símbolo de la diosa —una cabeza de unicornio— quedara sobre el corazón y regresó a la taberna.

Mucho tiempo atrás la aventurera había aprendido que para que un disfraz resultara convincente no necesitaba complicados cambios físicos. Sus facciones regulares y su rostro excepcionalmente expresivo la convertían en un auténtico camaleón, y las ilusiones que creaba la magia de la hoja de luna le proporcionaban la ropa adecuada. Pero lo que de verdad diferenciaba al muchacho humano y a la sacerdotisa elfa era el modo de hablar, de moverse y la actitud. Nadie que se fijara en la típica gracia elfa de la sacerdotisa la asociaría con el torpe mozo que acababan de abandonar la taberna.

Así pues, Arilyn entró de nuevo en El Dragón Borrachín llena de confianza. Fue a sentarse a la mesa contigua a la de Coril, sin que el mago con el que había hablado sólo unos minutos antes le dedicara una segunda mirada. Encargó la cena y una copa de vino y fingió comer.

No tuvo que esperar mucho. Shalar Simgulphin, un bardo del que se decía que pertenecía a los Arpistas, entró en la taberna y fue a reunirse con Coril. Muy interesada, Arilyn siguió disimuladamente la conversación mientras bebía el vino a pequeños sorbos.

—Saludos, Coril. ¿Qué te trae a El Dragón Borrachín? —dijo Shalar, tomando asiento y fingiendo que se trataba de un encuentro casual.

Coril se encogió de hombros.

—Es un buen lugar para mirar a la gente —respondió sin comprometerse.

—¿Y qué has visto? —preguntó el bardo bajando la voz.

—Todo y nada. —Coril volvió a encogerse de hombros—. Veo muchas cosas, pero no poseo los medios para interpretarlo todo.

Una bolsa de pequeño tamaño cambió de manos por debajo de la mesa.

—Tal vez esto te ayude —comentó Shalar que añadió—: Este mes hay un pequeño extra.

—Como debe ser. Durante el festival los gastos son muy altos. El riesgo es cada vez mayor —añadió significativamente.

Shalar suspiró profundamente.

—Supongo que estás hablando de Rhys Alacuervo.

—Y de otros —dijo Coril con voz apagada—. El asesino volvió a atacar de nuevo poco después del amanecer.

—¿Quién es la víctima?

—El hombre usaba muchos nombres, pero últimamente se hacía llamar Elliot Graves.

A Arilyn la copa se le escurrió de entre los dedos y su contenido cayó en la mesa, sin que la semielfa se diera cuenta. Era culpa suya. Ella era tan responsable de la muerte de Elliot Graves como si lo hubiera matado con la hoja de luna. Luchando por sobreponerse a la desesperación, la semielfa limpió el vino con un paño de hilo que un atento sirviente le trajo y se forzó a escuchar qué más diría Coril.

—Graves era un antiguo aventurero que ahora servía en la casa de...

—Sí, sí, sé quién era —lo interrumpió el bardo con impaciencia—. ¿Cómo ocurrió?

—Lo mismo que los otros —replicó el mago misteriosamente—. Aunque con pequeñas diferencias: el ataque se produjo a plena luz del día y el hombre estaba despierto. Seguramente conocía al asesino, pues no había señales de lucha.

Shalar se pasó ambas manos por el pelo.

—Es lo que nos temíamos. El asesino debe de ser un Arpista; alguien a quien todo el mundo conoce como tal.

—Estoy de acuerdo —replicó Coril—. De otro modo, ¿cómo podría acercarse a tantos Arpistas sin hallar resistencia?

El bardo asintió y preguntó de mala gana:

—¿Alguna otra víctima?

—Posiblemente. ¿Conoces a una aventurera llamada Arilyn Hojaluna?

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