Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Por favor, ¿para qué es esta cola?
—Pa' sacar entrada.
El amigo que me acompañaba no hizo nada por defenderme de tanto humor negro, ya que fue un negro el que me soltó tan socarrona respuesta. Por el contrario, se vendió al enemigo, y hubo aplausos, baile, y saltos ornamentales, en torno a la impresionante cara de imbécil con la que yo continuaba mirando al picaro anónimo y respondón que de pronto fue vedette en el aburrimiento de las colas, una cara de la que había desaparecido toda posibilidad de discernimiento, humor, y respuesta agilísimo-criolla. La verdad es que sólo atiné a tocarme los bolsillos, para ver si me habían robado también los documentos. Ahí estaban, felizmente.
Diferente fue en Colón, lugar donde el náufrago del Canal-sin-que-nadie-le-diera-importancia-al-asunto, logró desembarcar de una nave ladeada, por tratarse ya de territorio panameño de Panamá. Vinieron a buscar el barco dos remolcadores, pero el capitán no volvió a aparecer durante la operación. Tal vez por eso no ha terminado de hundirse, pensé, recordando lo que había sido el viaje hasta el Canal, una sola borrachera del capitán y la oficialidad, una tanda de energúmenos que no me había dirigido la palabra durante la travesía, sólo al final, sólo para preguntarme si tenía visa, y sin tomarse siquiera la molestia de explicarme que mi vida no corría peligro, que de una buena ladeada no pasaría el asunto.
Mientras remolcaban el barco, me dediqué a preparar mis maletas, a ordenar mis papeles, a guardar mi dinero en el bolsillo más seguro del saco, y a imaginarme haciendo cola en el Consulado peruano de Colón, para llamar por teléfono a Lima y decirle a mi padre: Mira lo que me ha pasado… No oigo nada… ¿Me oyes?… ¡Te digo que mires lo que me ha pasado! Pero el contenido de la llamada fue alterado en gran parte debido a la aparición, casi esperada, de un negro anónimo que de pronto fue vedette en el atolondramiento caliente de las calles por las que no encontraba el maldito Consulado. La cara del negro, y la que sin lugar a dudas le puse, al entablar el brevísimo diálogo, eran, lo que se dice, noche y día, exactamente lo contrario. Y el negro no sólo no me vendió los siete relojes que me estuvo ofreciendo mientras se me acercaba demasiado, sino que además, previo golpe rotundo y certero, me robó reloj, dinero, y pasaporte. Horas más tarde, ante el Consulado peruano en Colón, prácticamente confesé que lo único que había tratado de hacer desde que salí del Perú, era llegar a Francia con un pasaje gratis en un barco de carga de la Marcona Mining, compañía que operaba en el sur del país, para seguir cursos de perfeccionamiento en literatura francesa clásica y contemporánea, en la Sorbona.
Una semana más tarde había recuperado todo lo perdido, menos el reloj y la calma. Bueno, recuperado no es la palabra. El Consulado me había otorgado un nuevo pasaporte, y mi padre me había enviado dinero para continuar viaje a París, vía Nueva York, y en avión ahora, para asegurarse de que llegara a destino de una vez por todas.
El cambio de avión en Nueva York complicó nuevamente las cosas, y se las complicó también, sin duda, a Ángel Saldívar, un colombiano encantador que conocí en el aeropuerto, mientras hacíamos los dos nuestros papeleos ante el mostrador de Air France. Saldívar estaba regresando a Bogotá, al cabo de varios años en París, lo cual dio lugar a la larga charla acompañada de mil consejos que yo escuchaba atentamente, mientras continuábamos con los papeleos, y se estaba produciendo sin duda alguna la confusión de documentos y equipajes, confusión de la que sólo me di cuenta cuando mi avión aterrizó, por fin, en París. Putamadreé como loco, en vista de que ahí en castellano no me entendía nadie, pero no tuve más remedio que aceptar el rigor de la legislación francesa y comprender que un peruano llamado Martín Romaña no puede entrar en territorio francés con un pasaporte colombiano expedido a nombre y fotografía de Ángel Saldívar, y hasta con su equipaje, según pude comprobar, al comprobar que el mío tenía que habérselo llevado Ángel a Bogotá, Dos días después estaba nuevamente en Lima, en la oficina principal de la Marcona Mining, preguntando cuándo salía el próximo barco a Europa, y reclamando derechos adquiridos en el Canal de Panamá.
Y aunque los muchachos que entonces vivían en el hotel sin baños, muy de acuerdo con su temperamento e ideas, hayan hecho circular la infame versión según la cual llegué a Francia en primera y en avión y acompañado por mis padres, desgarrados ante la perspectiva de tener que dejar a la niña de sus ojos en una residencia estudiantil, con mucho cura para cuidarme, y aunque aseguren haber visto una fotografía en la que estoy parado en lo alto de la escalinata del avión, cogido de la mano izquierda por mi papá, de la derecha por mi mamá, y llevando puesta una chompita blanca con la inscripción MUY FRÁGIL estampada en el pecho, yo desembarqué en Dunquerque. Así les consta a mis amigos Susana y Edgardo Aldana, y Francisco Zárate, que viajaron conmigo esta segunda vez. El barco pertenecía nuevamente a la Marcona Mining Company, y transportaba mineral y estudiantes peruanos, gratis estos últimos, a diferentes partes del globo.
El capitán era norteamericano, de San Francisco, la oficialidad alemana, el radiooperador filipino, la tripulación china, míster Hagen era noruego, los dos jóvenes oficiales que resultaron medio comunistas y se amotinaron justo antes de Dunquerque, también eran alemanes, pero no se hablaban con los otros alemanes, y la bandera era de Liberia.
La Marcona Minig tuvo esta vez la gentileza de obsequiarme un pasaje de ida y vuelta, cosa que no era muy frecuente, pero que puede fácilmente atribuirse a los reclamos que hice ante sus oficinas, tras los acontecimientos que me ladearon en el Canal. Usé la ida, pero después me quedé tal cantidad de años en Francia, que hoy el billete de vuelta al Perú me parece billete de ida, en mis noches de insomnio, aunque es totalmente falsa e infame la historia que anda haciendo circular por todas partes la actual generación de muchachos del hotel sin baños, según la cual he llegado al extremo de festejar la toma de la Bastilla el 28 de julio, día de la independencia del Perú, y viceversa. Yo nunca he gritado ¡Viva el Perú, carajo! un 14 de julio, ni se me ha ocurrido jamás compadecer a María Antonieta por haber encanecido un 28 de julio. Ya les llegará su hora a los eternos muchachos del hotel sin baños.
Por ahora, me interesa más señalar que el problema ha consistido únicamente en un fuerte insomnio, pero un insomnio que se manifiesta también de día y cuando no tengo la menor intención de dormir. Yo me entiendo. Al principio, creí que la solución podría estar en la vía amorosa y en los viajes al norte: luego, en una recatafila de viajes al sur, y ahora lo estoy solucionando mediante un enfrentamiento de amplio espectro, pluralista, libertario, saludable y como siempre de reconstrucción y modernización, con la resaca de todo lo vivido desde que me embarqué por primera y por segunda vez en el puerto de San Juan, al sur de Lima. Algunos años más tarde, el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (cito) transformó la Marcona Mining Company en Hierro Perú, y le construyó un edificio nuevo. Así como ésta, han pasado muchas cosas en el Perú, durante mi ausencia. Y mi pasaje de vuelta ya no vale. El pasaje de vuelta, que en las horas de insomnio me parece pasaje de ida, ya no vale.
Aquí tengo todavía la verdadera foto de mi desembarco. En Dunquerque. No me salva ni lo borrosa que está. No me salva nada. Y pensar que Francisco Zárate la tomó y por ahí debe tener guardado el negativo. Me tiene en sus manos. ¡Qué cara, Dios mío! Bueno, la que tenía esa tarde, me imagino. Estoy con las manos en los bolsillos, parado en la cubierta del
Alien D. Christensen
, pujando de optimismo, y obviamente posando para la inmortalidad, para el álbum de familia, y para mi novia Inés que se me había quedado en Lima. Agréguesele a todo esto un toque de Cristóbal Colón gritando: ¡Tierra, tierra, yo la vi primero!, mientras un estibador me grita: ¡Ya pues oiga, quítese de en medio que no deja pasar!
—Pero, señor, estoy desembarcando en la dulce Francia. Voy rumbo a la Ciudad Luz.
—¡Anda a que te den por el culo, hombre!
No me salva nada. Si los muchachos del hotel sin baños ven esta foto se olvidan de la del aeropuerto, se olvidan de la chompita, se olvidan de todo. Pero yo nunca olvidaré lo que sucedió instantes después. No hay foto de eso, felizmente. Alguien gritó ¡cuidado!, cuando ya era demasiado tarde para gritar cuidado, y yo miré hacia el pesado ploff que estaba sonando en el agua. A mi cara anterior se le borró ipso facto el pujante optimismo, y se le agravó todo lo demás.
—¡Merceditas! —aullé.
—God bless his boots
—exclamó Merceditas, que era la persona más culta que conocí, al aparecer el cartero con mi primera carta de Francia. En ella le contaba lo que había sido ese pesado ploff en aguas de Dunquerque. O sea que poco a poco se le fue quitando el entusiasmo. Fue atroz. Cinco años de estudios con Merceditas se fueron hundiendo ante mis ojos. Un mes estuvo Merceditas tocando sólo cosas tristes en su viola d'amore. Lo que le conté en mi carta fue realmente atroz. Todos nuestros libros, Merceditas. Los clásicos griegos, los clásicos latinos. Dante, Pirandello, y Manzoni. Íntegros Moliere, Corneille, y Racine. Mis traducciones de Cicerón, Merceditas. Shakespeare and Company, Merceditas. El pobre Virgilio, siempre tan desterrado de Roma. Pascal y su abismo. Dickens, Mark Twain, y Sherwood Anderson. Nada menos que Victor Hugo y Alfred de Vigny, Merceditas. Hasta mi André Chénier. Y Michelet y Sainte-Beuve. La documentación sobre Port-Royal, Merceditas. Y debo confesarte que también Hemingway. Ya sé que a ti siempre te pareció bastante violento, pero yo no puedo seguirte ocultando que también a él le debo en gran parte este viaje a París.
En fin, no recuerdo más, pero había mucho más en el baúl. Lo que no había, eso sí, eran escritores latinoamericanos, porque ésos eran unos costumbristas bastante vulgares, a pesar de que Vallejo se había muerto ya en París con aguacero. A Merceditas no le gustaban, y yo sólo me traje a Francia lo que habíamos leído juntos, y a Hemingway. Lo metí todo en el baúl más apropiado. El único en que podía caber tanto libro. Nadie lo podía cargar cuando terminé de llenarlo. Había que andar empujándolo todo el tiempo. Ya me había vuelto loco cuando mi primer paso por el Canal, el paso de la ladeada. Entonces me habían prometido enviármelo en el próximo barco, puesto que era inútil tratar de alzar con él en avión. En el próximo barco pasé yo, nuevamente, para sorpresa del mundo entero, y lo recogí. Pesaba horrores, el condenado, y no sabía por dónde agarrarlo porque era muy alto y cuadrado y tenía un asa que yo siempre encontré un poco frágil, arriba, en medio de la tapa. De ahí lo enganchó la grúa del barco, en Dunquerque, segundos antes del fatídico ploff. Fue atroz. Se hundió con toda mi biblioteca adentro. Se hundió con muchas cosas más adentro. A los Aldana y a Francisco Zárate no se les hundió nada. Desembarcaron tranquilitos. Susana y Edgardo iban a Escocia, y a Francisco lo estaban esperando para llevárselo a París. Yo me quedé contemplando tristemente las aguas que se habían tragado mis cinco años de estudios con Merceditas.
Meses después, por carta de mi madre, me enteré de lo que había pasado. «Martín —me preguntaba—, ¿tú te llevaste la gran sombrerera que usaba tu abuelita en sus viajes en barco a Europa? El otro día estuvimos poniendo orden en el cuarto de las maletas, y había desaparecido. Claro que ya nadie viaja en barco ni con tantos sombreros, pero cuídala mucho de todos modos porque esas cosas son siempre un recuerdo y además ya no existen». Le contesté que sí, que la cuidaría mucho, y que en efecto ya no existen esas cosas. Lo que no le dije es que se la habían comido los pescados de Dunquerque.
Me quedé con la maleta de mi ropa, y empecé a caminar por Dunquerque con un billete de cien dólares, que son como diez billetes de cien dólares al cambio actual. Cinco, porque ahora todo cuesta más caro, y cinco porque ahora me gusta vivir mejor. Necesitaba cambiarlo por francos, pero los bancos ya habían cerrado. Decidí probar suerte en un café. Fue mi primer contacto en Francia. Simpático el tipo del café, efectivo, nada de estarte contando su vida ni metiéndose en la tuya. Gestos breves, directos, como quien va de frente al grano. Nada de estar perdiendo el tiempo como en el Perú. Estamos jodidos los latinoamericanos. Con razón que el mundo entero nos considera unos vagos. Me cambió la plata, y listo,
merci monsieur
. Al día siguiente, en París, Zárate cambió un billete de cien dólares en un Banco y le dieron exactamente el doble que a mí. De ahí nos fuimos a abrir la boca un rato más ante el esplendor de Notre-Dame en el otoño de París. Definitivamente la cultura francesa es universal. Notre-Dame estaba exacta que en Lima, aunque tal vez sí allá en Lima irradiaba un poquito más.
Un día nevó por primera vez en mi vida, y la Navidad empezó a acercarse. Nunca la había pasado lejos de casa. Me entró una alegría infinita. Siempre he odiado la Navidad, y sobre todo la Navidad en casa. Allá mi familia. Que se las arreglara con el hermano ausente en la cena pascual. Aunque seguro que también ellos estaban felices con mi ausencia. Con excepción de mi padre, todos debían estar felices con mi ausencia. Uno menos que abrazar, debían estarse diciendo los condenados, porque ahí el único que se tomaba las cosas navideñas navideñamente era mi padre. Me dio pena recordarlo. Era lo más bueno que hay. Trabajó siempre hasta hacernos tomarle horror al trabajo. Era una mina de oro. Tenía que serlo, porque había procreado a la más importante colección de psicoanalizables de los últimos tiempos en Lima. Con el tiempo llegué a tomarle cariño, aunque la verdad es que me costó mucho trabajo. No tenía por qué haberme educado más rígidamente que a mis hermanos. Claro, yo era el menor, y en vista de que ya había perdido todas las esperanzas en los demás, decidió que yo fuese la esperanza de la familia, y me daba menos propinas y menos bicicletas y menos automóviles que a los otros. Y nunca me habló porque a un hijo nunca se le habla, sólo se le mira con mucha autoridad. Pobre viejo. Así, a punta de mirarme tanto, se fue convenciendo poco a poco de que yo era el peor de todos. Hasta empezó a comprarme billetes de lotería a ver si me aseguraba el porvenir. Ese gesto me conmovió tanto, en un hombre tan autoritario, que no tuve más remedio que echarme toda una carrera de abogado encima. El día que me gradué ya hacía tiempo que nos queríamos muchísimo. Y fue muy duro decirle después que ahí quedaba el diploma porque yo me iba a Europa.