La vida después (2 page)

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Authors: Marta Rivera de La Cruz

Tags: #Drama

BOOK: La vida después
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—Me lo quedo. Y búsqueme unos zapatos que le vayan bien. Del 39, por favor.

—¿Herder?

—¿Se puede saber dónde estabas? Te he llamado veinte veces.

—Ya te lo dije, haciendo unas compras.

Herder se puso de pie y meneó la cabeza con un ademán paciente que hubiese envidiado el mismísimo santo Job, como diciendo «he aquí a la loca de mi mujer, que se escapa de la cama para ir de tiendas». En ausencia de Victoria había pedido el desayuno y sobre la bandeja descansaban los restos del festín de bollos, huevos revueltos y pan con mantequilla. Al ver las sobras descubrió que estaba hambrienta, y picoteó con cierta avidez las migas del cruasán y las cortezas de las tostadas. Quiso servirse un café, pero la jarra estaba vacía.

—Si quieres pedimos algo más.

—Déjalo, no vamos muy bien de tiempo. ¿Todavía no te has duchado? No puedo creer que…

Pero Herder cortó en seco los consiguientes reproches sobre su pachorra.

—Vicky, no empieces. Te largaste sin decir nada, luego me colgaste el teléfono y lo apagaste, así que llevo un buen rato preguntándome dónde diantres está mi mujer. Incluso pensé que te había pasado algo.

—Por favor… ¿Qué iba a pasarme? Estamos en el centro de Madrid, no en un suburbio de Caracas.

—Ya. Bueno, a ver… ¿Qué has comprado?

—Unos zapatos y un vestido.

—Negro…

—No. Marrón.

Sacó el vestido y lo extendió en la cama deshecha. Herder miró la prenda y luego la miró a ella de arriba abajo, como si no pudiese dar crédito: se había lanzado a la calle después de un agotador viaje porque necesitaba imperiosamente un vestido negro, y ahora volvía con algo que no era ni remotamente parecido a lo que había ido a buscar. Victoria se preparó para el contraataque, pero Herder estaba cansado y, en el fondo, le daba exactamente igual el color de la ropa de su mujer.

—Voy a darme una ducha.

Herder… Llevaban casados cinco años, y Victoria empezaba a reconocer ante sí misma que le habían sobrado por lo menos los dos últimos. Herder van Halen, profesor de Lengua y Literatura Hispánicas en la muy prestigiosa Universidad de Columbia. Políglota, gran docente, investigador destacado. Un tipo estupendo a decir de los que le conocían. «Un imbécil», pensaba su mujer, un ególatra con mayúsculas incapaz de preocuparse por nadie que no fuese él mismo. Un memo integral que la ignoraba y hasta la despreciaba, o al menos eso había llegado a creer en los últimos tiempos. Bueno, tal vez exageraba en lo del desprecio, pero, sea como fuere, el querido Herder había demostrado con creces que era un completo cretino lleno de manías, de prejuicios y de ideas absurdas. Alguien demasiado centrado en mirarse el ombligo como para dedicar siquiera unos segundos a ponerse en el pellejo de otros, no digamos ya en el de su mujer. Un superficial, un cínico de libro, que, además de tener una elevadísima opinión de su persona, consideraba que el resto de la humanidad no estaba en absoluto a su altura, lo cual se traducía en una perenne actitud suficiente que sacaba de quicio a quienes la detectaban, que dicho sea de paso eran muy pocos.

Casi todo el mundo consideraba al profesor Van Halen como un milagro de la naturaleza, una prodigiosa conjunción de virtudes intelectuales y físicas, un crisol de bondad, inteligencia, belleza y talento. Pero, bajo esa gruesa capa de felices atributos, Herder era un tipo muy difícil de soportar. Lo malo —o tal vez lo bueno— era que casi nadie se daba cuenta.

No siempre había sido así, se repetía Victoria, aunque cada vez con menos convicción. Cuando empezó el desencanto —es decir, cuando comenzó a entender cómo era en realidad el hombre del que se había enamorado y con quien se había casado—, le gustaba recordar que había habido una época en la que Herder van Halen parecía una persona divertida, alegre, afectuosa y entregada. Al ir descubriendo al hombre malencarado, egoísta e impaciente que era en realidad su marido, intentó definir en qué momento había empezado a gestarse aquella amarga metamorfosis —la mariposa convertida en oruga—, o quién había lanzado la maldición capaz de convertir en sapo al príncipe encantador. Intentó culpar al entorno de Herder, a su insoportable familia de Nueva Inglaterra, a los compañeros de trabajo en la universidad, incluso a su legión de amigos —una cohorte de aduladores que parecían estar en el mundo con el propósito de besar por donde pisaba Herder y, básicamente, para lamerle el culo a todas horas— y al final tuvo que rendirse ante la evidencia: Herder van Halen había sido siempre la misma persona arrogante y vanidosa que ahora se le antojaba insufrible. Lo que pasaba era que, por alguna misteriosa razón que no lograba comprender, se había enamorado de él. Y desde tiempo inmemorial se sabe que el amor es capaz de cubrir con una pátina de virtudes imaginarias cada uno de los defectos del otro.

Lo que le había ocurrido no era nada original, desde luego: el mundo estaba lleno de personas que se habían casado con alguien que era en realidad una especie de amable monstruo de Frankenstein hecho de cosas buenas tomadas de aquí y de allá. Lo malo es que aquella criatura era parte de un hechizo con fecha de caducidad: la misma que tiene la pasión en estado puro o la soberana estupidez del amor verdadero. Luego, el personaje se desmorona y queda sólo un bicho sin alma. El moderno Prometeo encantado de hacer trizas un cuento de hadas que había surgido en la cabeza de alguien desesperado por encontrar al príncipe azul o a la princesa dormida. Pero, aunque Victoria se consolaba pensando que a otros les había pasado antes que a ella, cuando se despertaba por las mañanas y veía a su lado a Herder van Halen se detestaba a sí misma por haber caído en la trampa perversa del romanticismo. No es que el tipo adorable y tierno con el que se había casado se hubiese transmutado en un imbécil. Es que, simplemente, aquel hombre maravilloso no había existido nunca fuera de su cabeza flechada por un repelente angelito. Casi seis años después de la boda, Victoria, que se creía inmune a los cantos de sirena y presumía de ser capaz de detectar de un vistazo a los lobos con piel de cordero, tenía que reconocer que Herder van Halen se la había dado con queso.

Los problemas no empezaron enseguida, aunque Victoria era incapaz de precisar un punto en el mapa vital de ambos para indicar el lugar o el momento en que las cosas empezaron a torcerse. Quizá las primeras señales de alarma llegaron de la mano del sexo: la frecuencia de sus relaciones de cama empezó a disminuir de manera alarmante sin ninguna razón objetiva, y casi al mismo tiempo la calidad de aquellos encuentros empezó a dejar también mucho que desear. Como centenares de personas antes que ella, Victoria creó para sí misma media docena de buenas excusas para justificar lo evidente: que sus relaciones sexuales habían entrado en barrena. Al principio se consolaba pensando que de pronto el sexo no era bueno, pero tampoco era malo, y un buen día se encontró pensando que no era malo, pero tampoco era bueno. Fue también entonces cuando empezó a molestarle que Herder se retrasase a las horas de las comidas, que descuartizase el periódico para leerlo por secciones, que fuese capaz de hablar durante una hora de la reunión del claustro pero no disimulase su aburrimiento cuando ella pretendía comentar con él un artículo que estaba escribiendo, que pretendiese hacerla culpable de todos los pequeños desastres domésticos que se abatían sobre el apartamento —desde la baja del portero a las bombillas fundidas— o sus tendencias manirrotas. Oh, sí, al principio de su relación había confundido con generosidad chispeante esa afición de Herder por pagar las cuentas del restaurante, invitar a rondas en el bar del club a todos los gorrones que lo saludaban y enviar regalos a diestro y siniestro. Con el paso del tiempo se daba cuenta de que lo que había considerado una costumbre apreciable era otra de las estrategias de Herder para subrayar también su superioridad material: soy rico, chicos, y puedo ocuparme de vuestros gastos. Si años atrás la propia Victoria sonreía satisfecha cuando Herder se hacía cargo de la factura del almuerzo de un grupo de seis desconocidos, ahora le entraban ganas de estrangular a su marido cada vez que agasajaba a personas que, con toda seguridad, sólo esperaban a que se diese la vuelta para criticarlo por su gesto dispendioso. Cuando el profesor Van Halen enviaba un ramo de flores de trescientos dólares a la anfitriona de una cena, Victoria ya no pensaba que se había casado con un perfecto caballero, sino con un gilipollas ostentoso con maneras de jeque árabe.

Bien es verdad que nadie la obligaba a seguir con Herder. Era mayorcita para tomar sus propias decisiones, no tenían hijos y su escasísima familia no ejercía ninguna influencia sobre ella, por no decir que les importaba muy poco lo que Victoria hiciera o dejara de hacer. Así pues, no podía achacar su situación de mujer desencantada a las presiones del entorno o al chantaje sentimental de terceros. El problema era que, aunque lo llevaba bien escondido bajo una perfecta capa de seguridad en sí misma y de ansias de independencia, en los últimos años Victoria había acabado por desarrollar un miedo cerval a la soledad y necesitaba una pareja para sentir que su vida estaba completa. Se avergonzaba de esa necesidad como otros se avergüenzan de contraer una gonorrea. Aquel sentimiento era tan poco coherente con el resto de su forma de pensar, con su modo de vida, que le resultaba bochornosamente absurdo, incluso patético: en pleno siglo XXI, una mujer aún atractiva, económicamente independiente, que había bruñido a conciencia su propio brillo social y profesional, aterrada ante la idea de un divorcio… Aquello era demasiado estúpido para comentarlo con nadie, y ella, por supuesto, no lo había hecho. Ni siquiera lo había hablado con Jan.

Jan había sido el único de sus amigos a quien Herder no había logrado engatusar. Lo había conocido tres meses antes de la boda, cuando Victoria había organizado unas pequeñas vacaciones en España para presentar a los suyos al hombre con el que iba a casarse, aunque luego se dijo que la idea de reunir a su prometido y a sus amigos en una aparatosa fiesta en una terraza de Madrid —un remedo de las ridículas celebraciones de compromiso que organizaban las familias pudientes de la Costa Este— había sido completamente inapropiada. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiado alcohol, demasiada música y demasiada expectación por conocer al futuro marido de la escurridiza Victoria, que había esperado a llegar a la frontera de los cuarenta para dar el sí quiero. Cuando vio juntas a todas aquellas personas —muchas de las cuales, dicho sea de paso, ni siquiera eran verdaderos amigos—, cuando empezaron a asediar a Herder para presentarse y hacerle contar, una y otra vez, cómo la había conocido, cuando comprobó que muchos de los invitados cuchicheaban con falso disimulo seguramente preguntándose cómo demonios había conseguido Victoria conquistar a un atractivo e inteligente millonario americano, se dio cuenta de que hubiese sido mucho mejor organizar una cena íntima con Herder y las tres o cuatro personas que la querían de veras… o, quizá, solamente con Herder y Jan. Porque, en el fondo, Jan era el único al que de verdad deseaba presentar a su prometido. Prometido… Cielos, qué rematadamente cursi sonaba aquello. Pero cuando uno ya casi peina canas decir novio suena igualmente ridículo.

—Así que Herder van Halen… Tiene nombre de fiordo noruego.

Jan se acercó en cuanto la vio sola por primera vez en toda la noche, tras sufrir los envites de amigas y antiguas compañeras que la felicitaban efusivamente por la pieza cobrada.

—¿Noruego? No, señor listillo. Su familia proviene de Holanda.

—Peor me lo pones. ¿Qué pasa, que teniendo ese apellido no podían facilitarle las cosas llamándole Troy, o John, o Michael? Herder van Halen… ¡Por todos los santos, si parece un personaje de Edith Wharton!

—No seas repelente…

—No lo soy. Sólo tengo olfato para los malos nombres, y éste se lleva la palma. A ver, enséñame el anillo.

Con un mohín de hastío, alargó la mano sin ningún entusiasmo para que Jan pudiese admirar cómodamente la sortija de Tiffany's con un diamante montado en oro blanco. Victoria se había sentido un poco incómoda al ver aquel pedrusco desproporcionadamente grande —no le interesaban las joyas y, desde luego, no esperaba un anillo de compromiso digno de una princesa rusa— y su desconcierto creció al saber que lo había comprado la madre de Herder. Entonces recordó que su casi marido ya había estado casado antes, y seguramente su primera esposa habría recibido un regalo parecido. Es posible que Eunice van Halen no quisiese que su futura nuera se sintiese víctima de agravios comparativos… o tal vez era una costumbre de familia abrumar a la novia con regalos caros para que supiese qué significaba ingresar en la aristocrática tribu de los Van Halen de Holanda. El caso es que allí estaba ella, exhibiendo un diamante de dos quilates y medio en el dedo anular de su mano derecha.

—Parece una pista de patinaje. —Jan la miró y frunció el ceño—. Pensé que no te gustaban las piedras preciosas.

—¿Por qué tienes que ser tan desagradable? ¿No puedes alegrarte por mí?

—Perdona… claro que me alegro. —La abrazó y la besó en el pelo—. El anillo es precioso y el señor del nombre raro tiene muy buena pinta. Pero, si quieres que te diga la verdad, esta boda no me hace ninguna gracia.

—¿Por qué…?

—Pues porque ahora sí que ya no vas a volver a Madrid más que de visita.

—No pensaba hacerlo, ni con boda ni sin ella. Tengo una plaza fija en la Universidad de Grace, y me va bastante bien en Nueva York.

—Ya. Sea como sea, míster Fiordo acaba de matar mis últimas esperanzas de que regreses a casa. Estoy condenado a verte de siglo en siglo y a mandarte
mails
cuando quiera saber de ti. Confieso que siempre pensé que lo de Nueva York sería algo pasajero, pero el señor comosellame me ha aguado la fiesta. Por eso le odio con toda mi alma. A él y a sus enormes diamantes. Pero te veo contenta… y, además, estás muy guapa. Así que, claro que me alegro por ti. No pongas esa cara, chica. Venga, vamos a tomar una copa.

Victoria había recordado muchas veces las palabras que Jan había dedicado a Herder. «Le odio con toda mi alma», había dicho, con la misma pasión burlona que imprimía a todas sus declaraciones. Siempre pensó que aquella deliberada exageración, aquella frase extrema pronunciada con un deje frívolo, escondía algo mucho más profundo que el rencor hacia el hombre que cortaba definitivamente sus amarras con Madrid. No, Jan era demasiado generoso, demasiado bueno, la quería demasiado como para pensar en sí mismo al evaluar la decisión que Victoria había tomado.

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